No sé si a ustedes les pasa que ven un noticiero y no saben si reír, llorar o rezar. A mí sí.
Pareciera que las noticias solo califican como tales cuando son malas. Los protagonistas son más o menos los mismos, como villanos de películas de Marvel. Políticos y gobernantes, líderes ideológicos de uno y otro bando, lords y ladies de pena ajena, organizaciones criminales, célebres capos de la droga, extremistas religiosos, el peso y el dólar, en fin.
En lo personal no experimento ninguna fobia contra las televisoras, como veo que sucede a muchos amigos y conocidos a quienes la palabra Televisa les provoca retortijones de tercer grado y náuseas propias del Síndrome Legarreta. Tengo claro que la objetividad periodística es un activo muy preciado y que hay quienes lo manejan en su quehacer y otros ni siquiera lo conocen.
No es que me tenga sin cuidado lo que suceda en la vida política, pero los políticos me resultan cada vez más antipáticos. Creo ser un ciudadano con conciencia y me preocupa lo que los gobiernos y los partidos -cada vez más partidos en cachitos- hacen de nuestro dinero y de nuestros derechos en beneficio de ellos. La política es un mundo donde hasta el más Santo, tarde o temprano, se convierte en Blue Demon. De ello se da cuenta todos los días en los periódicos, en el radio y en la televisión. Y nosotros asistimos al espectáculo aguantando el entripado.
Sería mal negocio para los medios que la realidad fuera otra, que los partidos estuvieran de acuerdo, que López Obrador convocara a miles en el Zócalo para felicitar públicamente al presidente en turno por sus aciertos, que fuera costumbre que la economía del país marchara mejor que un soldado en desfile, que en México siempre estuviéramos a la cabeza en la lucha contra la corrupción, que ganáramos mundiales de futbol y nuestros atletas regresaran de las Olimpiadas con más medallas en el pecho que lentejuelas en un vestido de Lady Gaga y que los narcotraficantes fueran gente educada y con muchos valores (humanos, desde luego).
Las malas noticias viajan rápido y llegan primero. Nadie les opone resistencia y las dejamos pasar con morbosa curiosidad, como si en ellas encontráramos un extraño regocijo.
Parece ser que esta proclividad a las malas noticias es una herencia de nuestros antepasados cavernícolas. Imagínenlos siempre acechados por el peligro de ser atacados y merendados por alguna fiera, que en ese tiempo eran de tamaños respetables, o por un congénere en ayunas con ganas de birlarle la comida y, en un descuido, expropiarle a la mujer. Esa zozobra de supervivencia los mantenía en vigilia, atentos al enemigo y con una sensibilidad muy desarrollada a todo lo malo que ocurriera a su alrededor. En la vida moderna es muy difícil que un tigre nos ataque por las calles pero de alguna manera nuestro cerebro sigue respondiendo con este instinto ancestral.
Pues bien, por azares de la vida últimamente he estado ausente de los noticieros de televisión y creo que la experiencia me está gustando. No me hacen falta y, por lo contrario, creo que esto me hace un poco más feliz. Suficiente tengo con mis problemas de la vida cotidiana para encima despacharme los de gente que ni conozco. Si debo enterarme de lo más importante, lo hago un poco con la radio, con los diarios, y con algunas fuentes informativas en la internet, sin escenas perturbadoras ni presentadores engolados, eligiendo las notas que quiero ver y leer.
Seguramente las televisoras estarán temblando por mi decisión pero por un tiempo no veré noticieros. He dicho.
@jmportillo
sábado, 2 de diciembre de 2017
La Ley de Murphy y mi celular
Ayer me desperté con un halo de optimismo y con la intención de disfrutar mi día desde el principio. Quería, pues, levantarme con el pie derecho, cosa que siempre resulta difícil porque duermo del lado izquierdo de la cama.
Tenía ganas de desayunar un licuado de fresas, así es que me puse manos a la obra. Lo preparé con mucho esmero, entusiasmo y antojo. Y con fresas desde luego. Además le puse hielo y un poco de avena. Justo en el momento en que lo había servido, un mensaje de Whatsapp entró a mi celular y por leerlo mientras caminaba con mi vaso lleno, no vi a mi perrita Trufa que estaba a mis pies y, en el tropezón se me cayó el vaso sobre la mesa y se partió en varios filosos pedacitos. Mi delicioso frappé terminó regado en la mesa ensuciando todo cuanto encontró a su paso, el mantel, la canasta de pan, el desayuno, mi ropa, la de mi familia y a Trufa. Los cinco minutos de gozo que hubiera vivido disfrutando mi licuado, fueron usurpados por 15 minutos de ardua limpieza en la cocina.
Más tarde salimos a pasear a una plaza comercial en donde pedí que lavaran mi carro. Ni la más efectiva danza de invocación a la lluvia es más rápida y eficaz que lavar mi auto. Las nubes más oscuras siempre se aglomeran sobre mi vehículo y dejan caer una gorda tormenta, al tiempo que los coches vecinos me acribillan con lodo. Sabedor de mi estigma, antes de lavarlo había consultado el pronóstico del tiempo en mi celular y la lluvia estaba anunciada para la noche. El clima conspiró contra mí.
Todos hemos sentido alguna vez que cuando las cosas no están saliendo bien es que la celebérrima Ley de Murphy está operando en nuestra contra y es la causante de nuestro infortunio.
Expresada en muy pocas palabras, esta ley dice que si algo tiene la posibilidad de salir mal, saldrá mal.
Una versión más radical afirma que si las cosas tienen el riesgo de salir mal, lo harán de la peor manera y en el peor momento posible.
Es atribuida a Edward A. Murphy Jr., un ingeniero que trabajó para la Fuerza Aérea de los Estados Unidos a finales de los años cuarenta haciendo pruebas con cohetes sobre rieles. Se dice que el ingeniero Murphy, al fracasar un experimento que había realizado con dichos cohetes, fincó la responsabilidad del fallo en uno de sus ayudantes -como solemos hacerlo todos cuando metemos la pata- afirmando que “si alguien tiene la posibilidad de cometer un error, lo cometerá”. Esta simplísima afirmación cundió entre sus allegados y luego trascendió, dando lugar a una filosofía un tanto socarrona. Esta ley se ha ido expandiendo y pasó de los terrenos de la ciencia a todas las áreas de la vida cotidiana.
Algunas de las leyes que se han desprendido de la original son del tipo:
- El pan tostado siempre cae del lado de la mantequilla.
- La otra fila siempre es más rápida.
- Cuando tienes que abrir una puerta con la única mano que tienes desocupada, la llave siempre está en el bolsillo opuesto.
En los dos pequeños eventos que me acontecieron ayer estuvo involucrado mi celular y eso me inspiró a añadir a la lista de enunciados que existe en torno a la Ley de Murphy algunas relacionadas con la tecnología que usamos todos los días. Aquí unas cuantas:
- Todo objeto que pueda romperse se caerá. Tu celular no es la excepción.
- Tu teléfono celular siempre caerá del lado de la pantalla.
- Cualquier esfuerzo para atrapar el celular en caída libre provoca más destrucción que si lo dejáramos caer naturalmente.
- La dificultad para encontrar el teléfono en el bolso cuando suena es directamente proporcional a la urgencia de la llamada.
- Contestarás el celular justo a tiempo para escuchar cómo cuelgan.
- Los semáforos en rojo duran una eternidad pero nunca duran la suficiente para escribir y enviar un mensaje en el celular.
- El corrector ortográfico hará que cometamos el peor error y con la persona menos indicada.
- Te darás cuenta que enviaste el mensaje a la persona equivocada medio segundo después de haberlo enviado.
- Eso que guardaste en tu computadora durante años sin usarlo, lo necesitarás al día siguiente de haberlo eliminado permanentemente.
- Los seguros de protección de tu celular lo cubren todo, excepto lo que sucede.
- Tu disco duro se dañará justo cuando pensabas respaldarlo.
- Si el emoticón del pulgar hacia arriba está junto al del dedo grosero, y tu interlocutor en el Whatsapp es alguien de todo tu respeto, te equivocarás y le enviarás éste último.
Más allá de chacotas, decir que las cosas que puedan salir mal, saldrán mal, es, por donde se le vea, un parapeto para pesimistas tras el cual podemos excusarnos de la descomunal cantidad de idioteces que cometemos (los que las cometemos, si usted no las comete, perdone la generalización). Valdría la pena ponernos a pensar si el verdadero valor de la Ley de Murphy es poder desafiarla en nuestro quehacer diario y provocar que las cosas salgan bien. A menos que Murphy disponga otra cosa.
@jmportillo
Tenía ganas de desayunar un licuado de fresas, así es que me puse manos a la obra. Lo preparé con mucho esmero, entusiasmo y antojo. Y con fresas desde luego. Además le puse hielo y un poco de avena. Justo en el momento en que lo había servido, un mensaje de Whatsapp entró a mi celular y por leerlo mientras caminaba con mi vaso lleno, no vi a mi perrita Trufa que estaba a mis pies y, en el tropezón se me cayó el vaso sobre la mesa y se partió en varios filosos pedacitos. Mi delicioso frappé terminó regado en la mesa ensuciando todo cuanto encontró a su paso, el mantel, la canasta de pan, el desayuno, mi ropa, la de mi familia y a Trufa. Los cinco minutos de gozo que hubiera vivido disfrutando mi licuado, fueron usurpados por 15 minutos de ardua limpieza en la cocina.
Más tarde salimos a pasear a una plaza comercial en donde pedí que lavaran mi carro. Ni la más efectiva danza de invocación a la lluvia es más rápida y eficaz que lavar mi auto. Las nubes más oscuras siempre se aglomeran sobre mi vehículo y dejan caer una gorda tormenta, al tiempo que los coches vecinos me acribillan con lodo. Sabedor de mi estigma, antes de lavarlo había consultado el pronóstico del tiempo en mi celular y la lluvia estaba anunciada para la noche. El clima conspiró contra mí.
Todos hemos sentido alguna vez que cuando las cosas no están saliendo bien es que la celebérrima Ley de Murphy está operando en nuestra contra y es la causante de nuestro infortunio.
Expresada en muy pocas palabras, esta ley dice que si algo tiene la posibilidad de salir mal, saldrá mal.
Una versión más radical afirma que si las cosas tienen el riesgo de salir mal, lo harán de la peor manera y en el peor momento posible.
Es atribuida a Edward A. Murphy Jr., un ingeniero que trabajó para la Fuerza Aérea de los Estados Unidos a finales de los años cuarenta haciendo pruebas con cohetes sobre rieles. Se dice que el ingeniero Murphy, al fracasar un experimento que había realizado con dichos cohetes, fincó la responsabilidad del fallo en uno de sus ayudantes -como solemos hacerlo todos cuando metemos la pata- afirmando que “si alguien tiene la posibilidad de cometer un error, lo cometerá”. Esta simplísima afirmación cundió entre sus allegados y luego trascendió, dando lugar a una filosofía un tanto socarrona. Esta ley se ha ido expandiendo y pasó de los terrenos de la ciencia a todas las áreas de la vida cotidiana.
Algunas de las leyes que se han desprendido de la original son del tipo:
- El pan tostado siempre cae del lado de la mantequilla.
- La otra fila siempre es más rápida.
- Cuando tienes que abrir una puerta con la única mano que tienes desocupada, la llave siempre está en el bolsillo opuesto.
En los dos pequeños eventos que me acontecieron ayer estuvo involucrado mi celular y eso me inspiró a añadir a la lista de enunciados que existe en torno a la Ley de Murphy algunas relacionadas con la tecnología que usamos todos los días. Aquí unas cuantas:
- Todo objeto que pueda romperse se caerá. Tu celular no es la excepción.
- Tu teléfono celular siempre caerá del lado de la pantalla.
- Cualquier esfuerzo para atrapar el celular en caída libre provoca más destrucción que si lo dejáramos caer naturalmente.
- La dificultad para encontrar el teléfono en el bolso cuando suena es directamente proporcional a la urgencia de la llamada.
- Contestarás el celular justo a tiempo para escuchar cómo cuelgan.
- Los semáforos en rojo duran una eternidad pero nunca duran la suficiente para escribir y enviar un mensaje en el celular.
- El corrector ortográfico hará que cometamos el peor error y con la persona menos indicada.
- Te darás cuenta que enviaste el mensaje a la persona equivocada medio segundo después de haberlo enviado.
- Eso que guardaste en tu computadora durante años sin usarlo, lo necesitarás al día siguiente de haberlo eliminado permanentemente.
- Los seguros de protección de tu celular lo cubren todo, excepto lo que sucede.
- Tu disco duro se dañará justo cuando pensabas respaldarlo.
- Si el emoticón del pulgar hacia arriba está junto al del dedo grosero, y tu interlocutor en el Whatsapp es alguien de todo tu respeto, te equivocarás y le enviarás éste último.
Más allá de chacotas, decir que las cosas que puedan salir mal, saldrán mal, es, por donde se le vea, un parapeto para pesimistas tras el cual podemos excusarnos de la descomunal cantidad de idioteces que cometemos (los que las cometemos, si usted no las comete, perdone la generalización). Valdría la pena ponernos a pensar si el verdadero valor de la Ley de Murphy es poder desafiarla en nuestro quehacer diario y provocar que las cosas salgan bien. A menos que Murphy disponga otra cosa.
@jmportillo
Los eufemismos
Para qué decir las cosas como son si podemos hablar con eufemismos? El eufemismo es una expresión más decorosa y aceptable que sustituye a otra que puede resultar fuerte, de mal gusto u ofensiva. Nuestro vocabulario está lleno de términos eufemísticos y muchas veces los usamos sin siquiera recordar la expresión que le dio origen.
Algunos eufemismos encubren realidades sociales a las que es mejor no llamarles por su nombre. Por ejemplo, se habla de “países en vías de desarrollo” para referirse a países donde los sueldos de la mayoría no alcanzan, pero que ahí la llevan. En estos países los gobiernos le piden sin tapujos a los “menos favorecidos” -los pobres de ayer, hoy y siempre- que durante “la crisis económica” -el estado permanente de las cosas- “se aprieten el cinturón”, es decir, que le hagan como puedan y coman lo que haya. Cuando hay despidos de trabajadores se dice que es un “recorte estratégico de la plantilla laboral” y cuando hay un gasolinazo se habla de un “ajuste al precio del combustible”.
Los noticieros son un catálogo de términos eufemísticos. En ellos se habla del “presunto responsable de un crimen” cuando se encontró al sujeto con el cuchillo en la mano y el cuerpo del “hoy occiso” -el muertito- a un lado. Se dice “conflicto armado” por guerra, “privación ilegal de la libertad” por secuestro y “centro de readaptación social” por cárcel, cuando sabemos que todo puede suceder en esos sitios menos readaptarse socialmente.
Otros eufemismos son los que conocemos como términos políticamente correctos y que se usan para no ofender a las personas a las que hacen referencia. Aquí un breve listado:
Personas con discapacidad. Antes se hablaba de un ciego, un inválido, un cojo o un manco con el mayor desparpajo. Ahora esas expresiones rayan en lo insultante y es mejor no usarlas, so pena de sufrir un buen jalón de orejas. A menos que usted haya nacido con una malformación llamada Anotia y le falten las orejas, en cuyo caso usted podría padecer sordera o, dicho con más propiedad, “pérdida bilateral de la audición”.
Mujer de la vida galante. También se le puede llamar mujer de la calle o sexo servidora. La palabra puta pasó radicalmente del vocabulario laboral al de las ofensas, con dedicación especial a las hermanas y a las progenitoras, para no decir madres, que en este contexto también suena fuerte.
Adulto en plenitud. Hablar de viejitos o ancianos ya no es lo de hoy, es mejor hablar de personas de la tercera edad o adultos mayores. Ya entrados en eufemismos, también podríamos llamarles personas con juventud acumulada.
Afroamericano. Este es el término políticamente correcto por antonomasia. Cualquiera que llame negro a un individuo de sangre africana es tildado de racista y correrá con una suerte negra.
Es condición sine qua non que el sujeto al que se designa con este apelativo tiene que haber nacido en América, de no ser así podría tratarse de un afroeuropeo, afroaustraliano, afroasiático o afroafricano.
Empleada doméstica. Se usa en lugar de sirvienta. La polémica viene de la idea de que esta palabra hace referencia a quien sirve a personas de mayor jerarquía y por ello tiene un tufo a clasismo que es inapropiado en los tiempos modernos. Otras formas alusivas son “chacha”, “criada” y “fámula”. Aún se pueden ver anuncios de empleo que dicen “Se solicita sirvienta” y, que yo sepa, las chicas que acuden al llamado no se dan por ofendidas.
Esta palabra me hizo recordar a una “doméstica” que trabajó con nosotros y tenía “el hábito indebido de adjudicarse a discreción insumos de propiedad privada para hacer usufructo potestativo”, es decir, tenía la maldita costumbre de robarnos todo cuanto se le antojaba: servilletas, papel de baño, jabón, toallas, azúcar, para sacarle provecho en su casa. Cuando le demostramos que estábamos al tanto de sus tropelías y le pedimos su renuncia, la “azafata del hogar” respondió con una demanda y nos despojó de una suma que se convirtió en una resta para nuestra economía y que ya no quiero recordar.
En las relaciones interpersonales también hacemos uso de una extensa variedad de eufemismos. Cuando decidimos terminar una relación solemos recurrir al clásico “creo que nuestro ciclo ha llegado a su fin” y lo justificamos con un “no eres tú, soy yo”, por no decir que ya estamos hasta el gorro.
La lista es muy larga y todos echamos mano de ella llegado el caso. Hay eufemismos para toda ocasión. Por ejemplo, se me vino a la mente uno que usamos todos diariamente y que en este momento es muy oportuno: “voy a hacer pipí”. Con permiso.
@jmportillo
Algunos eufemismos encubren realidades sociales a las que es mejor no llamarles por su nombre. Por ejemplo, se habla de “países en vías de desarrollo” para referirse a países donde los sueldos de la mayoría no alcanzan, pero que ahí la llevan. En estos países los gobiernos le piden sin tapujos a los “menos favorecidos” -los pobres de ayer, hoy y siempre- que durante “la crisis económica” -el estado permanente de las cosas- “se aprieten el cinturón”, es decir, que le hagan como puedan y coman lo que haya. Cuando hay despidos de trabajadores se dice que es un “recorte estratégico de la plantilla laboral” y cuando hay un gasolinazo se habla de un “ajuste al precio del combustible”.
Los noticieros son un catálogo de términos eufemísticos. En ellos se habla del “presunto responsable de un crimen” cuando se encontró al sujeto con el cuchillo en la mano y el cuerpo del “hoy occiso” -el muertito- a un lado. Se dice “conflicto armado” por guerra, “privación ilegal de la libertad” por secuestro y “centro de readaptación social” por cárcel, cuando sabemos que todo puede suceder en esos sitios menos readaptarse socialmente.
Otros eufemismos son los que conocemos como términos políticamente correctos y que se usan para no ofender a las personas a las que hacen referencia. Aquí un breve listado:
Personas con discapacidad. Antes se hablaba de un ciego, un inválido, un cojo o un manco con el mayor desparpajo. Ahora esas expresiones rayan en lo insultante y es mejor no usarlas, so pena de sufrir un buen jalón de orejas. A menos que usted haya nacido con una malformación llamada Anotia y le falten las orejas, en cuyo caso usted podría padecer sordera o, dicho con más propiedad, “pérdida bilateral de la audición”.
Mujer de la vida galante. También se le puede llamar mujer de la calle o sexo servidora. La palabra puta pasó radicalmente del vocabulario laboral al de las ofensas, con dedicación especial a las hermanas y a las progenitoras, para no decir madres, que en este contexto también suena fuerte.
Adulto en plenitud. Hablar de viejitos o ancianos ya no es lo de hoy, es mejor hablar de personas de la tercera edad o adultos mayores. Ya entrados en eufemismos, también podríamos llamarles personas con juventud acumulada.
Afroamericano. Este es el término políticamente correcto por antonomasia. Cualquiera que llame negro a un individuo de sangre africana es tildado de racista y correrá con una suerte negra.
Es condición sine qua non que el sujeto al que se designa con este apelativo tiene que haber nacido en América, de no ser así podría tratarse de un afroeuropeo, afroaustraliano, afroasiático o afroafricano.
Empleada doméstica. Se usa en lugar de sirvienta. La polémica viene de la idea de que esta palabra hace referencia a quien sirve a personas de mayor jerarquía y por ello tiene un tufo a clasismo que es inapropiado en los tiempos modernos. Otras formas alusivas son “chacha”, “criada” y “fámula”. Aún se pueden ver anuncios de empleo que dicen “Se solicita sirvienta” y, que yo sepa, las chicas que acuden al llamado no se dan por ofendidas.
Esta palabra me hizo recordar a una “doméstica” que trabajó con nosotros y tenía “el hábito indebido de adjudicarse a discreción insumos de propiedad privada para hacer usufructo potestativo”, es decir, tenía la maldita costumbre de robarnos todo cuanto se le antojaba: servilletas, papel de baño, jabón, toallas, azúcar, para sacarle provecho en su casa. Cuando le demostramos que estábamos al tanto de sus tropelías y le pedimos su renuncia, la “azafata del hogar” respondió con una demanda y nos despojó de una suma que se convirtió en una resta para nuestra economía y que ya no quiero recordar.
En las relaciones interpersonales también hacemos uso de una extensa variedad de eufemismos. Cuando decidimos terminar una relación solemos recurrir al clásico “creo que nuestro ciclo ha llegado a su fin” y lo justificamos con un “no eres tú, soy yo”, por no decir que ya estamos hasta el gorro.
La lista es muy larga y todos echamos mano de ella llegado el caso. Hay eufemismos para toda ocasión. Por ejemplo, se me vino a la mente uno que usamos todos diariamente y que en este momento es muy oportuno: “voy a hacer pipí”. Con permiso.
@jmportillo
¿Gourmet o tragón?
En la actualidad encontramos lo gourmet hasta en la sopa, valga la obviedad. Los supermercados ahora tienen anaqueles llenos de productos gourmet con marcas de alimentos conocidas que han creado su línea gourmet de lo mismo que han vendido toda la vida. Por la calle vemos pizzas, tacos y hasta elotes gourmet. ¿Nos estamos volviendo más conocedores de la buena comida o se trata más bien de un concepto de moda para vender más?
Si nos remitimos al diccionario de la RAE veremos que el sustantivo gourmet, de origen francés, se usa para referirse a alguien que gusta de paladear platillos exquisitos. Hasta aquí el terminajo suena congruente conmigo y con todos -o casi todos- mis conocidos. ¿A quién de ustedes no le gusta saborear un bocado delicioso? Trátese de una garnacha, una pasta, una ensalada o un trozo de animal -con cuernos, plumas o escamas-, a todos nos agrada que esté bien elaborado y que tenga buen sabor. ¿Eso es ser gourmet?
Yo me confieso simplemente un devoto de la comida, de corazón y tripa. Mi afición por mover el bigote es bien conocida entre mi círculo de amigos y me ha hecho acreedor a una reputación de glotón y antojadizo.
Mi apetito entusiasta y mi gozo por comer me han acompañado desde mi más tierna infancia. Mi mamá me contaba que siendo yo un bebé de brazos, llegado el momento de comer, se activaba mi sistema de alarma con un llanto tan repentino y estrepitoso que la pobre tenía que enchufarme el biberón en el tiempo más breve posible para evitar que su bodoque pasara de angelito a demonio de los infiernos. Mientras comía, una sonrisa se me dibujaba y mis ojitos se ponían en blanco en un rictus de éxtasis casi pecaminoso.
Al principio era solo elemental apetito y con los años se fue tornando en curiosidad por probar nuevos sabores y texturas. De niño nunca le hice el fuchi a las frutas ni a las verduras. Tampoco me asustaba un pescado frito entero que parecía verme con resignación desde el plato, es más, yo empezaba por comerme sus aletas y su cola porque me encantaba su crujiente sabor. Lo que a mis amigos de la infancia les causaba repugnancia, a mí me provocaba un interés gastronómico: el bofe, los riñones, la cabeza, el hígado y otras partes contenidas en el tratado de anatomía veterinaria.
Con el tiempo estos gustos van encontrando formas de expresión y uno va buscando sitios donde comer lo mejor posible, nuevos platillos para experimentar, se hacen viajes para conocer la cocina de la región -turismo gastronómico que le llaman- y procuramos conocer gente afín en estas lides.
Pero hay que tener cuidado. Uno de los problemas de este hobby es que conlleva el riesgo de, no sólo querer comer rico, sino acostumbrarse a hacerlo en abundancia. De adolescente podía cenar dos o tres veces con el mismo fervor, una para ver mi programa de tele favorito, otra para acompañar a mi papá y la tercera por placer. Cuando salía a cenar a los tacos, mis compañeros comensales trababan apuestas para adivinar cuantos tacos me empacaría. Me distinguía por comer como si no hubiera un mañana.
Sin embargo el cuerpo es sabio y se da sus mañas para disuadirte de seguir por el camino de la desmesura alimenticia: unos kilitos por aquí, una buena gastritis por acá, un poco de colesterol más allá, y otro tanto ácido úrico acullá empiezan a hacer su aparición. Todos estos desajustes se vuelven muy buenas razones para, sin perder el gusto por la buena comida, poner un poco de orden en los hábitos nutricionales.
Volviendo a la palabra gourmet, si indagamos un poco más en ella, descubriremos que más allá de solo aludir a alguien con un buen gusto para comer, su significado encierra densos aires de refinamiento, sofisticación y exquisitez. Y ahí es donde el asunto se empieza a poner pedante, o petulante, para no dar lugar a malas interpretaciones hablando del hecho de comer. Una cosa es saber cuando la sopa está exquisita y otra muy distinta es que los exquisitos pretendamos ser nosotros. Por eso yo prefiero que mis amigos me llamen simplemente tragón. O, como diría nuestro amigo Arturo Rojo de la Torre, tragón pero fino.
@jmportillo
Si nos remitimos al diccionario de la RAE veremos que el sustantivo gourmet, de origen francés, se usa para referirse a alguien que gusta de paladear platillos exquisitos. Hasta aquí el terminajo suena congruente conmigo y con todos -o casi todos- mis conocidos. ¿A quién de ustedes no le gusta saborear un bocado delicioso? Trátese de una garnacha, una pasta, una ensalada o un trozo de animal -con cuernos, plumas o escamas-, a todos nos agrada que esté bien elaborado y que tenga buen sabor. ¿Eso es ser gourmet?
Yo me confieso simplemente un devoto de la comida, de corazón y tripa. Mi afición por mover el bigote es bien conocida entre mi círculo de amigos y me ha hecho acreedor a una reputación de glotón y antojadizo.
Mi apetito entusiasta y mi gozo por comer me han acompañado desde mi más tierna infancia. Mi mamá me contaba que siendo yo un bebé de brazos, llegado el momento de comer, se activaba mi sistema de alarma con un llanto tan repentino y estrepitoso que la pobre tenía que enchufarme el biberón en el tiempo más breve posible para evitar que su bodoque pasara de angelito a demonio de los infiernos. Mientras comía, una sonrisa se me dibujaba y mis ojitos se ponían en blanco en un rictus de éxtasis casi pecaminoso.
Al principio era solo elemental apetito y con los años se fue tornando en curiosidad por probar nuevos sabores y texturas. De niño nunca le hice el fuchi a las frutas ni a las verduras. Tampoco me asustaba un pescado frito entero que parecía verme con resignación desde el plato, es más, yo empezaba por comerme sus aletas y su cola porque me encantaba su crujiente sabor. Lo que a mis amigos de la infancia les causaba repugnancia, a mí me provocaba un interés gastronómico: el bofe, los riñones, la cabeza, el hígado y otras partes contenidas en el tratado de anatomía veterinaria.
Con el tiempo estos gustos van encontrando formas de expresión y uno va buscando sitios donde comer lo mejor posible, nuevos platillos para experimentar, se hacen viajes para conocer la cocina de la región -turismo gastronómico que le llaman- y procuramos conocer gente afín en estas lides.
Pero hay que tener cuidado. Uno de los problemas de este hobby es que conlleva el riesgo de, no sólo querer comer rico, sino acostumbrarse a hacerlo en abundancia. De adolescente podía cenar dos o tres veces con el mismo fervor, una para ver mi programa de tele favorito, otra para acompañar a mi papá y la tercera por placer. Cuando salía a cenar a los tacos, mis compañeros comensales trababan apuestas para adivinar cuantos tacos me empacaría. Me distinguía por comer como si no hubiera un mañana.
Sin embargo el cuerpo es sabio y se da sus mañas para disuadirte de seguir por el camino de la desmesura alimenticia: unos kilitos por aquí, una buena gastritis por acá, un poco de colesterol más allá, y otro tanto ácido úrico acullá empiezan a hacer su aparición. Todos estos desajustes se vuelven muy buenas razones para, sin perder el gusto por la buena comida, poner un poco de orden en los hábitos nutricionales.
Volviendo a la palabra gourmet, si indagamos un poco más en ella, descubriremos que más allá de solo aludir a alguien con un buen gusto para comer, su significado encierra densos aires de refinamiento, sofisticación y exquisitez. Y ahí es donde el asunto se empieza a poner pedante, o petulante, para no dar lugar a malas interpretaciones hablando del hecho de comer. Una cosa es saber cuando la sopa está exquisita y otra muy distinta es que los exquisitos pretendamos ser nosotros. Por eso yo prefiero que mis amigos me llamen simplemente tragón. O, como diría nuestro amigo Arturo Rojo de la Torre, tragón pero fino.
@jmportillo
Lo que Facebook se llevó
Últimamente he recibido en Facebook, por parte de algunos de mis amigos virtuales, varias de esas declaraciones de privacidad en las que el usuario le prohíbe tajantemente a esta red social que use sus datos personales, así como los contenidos compartidos en sus muros (textos y todo tipo de imágenes como fotografías, videos, viñetas) y evitar así que esa empresa los aproveche con vaya usted a saber qué mezquinos y siniestros fines. Dichas declaraciones generalmente van precedidas por una frase de brutal contundencia por parte de quien la publica, como ésta: “Aquí les dejo esto por si acaso…”.
Certeza tengo de que usted, lector informado, no ha caído en la tentación de copiar y pegar en su muro ninguno de estos mensajes, pero seguramente el vecino del primo de uno de sus amigos sí lo ha hecho “por si las dudas”, esperando que con ello la integridad de sus datos y la de sus derechos de autor queden en estado virginal. Si lo conoce, hágale saber que cayó en la trampa, perdió su tiempo y más de alguno de sus contactos se rió de él. Claro, dígaselo con tacto y todo el respeto.
Existen varias versiones de estos manifiestos, aquí una de ellas:
A partir de hoy 28 de junio, 2016, no doy a Facebook o las entidades asociadas a Facebook permiso para usar mis imágenes, información o publicaciones, tanto del pasado y el futuro. Por esta declaración, doy aviso a Facebook que está estrictamente prohibido divulgar, copiar, distribuir o tomar cualquier otra acción contra mí en base a este perfil y / o su contenido. El contenido de este perfil es información privada y confidencial. La violación de privacidad puede ser castigada por la ley (UCC 1-308-1 1 308-103 y el estatuto de Roma).
Nota: Facebook es ahora una entidad pública. Todos los miembros deben publicar una nota como ésta. Si lo prefiere, puede copiar y pegar esta versión. Si no publica una declaración al menos una vez, estará tácticamente permitiendo el uso de sus fotos, así como la información contenida en las actualizaciones de estado de perfil. No compartir. ¡Tiene que copiar y pegar!”
En este texto los celosos usuarios se declaran propietarios intelectuales de todo lo que publican, incluidos, supongo, los memes, gifs y chistoretes que han copiado a libre demanda de los muros de otras personas, que a su vez lo han tomado prestado sin permiso de alguien más, que a su vez lo birlaron de otro…. y así.
Para que la cosa tenga pinta legal, en estos mensajes se citan leyes y acuerdos internacionales como el Estatuto de Roma. Una verdadera vacilada de secundaria. Si buscamos en Google, este estatuto se refiere a un acuerdo entre naciones para castigar los delitos de lesa humanidad. Con una foto mía podré matar del susto a más de uno pero eso no califica como genocidio.
¿En verdad, cuando publicamos estas declaratorias, creemos que Facebook desea apropiarse de nuestras **selfies? ¿Para qué? ¿Para usarnos en calidad de top models en alguna campaña publicitaria? ¿o para imprimirla y lucirla en alguna pared de la casa de Mark Zuckerberg?
Lo gracioso es que los desconfiados internautas que pegan este mensaje con el fin de resguardar su privacidad, son los mismos que nos enteran a todos de cada paso que dan durante el día, desde que despegan el ojo por la mañana, sus logros en el gym, su traslado a la oficina, cuando están comiendo algo delicioso, las gracias que hacen sus mascotas, sus tormentosas cuitas sentimentales (las de ellos, no las de sus mascotas), la peli que están a punto de ver y hasta cuando van a hacer pis.
En realidad, a Facebook, en el momento en que abrimos una cuenta, le estamos otorgando datos personales básicos y con el uso diario le proporcionamos información sobre nuestras preferencias y hábitos de consumo que ellos usarán, no para adueñarse de nuestras vidas, sino para sugerirnos productos y servicios. No hay que olvidar que Facebook es un servicio gratuito para el usuario y su negocio es vender publicidad. Es algo muy parecido a lo que hace Google cada vez que lo utilizamos para hacer búsquedas: aprender de nosotros y almacenar esos datos para luego vendernos lo que consideran puede ser de nuestro interés. Y también lo que no. Con el tiempo, este tipo de servicios inteligentes terminan siendo más inteligentes que nosotros y saben más de nuestros gustos que nosotros mismos.
Cuando publicamos una declaración como ésta no le estamos prohibiendo absolutamente nada a esta empresa porque los derechos legales sobre el material están cabalmente regulados en la Política de Privacidad de Facebook (https://www.facebook.com/policies), ésa que ni usted ni yo leímos cuando abrimos nuestras cuentas y que aceptamos sin remilgos.
Si a usted le preocupa el alcance de divulgación de lo que publica, vaya a la sección de privacidad de su cuenta, en el ícono con forma de candado, y haga los ajustes de privacidad necesarios. Ahí puede determinar si sus mensajes pueden ser vistos por todo el mundo, sus amigos, algunos de ellos o solo usted. Créame, sí funciona.
Si al vecino del primo de su amigo le quita el sueño lo que Facebook haga con su información y no está de acuerdo con sus políticas, hágale saber que no es necesario que copie y pegue en su muro este tipo de mensajes inútiles. Lo mejor y más efectivo para dejar de sentir que lo que Facebook se llevó fue su privacidad es que deje de divulgar su vida en esta red social. El mundo extrañará el minuto a minuto al que le tenía acostumbrado pero él vivirá más tranquilo.
@jmportillo
Certeza tengo de que usted, lector informado, no ha caído en la tentación de copiar y pegar en su muro ninguno de estos mensajes, pero seguramente el vecino del primo de uno de sus amigos sí lo ha hecho “por si las dudas”, esperando que con ello la integridad de sus datos y la de sus derechos de autor queden en estado virginal. Si lo conoce, hágale saber que cayó en la trampa, perdió su tiempo y más de alguno de sus contactos se rió de él. Claro, dígaselo con tacto y todo el respeto.
Existen varias versiones de estos manifiestos, aquí una de ellas:
A partir de hoy 28 de junio, 2016, no doy a Facebook o las entidades asociadas a Facebook permiso para usar mis imágenes, información o publicaciones, tanto del pasado y el futuro. Por esta declaración, doy aviso a Facebook que está estrictamente prohibido divulgar, copiar, distribuir o tomar cualquier otra acción contra mí en base a este perfil y / o su contenido. El contenido de este perfil es información privada y confidencial. La violación de privacidad puede ser castigada por la ley (UCC 1-308-1 1 308-103 y el estatuto de Roma).
Nota: Facebook es ahora una entidad pública. Todos los miembros deben publicar una nota como ésta. Si lo prefiere, puede copiar y pegar esta versión. Si no publica una declaración al menos una vez, estará tácticamente permitiendo el uso de sus fotos, así como la información contenida en las actualizaciones de estado de perfil. No compartir. ¡Tiene que copiar y pegar!”
En este texto los celosos usuarios se declaran propietarios intelectuales de todo lo que publican, incluidos, supongo, los memes, gifs y chistoretes que han copiado a libre demanda de los muros de otras personas, que a su vez lo han tomado prestado sin permiso de alguien más, que a su vez lo birlaron de otro…. y así.
Para que la cosa tenga pinta legal, en estos mensajes se citan leyes y acuerdos internacionales como el Estatuto de Roma. Una verdadera vacilada de secundaria. Si buscamos en Google, este estatuto se refiere a un acuerdo entre naciones para castigar los delitos de lesa humanidad. Con una foto mía podré matar del susto a más de uno pero eso no califica como genocidio.
¿En verdad, cuando publicamos estas declaratorias, creemos que Facebook desea apropiarse de nuestras **selfies? ¿Para qué? ¿Para usarnos en calidad de top models en alguna campaña publicitaria? ¿o para imprimirla y lucirla en alguna pared de la casa de Mark Zuckerberg?
Lo gracioso es que los desconfiados internautas que pegan este mensaje con el fin de resguardar su privacidad, son los mismos que nos enteran a todos de cada paso que dan durante el día, desde que despegan el ojo por la mañana, sus logros en el gym, su traslado a la oficina, cuando están comiendo algo delicioso, las gracias que hacen sus mascotas, sus tormentosas cuitas sentimentales (las de ellos, no las de sus mascotas), la peli que están a punto de ver y hasta cuando van a hacer pis.
En realidad, a Facebook, en el momento en que abrimos una cuenta, le estamos otorgando datos personales básicos y con el uso diario le proporcionamos información sobre nuestras preferencias y hábitos de consumo que ellos usarán, no para adueñarse de nuestras vidas, sino para sugerirnos productos y servicios. No hay que olvidar que Facebook es un servicio gratuito para el usuario y su negocio es vender publicidad. Es algo muy parecido a lo que hace Google cada vez que lo utilizamos para hacer búsquedas: aprender de nosotros y almacenar esos datos para luego vendernos lo que consideran puede ser de nuestro interés. Y también lo que no. Con el tiempo, este tipo de servicios inteligentes terminan siendo más inteligentes que nosotros y saben más de nuestros gustos que nosotros mismos.
Cuando publicamos una declaración como ésta no le estamos prohibiendo absolutamente nada a esta empresa porque los derechos legales sobre el material están cabalmente regulados en la Política de Privacidad de Facebook (https://www.facebook.com/policies), ésa que ni usted ni yo leímos cuando abrimos nuestras cuentas y que aceptamos sin remilgos.
Si a usted le preocupa el alcance de divulgación de lo que publica, vaya a la sección de privacidad de su cuenta, en el ícono con forma de candado, y haga los ajustes de privacidad necesarios. Ahí puede determinar si sus mensajes pueden ser vistos por todo el mundo, sus amigos, algunos de ellos o solo usted. Créame, sí funciona.
Si al vecino del primo de su amigo le quita el sueño lo que Facebook haga con su información y no está de acuerdo con sus políticas, hágale saber que no es necesario que copie y pegue en su muro este tipo de mensajes inútiles. Lo mejor y más efectivo para dejar de sentir que lo que Facebook se llevó fue su privacidad es que deje de divulgar su vida en esta red social. El mundo extrañará el minuto a minuto al que le tenía acostumbrado pero él vivirá más tranquilo.
@jmportillo
Futbol y más futbol
En el futbol actual hay más copas y ligas que en cualquier departamento de lencería. Además de no perder detalle de los torneos locales -la Liga MX y la de Ascenso- en México solemos chutarnos (aquí sí muy apropiadamente empleado el verbo) la Concachampions, la Copa Libertadores, la Copa de Oro, el futbol español, la Copa del Rey, la Champions League, la Bundesleague y las que la tele proponga y disponga.
Me asombra la capacidad del futbol para mover masas, dinero y pasiones de la forma en que lo hace.
Dicen que el futbol es como una religión y esta analogía es muy certera por la manera en que este deporte congrega el entusiasmo y la fe de millones de personas en torno a un equipo que cambia constantemente de integrantes y directivos -y hasta de nombre y colores- y puede hacer que sus adeptos crean que la felicidad se mide en goles. Al igual que en las religiones, en el futbol se piensa que los simpatizantes de los equipos contrarios son herejes que viven en el error y merecen el escarnio popular con un buen ¡eeeeeeeeh… putoooooooo!
Cada quien tiene su percepción del futbol y su modo de vivirlo. Entre mis amigos hay unos cuantos moderados que lo viven como una forma de entretenimiento de fin de semana y pretexto para la vida social. Se reúnen con sus amistades a ver un buen partido, o lo que resulte, con ganas de disfrutar el momento pero sin apasionamientos. En cambio otros, los más, lo viven con furor, gritan jubilosos o coléricos, según le vaya bien o mal al equipo y se desgañitan desde su asiento lanzando sabias indicaciones técnicas al jugador o al entrenador, a quien no bajan de orate. Por cierto, es curioso que después de una temporada desastrosa los directores técnicos son obligados a renunciar por ineptos e incapaces y, no obstante ello, la semana siguiente son contratados por otros equipos como los mejores y más experimentados estrategas. Unos verdaderos mesías de dudoso pasado.
Conozco personas cuyo fervor futbolero es tan intenso que su estado anímico no está regido por su situación sentimental, laboral o económica sino por el sitio que ocupen las Chivas, el América o el Cruz Azul en la tabla de posiciones del torneo en curso.
¿Por qué adorar a un equipo conformado por un puñado de jugadores que ni siquiera conocemos? ¿Por qué sufrir, llorar y gozar con lo que sucede en las entretelas de un equipo como si nosotros fuéramos los dueños del equipo y nuestro patrimonio estuviera en juego?
Las razones por las que le puedes ir a un equipo tienen orígenes variados y, según he podido observar, muchas veces no tienen mucho que ver con que el club tenga un prestigio triunfador o una avasalladora carrera de copas ganadas. Los motivos son más circunstanciales y hasta caprichosos: bien porque es el equipo de la localidad, bien porque mi papá y mis hermanos siempre le han ido, o porque me dio la gana. Yo, que solo soy un villamelón de tercera, me conduzco con desparpajada mezquindad. Le voy al equipo al que haya que irle según las circunstancias. Por ejemplo, si juega al Atlas y estoy con mis amigos atlistas, la prudencia me dice que el pellejo es primero y durante el partido me comporto como uno de ellos, incluso celebro exultante alguna jugada brillante o un gol a favor. Lo mismo hago si me encuentro con algún o algunos Chivas de corazón viendo un partido de este equipo. Cuando se presenta la ocasión de un clásico entre ambas escuadras y alguien me pregunta que a cuál de las dos le voy, siempre respondo que al Chitlas, que es una fusión de Chivas y Atlas. Llámenme convenenciero, lo acepto sin pudor, pero de esa manera aumento las posibilidades de que al final alguno de mis equipos me dé la satisfacción de ganar. Aunque siempre existe la posibilidad de que el partido termine en un narcótico empate.
Cuando veo escenas de gente llorando por la derrota de su equipo, fanáticos repartiendo moquetes a la porra rival o, el colmo, lanzándose con rabia perruna sobre el árbitro, el entrenador o algún jugador despistado, me pregunto en qué momento de la evolución humana apareció un balón rupestre en nuestro camino y empezamos a creer que el sentido filosófico de nuestra existencia era tundirlo a patadas.
El fut es bonito, me gusta, disfruto los mundiales de cada 4 años, pero lo que pase fuera de ese contexto realmente no afecta mi estado de ánimo. Excepto cuando el equipo mexicano se juega su tambaleante reputación y la pierde frente a Chile en un estrepitoso 7 a 0. Eso sí me enoja.
Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
Me asombra la capacidad del futbol para mover masas, dinero y pasiones de la forma en que lo hace.
Dicen que el futbol es como una religión y esta analogía es muy certera por la manera en que este deporte congrega el entusiasmo y la fe de millones de personas en torno a un equipo que cambia constantemente de integrantes y directivos -y hasta de nombre y colores- y puede hacer que sus adeptos crean que la felicidad se mide en goles. Al igual que en las religiones, en el futbol se piensa que los simpatizantes de los equipos contrarios son herejes que viven en el error y merecen el escarnio popular con un buen ¡eeeeeeeeh… putoooooooo!
Cada quien tiene su percepción del futbol y su modo de vivirlo. Entre mis amigos hay unos cuantos moderados que lo viven como una forma de entretenimiento de fin de semana y pretexto para la vida social. Se reúnen con sus amistades a ver un buen partido, o lo que resulte, con ganas de disfrutar el momento pero sin apasionamientos. En cambio otros, los más, lo viven con furor, gritan jubilosos o coléricos, según le vaya bien o mal al equipo y se desgañitan desde su asiento lanzando sabias indicaciones técnicas al jugador o al entrenador, a quien no bajan de orate. Por cierto, es curioso que después de una temporada desastrosa los directores técnicos son obligados a renunciar por ineptos e incapaces y, no obstante ello, la semana siguiente son contratados por otros equipos como los mejores y más experimentados estrategas. Unos verdaderos mesías de dudoso pasado.
Conozco personas cuyo fervor futbolero es tan intenso que su estado anímico no está regido por su situación sentimental, laboral o económica sino por el sitio que ocupen las Chivas, el América o el Cruz Azul en la tabla de posiciones del torneo en curso.
¿Por qué adorar a un equipo conformado por un puñado de jugadores que ni siquiera conocemos? ¿Por qué sufrir, llorar y gozar con lo que sucede en las entretelas de un equipo como si nosotros fuéramos los dueños del equipo y nuestro patrimonio estuviera en juego?
Las razones por las que le puedes ir a un equipo tienen orígenes variados y, según he podido observar, muchas veces no tienen mucho que ver con que el club tenga un prestigio triunfador o una avasalladora carrera de copas ganadas. Los motivos son más circunstanciales y hasta caprichosos: bien porque es el equipo de la localidad, bien porque mi papá y mis hermanos siempre le han ido, o porque me dio la gana. Yo, que solo soy un villamelón de tercera, me conduzco con desparpajada mezquindad. Le voy al equipo al que haya que irle según las circunstancias. Por ejemplo, si juega al Atlas y estoy con mis amigos atlistas, la prudencia me dice que el pellejo es primero y durante el partido me comporto como uno de ellos, incluso celebro exultante alguna jugada brillante o un gol a favor. Lo mismo hago si me encuentro con algún o algunos Chivas de corazón viendo un partido de este equipo. Cuando se presenta la ocasión de un clásico entre ambas escuadras y alguien me pregunta que a cuál de las dos le voy, siempre respondo que al Chitlas, que es una fusión de Chivas y Atlas. Llámenme convenenciero, lo acepto sin pudor, pero de esa manera aumento las posibilidades de que al final alguno de mis equipos me dé la satisfacción de ganar. Aunque siempre existe la posibilidad de que el partido termine en un narcótico empate.
Cuando veo escenas de gente llorando por la derrota de su equipo, fanáticos repartiendo moquetes a la porra rival o, el colmo, lanzándose con rabia perruna sobre el árbitro, el entrenador o algún jugador despistado, me pregunto en qué momento de la evolución humana apareció un balón rupestre en nuestro camino y empezamos a creer que el sentido filosófico de nuestra existencia era tundirlo a patadas.
El fut es bonito, me gusta, disfruto los mundiales de cada 4 años, pero lo que pase fuera de ese contexto realmente no afecta mi estado de ánimo. Excepto cuando el equipo mexicano se juega su tambaleante reputación y la pierde frente a Chile en un estrepitoso 7 a 0. Eso sí me enoja.
Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
Papás Modernos
El Día del Padre se acerca. Es un día para que los hijos reconozcan a sus padres de la misma forma en que sus padres los reconocieron a ellos. Porque, y no es por intrigar, sé de casos de algunos presuntos progenitores -amigos y parientes míos- que no admitieron la presunta paternidad del bodoque. Y también sé de otros presuntos papás que han asumido la autoría material de niños que, si bien salieron del vientre de su esposa, tienen la mismita cara del jefe, la vívida sonrisa del vecino o las orejas prominentes del compadre.
Los padres de ahora ya no somos como los de antes. El rol paterno ha ido evolucionando de una manera insospechada. Antaño, los cánones del buen papá estipulaban que su responsabilidad primordial, y casi única, era trabajar las horas que fueran necesarias para conseguir el sustento de la madre y los hijos. Su injerencia en la educación estaba bastante acotada por el tiempo que podía pasar con sus retoños. Y si pensamos que los papás solamente los veían a la hora de comer, un rato por las noches y los fines de semana, su tiempo para educar era tan limitado como el de los maestros de Oaxaca que se pasan el año entero en manifestaciones.
Los papás de antes eran firmes en sus decisiones y, ante la interpelación de los insurrectos hijos, eran hombres de una sola palabra: “cállate”. Educaban sin mayores miramientos y con mano dura. Además de la mano dura, también solían usar un buen cinturón de cuero. En cambio en estos tiempos, aunque tengamos ganas de propinarles a nuestros hijos unos sonoros coscorrones o apretarles el pescuezo, las nuevas reglas del juego nos invitan a no transitar al terreno de los pescozones sin antes negociar con criterio amplio y voluntad conciliatoria. Si la diplomacia no surte buen efecto, entonces ya podemos pasar al ring donde muy probablemente ellos nos darán nuestro merecido acusándonos de autoritarismo, represión y violación de los derechos humanos. Si son menores de edad, usarán en su defensa los dichosos derechos de los niños, consagrados en no sé qué declaración de la ONU.
Los papás de ahora se involucran mucho más en las faenas que otrora estaban reservadas para las madres. En la actualidad, los papás cambian pañales, hacen desayunos, acuestan hijos y los levantan para llevarlos a la escuela. Desde el embarazo asisten con sus parejas a los cursos psicoprofilácticos donde, solidarios, aprenden con ellas el arte del pujido. Yo nunca fui a estos cursos pero sí asistí a los partos de mis dos hijos. Tembloroso, con videocámara en mano y disfrazado de cirujano no perdí detalle de tan asombrosos momentos.
Algunas generaciones atrás los papás no solían acudir a los festivales escolares de los hijos porque sus responsabilidades de trabajo no lo permitían. Para esas labores pueriles estaba la mamá, siempre lista para fletarse con preparativos y hurras el día del gran evento. En cambio ahora los papás entusiastas acudimos en tropel, con cara de zorimbos extasiados a aplaudir al nene cuando lo vemos cantar en medio de un tumultuoso coro infantil una canción navideña o quizá, si el chamaco derrocha talento, recitar de memoria un par de líneas el Día de la Raza disfrazado de Cristóbal Colón.
Ya no solamente a las mamás en su día se les rinde tributo en el colegio. Ahora también a los papás nos dedican un sencillo pero no menos honroso acto del Día Del Padre. Quince minutos de algarabía con pastel, agua fresca y una conmovedora canción de Timbiriche como número estelar. Conquistas del género masculino.
Los de antes y los de ahora, cada cual en su tiempo, con sus luces y sus sombras, los papás son seres que dejan una marca tan profunda en la vida de los hijos que su voz y su presencia nos acompaña -o nos persigue, como se quiera ver- por la vida entera. Es curioso, los hijos tratamos de aprender de los errores de los padres para no cometerlos cuando nos toque jugar ese papel. Y resulta que acabamos repitiendo las frases y haciendo las mismas cosas que les criticábamos. En mi vocabulario hay una profusa lista de palabras paternas que me afloran como el hipo. Expresiones verbales y gestos que brotan de forma tan natural y espontánea que a veces siento que el espíritu de mi difunto papá se instala como copiloto en mi cabina de mando.
Y sí, es él, Don Agustín, quien dejó su huella en mí, de la misma manera en que creo que yo lo estoy haciendo con mis hijos. No pretendo dejarles enseñanzas monumentales. Me daría por satisfecho si el recuerdo de mi paso por este mundo les provocara una sonrisa.
Feliz día del Padre.
Facebook: Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
Los padres de ahora ya no somos como los de antes. El rol paterno ha ido evolucionando de una manera insospechada. Antaño, los cánones del buen papá estipulaban que su responsabilidad primordial, y casi única, era trabajar las horas que fueran necesarias para conseguir el sustento de la madre y los hijos. Su injerencia en la educación estaba bastante acotada por el tiempo que podía pasar con sus retoños. Y si pensamos que los papás solamente los veían a la hora de comer, un rato por las noches y los fines de semana, su tiempo para educar era tan limitado como el de los maestros de Oaxaca que se pasan el año entero en manifestaciones.
Los papás de antes eran firmes en sus decisiones y, ante la interpelación de los insurrectos hijos, eran hombres de una sola palabra: “cállate”. Educaban sin mayores miramientos y con mano dura. Además de la mano dura, también solían usar un buen cinturón de cuero. En cambio en estos tiempos, aunque tengamos ganas de propinarles a nuestros hijos unos sonoros coscorrones o apretarles el pescuezo, las nuevas reglas del juego nos invitan a no transitar al terreno de los pescozones sin antes negociar con criterio amplio y voluntad conciliatoria. Si la diplomacia no surte buen efecto, entonces ya podemos pasar al ring donde muy probablemente ellos nos darán nuestro merecido acusándonos de autoritarismo, represión y violación de los derechos humanos. Si son menores de edad, usarán en su defensa los dichosos derechos de los niños, consagrados en no sé qué declaración de la ONU.
Los papás de ahora se involucran mucho más en las faenas que otrora estaban reservadas para las madres. En la actualidad, los papás cambian pañales, hacen desayunos, acuestan hijos y los levantan para llevarlos a la escuela. Desde el embarazo asisten con sus parejas a los cursos psicoprofilácticos donde, solidarios, aprenden con ellas el arte del pujido. Yo nunca fui a estos cursos pero sí asistí a los partos de mis dos hijos. Tembloroso, con videocámara en mano y disfrazado de cirujano no perdí detalle de tan asombrosos momentos.
Algunas generaciones atrás los papás no solían acudir a los festivales escolares de los hijos porque sus responsabilidades de trabajo no lo permitían. Para esas labores pueriles estaba la mamá, siempre lista para fletarse con preparativos y hurras el día del gran evento. En cambio ahora los papás entusiastas acudimos en tropel, con cara de zorimbos extasiados a aplaudir al nene cuando lo vemos cantar en medio de un tumultuoso coro infantil una canción navideña o quizá, si el chamaco derrocha talento, recitar de memoria un par de líneas el Día de la Raza disfrazado de Cristóbal Colón.
Ya no solamente a las mamás en su día se les rinde tributo en el colegio. Ahora también a los papás nos dedican un sencillo pero no menos honroso acto del Día Del Padre. Quince minutos de algarabía con pastel, agua fresca y una conmovedora canción de Timbiriche como número estelar. Conquistas del género masculino.
Los de antes y los de ahora, cada cual en su tiempo, con sus luces y sus sombras, los papás son seres que dejan una marca tan profunda en la vida de los hijos que su voz y su presencia nos acompaña -o nos persigue, como se quiera ver- por la vida entera. Es curioso, los hijos tratamos de aprender de los errores de los padres para no cometerlos cuando nos toque jugar ese papel. Y resulta que acabamos repitiendo las frases y haciendo las mismas cosas que les criticábamos. En mi vocabulario hay una profusa lista de palabras paternas que me afloran como el hipo. Expresiones verbales y gestos que brotan de forma tan natural y espontánea que a veces siento que el espíritu de mi difunto papá se instala como copiloto en mi cabina de mando.
Y sí, es él, Don Agustín, quien dejó su huella en mí, de la misma manera en que creo que yo lo estoy haciendo con mis hijos. No pretendo dejarles enseñanzas monumentales. Me daría por satisfecho si el recuerdo de mi paso por este mundo les provocara una sonrisa.
Feliz día del Padre.
Facebook: Juan Miguel Portillo
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El calor me apendeja
Pocas formas tan bobas de iniciar una conversación de pasillo como decir “qué calor está haciendo, ¿verdad?”. No obstante que soy consciente de ello me es inevitable resbalarme y soltar esta memez a la menor provocación. Y es que tanto en la comunicación interpersonal como en la física térmica el calor ayuda a romper el hielo.
Los calores de mayo en tierras jaliscienses nos unen en un clamor que cada año es mayor: que ya lleguen las lluvias.
Parece que el proverbial clima eternamente primaveral de Guadalajara, con el paso de los años, se ha ido fundiendo en el horno de la urbanización y del presunto calentamiento global. La fama internacional de una ciudad templada todo el año está quedando sepultada bajo edificios y pavimento.
Yo nací en Veracruz y viví feliz mi infancia y mi adolescencia en los climas extremos de Sinaloa y Sonora, donde los calores, especialmente en mi querido Hermosillo, con temperaturas de hasta 50 grados, son para que se cuezan los huevos en la calle -a aquellos de mente impía les aclaro que los huevos referidos son los de gallina que la gente ociosa suele estrellar en las banquetas ardientes para ver cómo se cocinan- y sé por ello que un termómetro tapatío que marca 30, 32 o 34 grados centígrados no es una señal del Apocalipsis, pero a nosotros, los malacostumbrados habitantes del verde Valle de Atemajac y cercanías, nos hace sentir que bailamos sobre brasas en el averno mismo.
Será que en mi casa -que también es la casa de ustedes, pero sobre todo es del banco que me prestó el dinero para comprarla- no tenemos las instalaciones adecuadas para hacerle frente a los días bochornosos. El equipo de aire acondicionado que tengo en mi recámara lo uso poco porque por un lado me genera frescura, pero por el otro un ardiente y abultado recibo de luz. Este aparato consume más electricidad que quesadillas el pequeño Santiago, mi vástago en vías de desarrollo. Y eso es ya mucho decir. A propósito de este candente tema -no el de las quesadillas sino el del calor-, en su colegio suspendieron las clases vespertinas para que las criaturas no sufran los azotes de la despiadada canícula tapatía.
Será que mi recámara es muy caliente, pero para mí las noches son de sofoco. Soy de sueño ligero y me despierto con el vuelo de una mosca. En mi cama el calor me tiene dando vueltas sobre mi propio eje y cambiando de lado la almohada. Prendo el ventilador y parece que lo que accioné fue una secadora de pelo. Al despertar, siento que no descansé lo suficiente.
Solo hay una cosa que me puede estresar más que conducir en medio de un tráfico copioso y odioso, y es conducir en medio de un tráfico copioso, odioso y además tener mucho calor.
Hay un integrante de la familia que padece en forma particular la primavera y el verano, nuestra perrita Trufa. Ella es un ejemplar Shih Tzu, una raza creada por los chinos en las estepas Tibetanas donde los fríos son, paradójicamente, del demonio. Cada temporada de calor Trufa se desparrama a sus anchas en el piso buscando dos cosas, un poco de fresco y alguna respuesta a sus conflictos existenciales: “¿qué carajos hago aquí?”
No sé si a ustedes, pero a mí el calor no me ayuda al trabajo y a la productividad. Tan es así que cuando me senté a escribir mi colaboración de esta semana para La Vida Inútil, el tema elegido era otro completamente distinto, pero el calor me llevó a disertar sobre estas banalidades que a nadie le interesan. Por eso digo, con perdón de ustedes, que el calor me apendeja.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Los calores de mayo en tierras jaliscienses nos unen en un clamor que cada año es mayor: que ya lleguen las lluvias.
Parece que el proverbial clima eternamente primaveral de Guadalajara, con el paso de los años, se ha ido fundiendo en el horno de la urbanización y del presunto calentamiento global. La fama internacional de una ciudad templada todo el año está quedando sepultada bajo edificios y pavimento.
Yo nací en Veracruz y viví feliz mi infancia y mi adolescencia en los climas extremos de Sinaloa y Sonora, donde los calores, especialmente en mi querido Hermosillo, con temperaturas de hasta 50 grados, son para que se cuezan los huevos en la calle -a aquellos de mente impía les aclaro que los huevos referidos son los de gallina que la gente ociosa suele estrellar en las banquetas ardientes para ver cómo se cocinan- y sé por ello que un termómetro tapatío que marca 30, 32 o 34 grados centígrados no es una señal del Apocalipsis, pero a nosotros, los malacostumbrados habitantes del verde Valle de Atemajac y cercanías, nos hace sentir que bailamos sobre brasas en el averno mismo.
Será que en mi casa -que también es la casa de ustedes, pero sobre todo es del banco que me prestó el dinero para comprarla- no tenemos las instalaciones adecuadas para hacerle frente a los días bochornosos. El equipo de aire acondicionado que tengo en mi recámara lo uso poco porque por un lado me genera frescura, pero por el otro un ardiente y abultado recibo de luz. Este aparato consume más electricidad que quesadillas el pequeño Santiago, mi vástago en vías de desarrollo. Y eso es ya mucho decir. A propósito de este candente tema -no el de las quesadillas sino el del calor-, en su colegio suspendieron las clases vespertinas para que las criaturas no sufran los azotes de la despiadada canícula tapatía.
Será que mi recámara es muy caliente, pero para mí las noches son de sofoco. Soy de sueño ligero y me despierto con el vuelo de una mosca. En mi cama el calor me tiene dando vueltas sobre mi propio eje y cambiando de lado la almohada. Prendo el ventilador y parece que lo que accioné fue una secadora de pelo. Al despertar, siento que no descansé lo suficiente.
Solo hay una cosa que me puede estresar más que conducir en medio de un tráfico copioso y odioso, y es conducir en medio de un tráfico copioso, odioso y además tener mucho calor.
Hay un integrante de la familia que padece en forma particular la primavera y el verano, nuestra perrita Trufa. Ella es un ejemplar Shih Tzu, una raza creada por los chinos en las estepas Tibetanas donde los fríos son, paradójicamente, del demonio. Cada temporada de calor Trufa se desparrama a sus anchas en el piso buscando dos cosas, un poco de fresco y alguna respuesta a sus conflictos existenciales: “¿qué carajos hago aquí?”
No sé si a ustedes, pero a mí el calor no me ayuda al trabajo y a la productividad. Tan es así que cuando me senté a escribir mi colaboración de esta semana para La Vida Inútil, el tema elegido era otro completamente distinto, pero el calor me llevó a disertar sobre estas banalidades que a nadie le interesan. Por eso digo, con perdón de ustedes, que el calor me apendeja.
Juan Miguel Portillo.
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viernes, 1 de diciembre de 2017
Tarde pero sin sueño
No es una cosa que me enorgullezca pero si me preguntaran qué aspectos de mi personalidad me dieron más trabajo domar en el pasado, diría que uno de los principales es la impuntualidad.
No sé quién inició esta tradición familiar pero mi árbol genealógico es frondoso en impuntuales. Mis abuelos, mis padres y mis hermanos lo eran. Yo, el menor, aprendí bien el juego.
Mi papá fue impuntual y mi madre no hacía malos quesos, los hacía tarde pero nunca malos. Recuerdo que mi papá le pedía a ella que estuviera lista a las ocho de la noche para ir a algún compromiso, pero él llegaba a recogerla ya muy cerca de las nueve. Mi mamá, sabedora que mi papá no cumplía con sus promesas de horario, tampoco estaba lista, ni a las ocho ni a las nueve, sino rayando las nueve y media. Eso provocaba una animada trifulca que podía prolongarse y al final terminaban saliendo de casa alrededor de las diez y media.
No sé si la impuntualidad se transmite genéticamente, lo que sí sé es que mi mamá me contaba que yo debí haber nacido, según los cálculos del ginecólogo, un 24 de septiembre; pero se llegó la fecha pronosticada y la versión nonata de este servidor no dio muestra alguna de querer abandonar las cálidas instalaciones maternas. Una semana más tarde, el 1 de octubre, me sacaron de mi mamá a tirones en un operativo de desalojo. Afortunadamente la cesárea fue un éxito. Nací con una semana de retraso.
Para mí llegar tarde al colegio era regla. Si el timbre de entrada sonaba a las ocho, mi mamá despertaba a las siete y media, pero yo invariablemente sucumbía ante el embeleso del “otro ratito”, el momento más brutalmente delicioso del tiempo de sueño, y que terminaba con el grito estrepitoso de mi mamá:—¡ya son las ocho! —. Acto seguido, daba un brinco de la cama, me vestía en un minuto, pepenaba un pan tostado a la pasada y me subía al auto, con una mamá furiosa al volante, para llegar a la escuela a las ocho y diez, cuando la profesora ya había tomado lista. Un retardo más en la boleta.
Con los años, la impuntualidad se va consolidando en los hábitos. Lo que de niño constituye retrasos en la boleta de calificaciones, de adulto son problemas en el trabajo, días descontados en la quincena, negocios que no se cierran, malas caras por doquier, y, como en mi caso, etiquetas muy difícil de sacudirse, aun cuando desde hace muchos años he trabajado intensamente en el aspecto de la puntualidad con resultados satisfactorios. No importa cuánto te esfuerces en demostrar que ya no eres el de antes. Para la gente que conoció y padeció esa faceta de ti siempre serás un impuntual, con rango de vitalicio y honorario.
Ese currículum que me gané a pulso me ha permitido distinguir algunas características de los impuntuales. Si coinciden contigo algunas de las siguientes afirmaciones, es posible que también padezcas retardo crónico:
- No importa cuánto tiempo te hayas tomado para llegar puntual a tu cita, siempre harás algo de último minuto que te hará salir tarde a ella.
- Generalmente sobreestimas el tiempo disponible y crees que puedes hacer mucho más de lo que realmente puedes.
- Todos los días te repites: “ahora sí, mañana voy a llegar temprano”. Buen propósito, pero la neurolingüística no aplicada no sirve de nada.
- Si al dirigirte a tu cita calculas que llegarás antes de la hora señalada, te detendrás a despilfarrar esos minutos en comprar un cafecito o alguna otra bagatela. El chiste es llegar tarde.
Hay quienes opinan que la impuntualidad es un hábito inconsciente que puede denotar baja autoestima, rebeldía o ganas de fregar; otros piensan que está relacionado con la procrastinación.
Cualquiera que sea la causa original, un delicioso caldo de cultivo es la tolerancia que los demás les dispensan a los que llegan tarde. En México, donde la impuntualidad es la firma de la casa, dicha tolerancia es proverbial, casi como la impunidad con la que se regocijan los delincuentes.
Aquí muchas veces se cita a una hora sabiendo que se empezará media hora después. Eso sucede en conciertos y todo tipo de eventos, donde se presume que el respetable llegará a una hora no muy respetable. En cambio, en Estados Unidos, por hacer una comparación odiosa, los espectáculos comienzan a la hora que se anuncian, so pena de recibir disuasivas multas por parte de la autoridad. Igualmente, en ese país o en otros de los llamados avanzados, al que llega tarde a una cita de negocios se le hace juicio sumario y es llevado a la horca.
No puedo asegurar que a mí se me quitó por completo pero a la impuntualidad la tengo bastante a raya. No por mis méritos, sino por efecto de los jalones de oreja y algunas mentadas de madre recibidas, y porque hay responsabilidades en la vida que no la soslayan. Admito que convivir y trabajar con gente puntual ayuda mucho. Todos hemos sido víctimas y victimarios de la impuntualidad. Ya lo dijo el profeta Tardeus Dilatum: “el que esté libre de retardos que tire la primera neta.”
Y para cerrar el tema terminaré diciendo que la impuntualidad nos ha acompañado desde el principio de los tiempos y así será por los siglos de los siglos, amén.
Juan Miguel Portillo
Twitter:@jmportillo
No sé quién inició esta tradición familiar pero mi árbol genealógico es frondoso en impuntuales. Mis abuelos, mis padres y mis hermanos lo eran. Yo, el menor, aprendí bien el juego.
Mi papá fue impuntual y mi madre no hacía malos quesos, los hacía tarde pero nunca malos. Recuerdo que mi papá le pedía a ella que estuviera lista a las ocho de la noche para ir a algún compromiso, pero él llegaba a recogerla ya muy cerca de las nueve. Mi mamá, sabedora que mi papá no cumplía con sus promesas de horario, tampoco estaba lista, ni a las ocho ni a las nueve, sino rayando las nueve y media. Eso provocaba una animada trifulca que podía prolongarse y al final terminaban saliendo de casa alrededor de las diez y media.
No sé si la impuntualidad se transmite genéticamente, lo que sí sé es que mi mamá me contaba que yo debí haber nacido, según los cálculos del ginecólogo, un 24 de septiembre; pero se llegó la fecha pronosticada y la versión nonata de este servidor no dio muestra alguna de querer abandonar las cálidas instalaciones maternas. Una semana más tarde, el 1 de octubre, me sacaron de mi mamá a tirones en un operativo de desalojo. Afortunadamente la cesárea fue un éxito. Nací con una semana de retraso.
Para mí llegar tarde al colegio era regla. Si el timbre de entrada sonaba a las ocho, mi mamá despertaba a las siete y media, pero yo invariablemente sucumbía ante el embeleso del “otro ratito”, el momento más brutalmente delicioso del tiempo de sueño, y que terminaba con el grito estrepitoso de mi mamá:—¡ya son las ocho! —. Acto seguido, daba un brinco de la cama, me vestía en un minuto, pepenaba un pan tostado a la pasada y me subía al auto, con una mamá furiosa al volante, para llegar a la escuela a las ocho y diez, cuando la profesora ya había tomado lista. Un retardo más en la boleta.
Con los años, la impuntualidad se va consolidando en los hábitos. Lo que de niño constituye retrasos en la boleta de calificaciones, de adulto son problemas en el trabajo, días descontados en la quincena, negocios que no se cierran, malas caras por doquier, y, como en mi caso, etiquetas muy difícil de sacudirse, aun cuando desde hace muchos años he trabajado intensamente en el aspecto de la puntualidad con resultados satisfactorios. No importa cuánto te esfuerces en demostrar que ya no eres el de antes. Para la gente que conoció y padeció esa faceta de ti siempre serás un impuntual, con rango de vitalicio y honorario.
Ese currículum que me gané a pulso me ha permitido distinguir algunas características de los impuntuales. Si coinciden contigo algunas de las siguientes afirmaciones, es posible que también padezcas retardo crónico:
- No importa cuánto tiempo te hayas tomado para llegar puntual a tu cita, siempre harás algo de último minuto que te hará salir tarde a ella.
- Generalmente sobreestimas el tiempo disponible y crees que puedes hacer mucho más de lo que realmente puedes.
- Todos los días te repites: “ahora sí, mañana voy a llegar temprano”. Buen propósito, pero la neurolingüística no aplicada no sirve de nada.
- Si al dirigirte a tu cita calculas que llegarás antes de la hora señalada, te detendrás a despilfarrar esos minutos en comprar un cafecito o alguna otra bagatela. El chiste es llegar tarde.
Hay quienes opinan que la impuntualidad es un hábito inconsciente que puede denotar baja autoestima, rebeldía o ganas de fregar; otros piensan que está relacionado con la procrastinación.
Cualquiera que sea la causa original, un delicioso caldo de cultivo es la tolerancia que los demás les dispensan a los que llegan tarde. En México, donde la impuntualidad es la firma de la casa, dicha tolerancia es proverbial, casi como la impunidad con la que se regocijan los delincuentes.
Aquí muchas veces se cita a una hora sabiendo que se empezará media hora después. Eso sucede en conciertos y todo tipo de eventos, donde se presume que el respetable llegará a una hora no muy respetable. En cambio, en Estados Unidos, por hacer una comparación odiosa, los espectáculos comienzan a la hora que se anuncian, so pena de recibir disuasivas multas por parte de la autoridad. Igualmente, en ese país o en otros de los llamados avanzados, al que llega tarde a una cita de negocios se le hace juicio sumario y es llevado a la horca.
No puedo asegurar que a mí se me quitó por completo pero a la impuntualidad la tengo bastante a raya. No por mis méritos, sino por efecto de los jalones de oreja y algunas mentadas de madre recibidas, y porque hay responsabilidades en la vida que no la soslayan. Admito que convivir y trabajar con gente puntual ayuda mucho. Todos hemos sido víctimas y victimarios de la impuntualidad. Ya lo dijo el profeta Tardeus Dilatum: “el que esté libre de retardos que tire la primera neta.”
Y para cerrar el tema terminaré diciendo que la impuntualidad nos ha acompañado desde el principio de los tiempos y así será por los siglos de los siglos, amén.
Juan Miguel Portillo
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Mis maestros y la pedagogía de ayer
En mis lejanas épocas de alumno -porque estudiante era sólo cuando estudiaba y eso no lo hacía todo el tiempo- tuve algunas maestras y maestros que me marcaron. El profesor Valdés, por ejemplo, me marcó la frente de un gisazo certero que me lanzó con destreza olímpica desde el pizarrón hasta la sexta fila en el momento en que yo platicaba con mi buen amigo El Tacho en segundo de secundaria.
También recuerdo las marcas con tinta roja con que destacaba mis reprobadas en la boleta de calificaciones la profesora Titina de tercero de primaria. Mi maestra de primero de primaria utilizaba en el salón una herramienta pedagógica de avanzada: a los niños varones que mostraban mala conducta se les pasaba al frente y se les ponía un uniforme escolar de niña para ser exhibidos ante las risas de los compañeros. Qué cosas, para la maestra, portar un vestido de niña era denigrante. Échense ese trompo a la uña. Vaya usted a saber qué pensaba de ser niña.
En cambio ahora, en el colegio al que asiste Santiago, mi hijuelo menor, se constituye un Consejo de Alumnos que semanalmente sesiona en horas de clase donde se analizan comportamientos y en ese marco los mocosos se confrontan para dirimir diferencias. Bolas, don Cuco. Puesto a rememorar, viene a mí la imagen de la profesora Josefina de quinto de primaria, eficaz, claridosa y directa. Los pelos que no tenía en la lengua los lucía en las piernas, de ahí su apodo de la tarántula. Su mote no le hacía justicia a su forma de ser, dado que era una persona esmerada y paciente. Antes, a los que platicábamos en clase, o que hacíamos dibujos en los cuadernos mientras el profe explicaba, nos distraíamos con el vuelo de las moscas y sacábamos malas notas en matemáticas, física y geografía, los profes nos llamaban burros, y el tratamiento para eso era el reglazo, el jalón de patilla y unos buenos regaños.
Ahora, los que presentan los mismos problemas de conducta son chicos con Trastorno de Déficit de Atención con o sin rasgos de hiperactividad (TDA y TDAH), y se les atiende con costosas terapias y medicamentos que, para desgracia de los bolsillos de los padres, aún no vende el Dr. Simi. No tengo duda de que, de haber existido estas pomposas clasificaciones en mi infancia, mi foto habría aparecido en el diccionario. Pero en ese tiempo los chicos con TDA éramos simplemente flojos y distraídos. En mis épocas no había tecnología al servicio del estudiante. Una calculadora Casio era lo más avanzado con lo que yo contaba en la prepa, y si digo “contaba” lo digo de forma literal. En la universidad los trabajos se hacían a golpe de máquina de escribir y, cuando se hablaba de computadoras, se pensaba en esas máquinas llenas de foquitos de colores que salían en las películas de El Santo.
Ahora la computadora es una herramienta, más que necesaria, obligatoria para cualquier estudiante. Pareciera que estamos a punto de que, en lugar de cuadernos, los estudiantes utilicen solamente computadoras y tabletas, y que, en vez de la tradicional lista de útiles, los maestros les pidan a los alumnos una lista de aplicaciones. Pero recién ha pasado el Día del Maestro y la fecha se hizo para homenajear a los mentores. Vienen a mi recuerdo infinidad de nombres, rostros y voces acumuladas en muchos años en las doce instituciones educativas a las que asistí en las ciudades en que he vivido hasta ahora. Gratísimos recuerdos.
Desde el kínder hasta el querido Iteso siempre encontré esos aliados que me tuvieron paciencia, que me ayudaron a sacar lo mejor de mí, que me avisparon la vena artística, que me corrigieron en tiempo y forma, que me regalaban las palabras correctas y las calificaciones justas y a veces benévolas, etcétera, etcétera. A ellos, muchas gracias, y a los maestros que se parten el alma en las aulas todos los días, mi reconocimiento total. Y los profes que están en paros y plantones, regresen a clases, plis. Ya chole.
Juan Miguel Portillo
Twitter:@ jmportillo
También recuerdo las marcas con tinta roja con que destacaba mis reprobadas en la boleta de calificaciones la profesora Titina de tercero de primaria. Mi maestra de primero de primaria utilizaba en el salón una herramienta pedagógica de avanzada: a los niños varones que mostraban mala conducta se les pasaba al frente y se les ponía un uniforme escolar de niña para ser exhibidos ante las risas de los compañeros. Qué cosas, para la maestra, portar un vestido de niña era denigrante. Échense ese trompo a la uña. Vaya usted a saber qué pensaba de ser niña.
En cambio ahora, en el colegio al que asiste Santiago, mi hijuelo menor, se constituye un Consejo de Alumnos que semanalmente sesiona en horas de clase donde se analizan comportamientos y en ese marco los mocosos se confrontan para dirimir diferencias. Bolas, don Cuco. Puesto a rememorar, viene a mí la imagen de la profesora Josefina de quinto de primaria, eficaz, claridosa y directa. Los pelos que no tenía en la lengua los lucía en las piernas, de ahí su apodo de la tarántula. Su mote no le hacía justicia a su forma de ser, dado que era una persona esmerada y paciente. Antes, a los que platicábamos en clase, o que hacíamos dibujos en los cuadernos mientras el profe explicaba, nos distraíamos con el vuelo de las moscas y sacábamos malas notas en matemáticas, física y geografía, los profes nos llamaban burros, y el tratamiento para eso era el reglazo, el jalón de patilla y unos buenos regaños.
Ahora, los que presentan los mismos problemas de conducta son chicos con Trastorno de Déficit de Atención con o sin rasgos de hiperactividad (TDA y TDAH), y se les atiende con costosas terapias y medicamentos que, para desgracia de los bolsillos de los padres, aún no vende el Dr. Simi. No tengo duda de que, de haber existido estas pomposas clasificaciones en mi infancia, mi foto habría aparecido en el diccionario. Pero en ese tiempo los chicos con TDA éramos simplemente flojos y distraídos. En mis épocas no había tecnología al servicio del estudiante. Una calculadora Casio era lo más avanzado con lo que yo contaba en la prepa, y si digo “contaba” lo digo de forma literal. En la universidad los trabajos se hacían a golpe de máquina de escribir y, cuando se hablaba de computadoras, se pensaba en esas máquinas llenas de foquitos de colores que salían en las películas de El Santo.
Ahora la computadora es una herramienta, más que necesaria, obligatoria para cualquier estudiante. Pareciera que estamos a punto de que, en lugar de cuadernos, los estudiantes utilicen solamente computadoras y tabletas, y que, en vez de la tradicional lista de útiles, los maestros les pidan a los alumnos una lista de aplicaciones. Pero recién ha pasado el Día del Maestro y la fecha se hizo para homenajear a los mentores. Vienen a mi recuerdo infinidad de nombres, rostros y voces acumuladas en muchos años en las doce instituciones educativas a las que asistí en las ciudades en que he vivido hasta ahora. Gratísimos recuerdos.
Desde el kínder hasta el querido Iteso siempre encontré esos aliados que me tuvieron paciencia, que me ayudaron a sacar lo mejor de mí, que me avisparon la vena artística, que me corrigieron en tiempo y forma, que me regalaban las palabras correctas y las calificaciones justas y a veces benévolas, etcétera, etcétera. A ellos, muchas gracias, y a los maestros que se parten el alma en las aulas todos los días, mi reconocimiento total. Y los profes que están en paros y plantones, regresen a clases, plis. Ya chole.
Juan Miguel Portillo
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¡A la madre!
No por ser ampliamente conocido deja de llamar la atención el hecho de que en México le demos tantos usos a la palabra madre. Podemos entenderlo si pensamos que el idioma castellano es el segundo más hablado del mundo, después del chino mandarín, y que México aporta el mayor número de hispanohablantes a la estadística, seguido de Estados Unidos, donde también viven millones de mexicanos de segunda y tercera generación. Y también de segunda y tercera clase, para el regocijo del sr. Trump.
La cifra de hablantes mexicanos nos convierte en un país que ha incorporado a la jerga cotidiana una barbaridad de términos, y esto aunado a la veneración que por tradición y religión le dispensamos a la madre, a quien consideramos tan sagrada como la Virgen de Guadalupe o Las Chivas Rayadas, hemos incorporado a nuestro vocabulario, a propósito del término en cuestión, un madral de palabras.
Ya está aquí el Día de las Madres, y la ocasión, más que propicia, es obligada para reflexionar un poco sobre las mamás que engalanan nuestro entorno. Hay quienes tienen la fortuna de contar con su mamá vivita y coleando, y otros, como yo, dedicamos la fecha para homenajear a la madre de nuestros hijos y de paso a la mamá de la mamá de nuestros hijos y a las hermanas de la mamá de nuestros hijos, que también son madres, y a quién se deje. Pero hay muchas personas que no tienen ni una ni las otras. Dicho de otra manera, viven en el desmadre.
A ellos les digo que si voltean a su alrededor, siempre habrá alguna mamá a quién dedicarle un pensamiento, una llamada o, por lo menos, un Whatsapp. Motivos sobran para festejar a madres.
Otra forma de recordar a las mamás -aunque sean ajenas- es ver el precio del perfume fino que le queremos regalar y en ese momento tengan por seguro que nos acordaremos de la madre del que lo vende.
Y es que durante este mes, vaya a donde usted vaya, cuando ve en los aparadores o en los estantes un prendedor, un vestido, una bolsa, y mira el precio, ¿en qué piensa? ¡En la madre! por supuesto, ¿en quién más?
Porque ser madre en la actualidad no solo cuesta dolor y cansancio, también cuesta dinero. Ginecólogos, ultrasonidos, cursos psicoprofilácticos -trabalenguas encaminado a la preparación de la mujer para un parto programado, natural y gratificante que muchas veces acaba en una cesárea urgente y absolutamente non grata-, y, desde luego, el sanatorio con todo incluido. Qué dicha la de la primeriza que entra un día al hospital hecha una aspirante y al día siguiente sale hecha la madre, ésa madre que soñó ser.
Mayo es un mes que desde que inicia ya huele a madres, y no solo huele, también sabe a madres, porque todo lo que entra por nuestros sentidos nos evoca a esas heroínas que a cada uno de nosotros nos trajeron a la vida y nos dieron cobijo en su vientre. Por todos lados vemos y escuchamos anuncios de almacenes y restaurantes con gangas, ahorros y promociones pensadas para hacer del 10 de mayo un agasajo a toda madre, sin excepción.
Y es que ellas lo merecen todo. No es cosa fácil traer por nueve meses en el cuerpo a un inquilino chupasangre que todo lo que sabe hacer es alimentarse de su mamá. Qué poca madre, en verdad lo digo, qué poca madre se ha arrepentido de haber albergado en su seno a ese hijo que luego, al crecer, se convirtió en un hombre de bien.
Es admirable cómo, llueva, truene, relampaguee, tiemble o haya contingencia ambiental, está siempre lista para partirse la madre en dos, porque ella sabe que solo así podrá darse abasto y cumplir con sus responsabilidades. (Creo que este último estuvo un poco forzado pero se entendió, ¿no?).
En fin, hay gente que no tiene madre pero es innegable que algún día la tuvo, porque es ley natural de vida. Así que esta fecha, más allá de ser un motivo para vender, comprar y regalar, es una extraordinaria oportunidad para reflexionar sobre el prodigioso fenómeno de la maternidad y expresar, de la manera que cada uno elija en concordancia con sus apegos y posibilidades, la gratitud suprema que solo puede despertar el ser que nos dio el privilegio de vivir.
Y ya me voy porque ya me puse sensible y no quiero que me vean llorar. Ni madres. Ni nadie.
Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
La cifra de hablantes mexicanos nos convierte en un país que ha incorporado a la jerga cotidiana una barbaridad de términos, y esto aunado a la veneración que por tradición y religión le dispensamos a la madre, a quien consideramos tan sagrada como la Virgen de Guadalupe o Las Chivas Rayadas, hemos incorporado a nuestro vocabulario, a propósito del término en cuestión, un madral de palabras.
Ya está aquí el Día de las Madres, y la ocasión, más que propicia, es obligada para reflexionar un poco sobre las mamás que engalanan nuestro entorno. Hay quienes tienen la fortuna de contar con su mamá vivita y coleando, y otros, como yo, dedicamos la fecha para homenajear a la madre de nuestros hijos y de paso a la mamá de la mamá de nuestros hijos y a las hermanas de la mamá de nuestros hijos, que también son madres, y a quién se deje. Pero hay muchas personas que no tienen ni una ni las otras. Dicho de otra manera, viven en el desmadre.
A ellos les digo que si voltean a su alrededor, siempre habrá alguna mamá a quién dedicarle un pensamiento, una llamada o, por lo menos, un Whatsapp. Motivos sobran para festejar a madres.
Otra forma de recordar a las mamás -aunque sean ajenas- es ver el precio del perfume fino que le queremos regalar y en ese momento tengan por seguro que nos acordaremos de la madre del que lo vende.
Y es que durante este mes, vaya a donde usted vaya, cuando ve en los aparadores o en los estantes un prendedor, un vestido, una bolsa, y mira el precio, ¿en qué piensa? ¡En la madre! por supuesto, ¿en quién más?
Porque ser madre en la actualidad no solo cuesta dolor y cansancio, también cuesta dinero. Ginecólogos, ultrasonidos, cursos psicoprofilácticos -trabalenguas encaminado a la preparación de la mujer para un parto programado, natural y gratificante que muchas veces acaba en una cesárea urgente y absolutamente non grata-, y, desde luego, el sanatorio con todo incluido. Qué dicha la de la primeriza que entra un día al hospital hecha una aspirante y al día siguiente sale hecha la madre, ésa madre que soñó ser.
Mayo es un mes que desde que inicia ya huele a madres, y no solo huele, también sabe a madres, porque todo lo que entra por nuestros sentidos nos evoca a esas heroínas que a cada uno de nosotros nos trajeron a la vida y nos dieron cobijo en su vientre. Por todos lados vemos y escuchamos anuncios de almacenes y restaurantes con gangas, ahorros y promociones pensadas para hacer del 10 de mayo un agasajo a toda madre, sin excepción.
Y es que ellas lo merecen todo. No es cosa fácil traer por nueve meses en el cuerpo a un inquilino chupasangre que todo lo que sabe hacer es alimentarse de su mamá. Qué poca madre, en verdad lo digo, qué poca madre se ha arrepentido de haber albergado en su seno a ese hijo que luego, al crecer, se convirtió en un hombre de bien.
Es admirable cómo, llueva, truene, relampaguee, tiemble o haya contingencia ambiental, está siempre lista para partirse la madre en dos, porque ella sabe que solo así podrá darse abasto y cumplir con sus responsabilidades. (Creo que este último estuvo un poco forzado pero se entendió, ¿no?).
En fin, hay gente que no tiene madre pero es innegable que algún día la tuvo, porque es ley natural de vida. Así que esta fecha, más allá de ser un motivo para vender, comprar y regalar, es una extraordinaria oportunidad para reflexionar sobre el prodigioso fenómeno de la maternidad y expresar, de la manera que cada uno elija en concordancia con sus apegos y posibilidades, la gratitud suprema que solo puede despertar el ser que nos dio el privilegio de vivir.
Y ya me voy porque ya me puse sensible y no quiero que me vean llorar. Ni madres. Ni nadie.
Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
El "Yamikemi", un remedio contra el estrés
SIEMPRE lo he dicho, lo mío, lo mío, es el estrés, esa entidad inasible que, a decir de los médicos que no encuentran una mejor y más científica razón, es la culpable de todos mis males. Los que me conocen concuerdan en que soy un hombre de principios: principios de úlcera y enfermedad coronaria producto del estrés.
Para atenuar la tensión nerviosa me doy mis mañas, como escuchar música relajante mientras trabajo o voy manejando, defender a capa y espada la oportunidad de dormir una siesta, por un tiempo traje conmigo una pelotita de goma que apretujaba con las manos para evitar llegar al punto de jalarme los cabellos -que a partir de cierta edad más vale empezar a atesorar uno a uno-. He empleado también algunos métodos más orgánicos: en esos momentos en que preciso relajamiento, confieso que he recurrido a los encantos y poderes de mis íntimas amigas Ignacia y Melisa, quienes por cierto gozan de buena fama en el mercado de San Juan de Dios, y que junto con Valeriana y Pasiflora me han brindado sus artes hechiceras, pero a veces ni el trabajo de todas juntas ha sido suficiente. Estas hierbas, dicen los que saben, tienen efectos probados sobre el sistema nervioso, pero mi sistema es tan nervioso que resulta un paciente muy difícil de tratar.
Tampoco el yoga y la meditación han logrado regresarme a un estado de equilibrio. Claro, aceptando que sería mucho mejor que los practicara.
Lo que sí he usado eficazmente en repetidas veces es una técnica que aprendí de mi madre. Se llama Yamikemi, que aunque suene muy oriental es solamente una contracción de la frase “Y a mí qué me importa” que mi mamá solía proferir como una suerte de conjuro contra el agobio y la imposibilidad de modificar el estado de las cosas que le provocaban angustia. Así, si alguna discusión de poca monta en la que participaba se complicaba al grado de empezar a alterar su buen ánimo, tomaba la salida de emergencia con la práctica del Yamikemi. Finalmente qué tópico, problema o diferencia de opinión podía ser más valioso que su paz espiritual.
El Yamikemi es una buena alternativa en una gran cantidad de situaciones. Mi mamá me la inculcó desde la infancia. La mía, desde luego. Cuando era niño y algo me preocupaba o entristecía hasta el llanto, ella me consolaba diciéndome que todos los problemas habidos y por haber podían solucionarse, menos uno: la muerte. Esa afirmación, que a mí me sonaba brillante y lapidaria (si hablamos de muerte, lo de lapidario queda muy bien), me hizo tal efecto que hasta la fecha, ya muy lejos de mi niñez, sigue sonando en mi cabecita loca. A mis hijos, que no elaboran quesos de mala calidad en materia de agobios -dignos hijos de su padre-, les repito esa máxima materna.
Por otra parte, cuando la dificultad parecía no tener solución, decía mi mamá, “si no tiene solución, no es un problema”, entonces, si no había problema, el asunto era caso cerrado y a otra cosa. Una vez más, lo que correspondía era usar la receta: Yamikemi.
Hablando en plata, esta filosofía no es otra cosa que desarrollar la habilidad de hacernos los occisos ante algunos conflictos de la vida cotidiana -a los cuales les concedemos importancia sin merecerla- con el fin supremo de salvaguardar nuestra salud emocional y la de nuestros prójimos, próximos y anexos. Por lo tanto el Yamikemi no es una técnica que funcione para todo, porque conlleva una buena dosis de displicencia, evasión y soslayo. Hay circunstancias de las que uno no puede fugarse así nomás; cabría primero poner un poco de orden antes de salir corriendo. De cualquier manera, estoy convencido que el Yamikemi es un buen aliado contra el cochino estrés.
Llegado el caso, también puede recurrirse a una variante que funciona muy bien en situaciones más perturbadoras: el Yamikeka, contracción de “Y a mí qué carajos” (aplicable a “me importa”, “me dicen”, “me preguntan”, “me joroban”, “me vienen con chismes”, y un etcétera totalmente al gusto).
Y finalmente un método más extremo aún, el Yamikeching, donde el sufijo “ching” es eso que están pensando.
Para atenuar la tensión nerviosa me doy mis mañas, como escuchar música relajante mientras trabajo o voy manejando, defender a capa y espada la oportunidad de dormir una siesta, por un tiempo traje conmigo una pelotita de goma que apretujaba con las manos para evitar llegar al punto de jalarme los cabellos -que a partir de cierta edad más vale empezar a atesorar uno a uno-. He empleado también algunos métodos más orgánicos: en esos momentos en que preciso relajamiento, confieso que he recurrido a los encantos y poderes de mis íntimas amigas Ignacia y Melisa, quienes por cierto gozan de buena fama en el mercado de San Juan de Dios, y que junto con Valeriana y Pasiflora me han brindado sus artes hechiceras, pero a veces ni el trabajo de todas juntas ha sido suficiente. Estas hierbas, dicen los que saben, tienen efectos probados sobre el sistema nervioso, pero mi sistema es tan nervioso que resulta un paciente muy difícil de tratar.
Tampoco el yoga y la meditación han logrado regresarme a un estado de equilibrio. Claro, aceptando que sería mucho mejor que los practicara.
Lo que sí he usado eficazmente en repetidas veces es una técnica que aprendí de mi madre. Se llama Yamikemi, que aunque suene muy oriental es solamente una contracción de la frase “Y a mí qué me importa” que mi mamá solía proferir como una suerte de conjuro contra el agobio y la imposibilidad de modificar el estado de las cosas que le provocaban angustia. Así, si alguna discusión de poca monta en la que participaba se complicaba al grado de empezar a alterar su buen ánimo, tomaba la salida de emergencia con la práctica del Yamikemi. Finalmente qué tópico, problema o diferencia de opinión podía ser más valioso que su paz espiritual.
El Yamikemi es una buena alternativa en una gran cantidad de situaciones. Mi mamá me la inculcó desde la infancia. La mía, desde luego. Cuando era niño y algo me preocupaba o entristecía hasta el llanto, ella me consolaba diciéndome que todos los problemas habidos y por haber podían solucionarse, menos uno: la muerte. Esa afirmación, que a mí me sonaba brillante y lapidaria (si hablamos de muerte, lo de lapidario queda muy bien), me hizo tal efecto que hasta la fecha, ya muy lejos de mi niñez, sigue sonando en mi cabecita loca. A mis hijos, que no elaboran quesos de mala calidad en materia de agobios -dignos hijos de su padre-, les repito esa máxima materna.
Por otra parte, cuando la dificultad parecía no tener solución, decía mi mamá, “si no tiene solución, no es un problema”, entonces, si no había problema, el asunto era caso cerrado y a otra cosa. Una vez más, lo que correspondía era usar la receta: Yamikemi.
Hablando en plata, esta filosofía no es otra cosa que desarrollar la habilidad de hacernos los occisos ante algunos conflictos de la vida cotidiana -a los cuales les concedemos importancia sin merecerla- con el fin supremo de salvaguardar nuestra salud emocional y la de nuestros prójimos, próximos y anexos. Por lo tanto el Yamikemi no es una técnica que funcione para todo, porque conlleva una buena dosis de displicencia, evasión y soslayo. Hay circunstancias de las que uno no puede fugarse así nomás; cabría primero poner un poco de orden antes de salir corriendo. De cualquier manera, estoy convencido que el Yamikemi es un buen aliado contra el cochino estrés.
Llegado el caso, también puede recurrirse a una variante que funciona muy bien en situaciones más perturbadoras: el Yamikeka, contracción de “Y a mí qué carajos” (aplicable a “me importa”, “me dicen”, “me preguntan”, “me joroban”, “me vienen con chismes”, y un etcétera totalmente al gusto).
Y finalmente un método más extremo aún, el Yamikeching, donde el sufijo “ching” es eso que están pensando.
Los juguetes de mi infancia
Se acerca el Día del Niño y los que tenemos uno en casa no podemos pasarlo desapercibido. Santi, que a sus 11 años ya es una verdolaga de más de metro y medio y no sé cuántos kilos de peso -los suficientes para no poderlo levantar ni con bulldozer-, apenas pasó la Navidad y empezó a mencionar camufladamente las cosas que le gustaría tener en el siguiente turno que el año pone en el calendario para hacer un regalito. Y ese turno corresponde precisamente al Día del Niño. Cuando hablo de las cosas que le gustan no me refiero necesariamente a juguetes físicos, cachivaches o muñecos que se puedan tocar, aventar, prestar, y guardar en un cajón. Ese tipo de trebejos ya han quedado un poco en desuso para Santi. Sus inquietudes lúdicas van por caminos caminos más abstractos: videojuegos que se descargan de la internet y se almacenan en un disco duro.
Eran otros los juguetes con los que ustedes y yo nos divertíamos en nuestra infancia. Desde luego que ustedes en su infancia y yo en la mía porque de seguro tenemos edades desiguales. Dependiendo del kilometraje que cada quien trae en su odómetro de vida, recuerda diferentes juguetes que reinaban en el gusto de la niñez y en el presupuesto de los papás del momento.
Yo puedo rememorar un puñado de productos de la marca mexicana Lilí Ledy que tenía dos líneas, Lilí para las niñas y Ledy para los varoncitos latosos. ¿Se acuerdan de los Aventureros de Acción, que eran la tropicalización del G.I. Joe norteamericano? Estos muñecos tenían articulados casi hasta los dedos chiquitos y eran temerarios soldados de cielo, mar y tierra, con mortíferos accesorios, lo cual nos recuerda que muchos de nosotros jugábamos a darnos de moquetes en la guerra y nuestros papás no se tiraban de los pelos por aquel espíritu bélico. Con el tiempo estos muñecos se vendían “con pelo de verdad”, movían sus ojos accionando una palanquita y hasta podían hablar. Paroxismo total.
¿Recuerdan a la Barbie mexicana que se llamaba Bárbara? ¿A Fabiola, la muñeca que camina por sí sola? ¿A Lagrimitas Lilí? ¿Y qué me dicen de El Hombre Nuclear con su ojito biónico o La Mujer Maravilla con sus brazaletes defensivos? ¿Alguien de ustedes tuvo el Horno Mágico Lilí, donde se hacían pastelitos de verdad al calor de unos focos de a peso? ¿Quién jugó Chuta-Gol, el tablero con monitos que les oprimías la cabeza y estiraban la patita para lanzar la pelota?
Yo gocé con mi Tira Papas Spud Gun, aquella pistola que, como su nombre bien lo indicaba, en inglés y en español para que no quedara el menor rastro de duda -ni de papa-, lanzaba proyectiles de dicho tubérculo o de cualquier otro, como camote, jícama o hasta rabanitos cambray.
Algo de lo que siempre me quedé con las ganas fue de una Avalancha, el carro deslizador sin pedales que me hacía babear cuando lo veía pasar por mi calle en Hermosillo. Para sustituir ese sueño me fabriqué mi propio go kart con tablas, clavos, tornillos y baleros por ruedas. Me tiraban de una cuerda desde una bicicleta y yo me sentía un poco más que Emerson Fittipaldi.
Por supuesto que también tuve yoyos, trompos y baleros de madera, canicas, aluciné en 3D con mi View Master, jugué con la autopista Hot Wheels color naranja de mi hermano, aprendí la maravillosa relación entre las matemáticas y el dibujo con mi Espirógrafo, tuve en mis manos un Kid Acero con agarre Kung Fu, hice magia con los trucos que me compraba en la tienda El Regalito, en Hermosillo, hice hablar a Cleto, mi muñeco de veintrílocuo, me deslicé y me di incontables trancazos con mis patines de ruidosas ruedas de metal, experimenté con mi juego de química, etc.
La tecnología para jugar en casa llegó tarde a mi infancia. Cuando niño, si quería divertirme con juegos electrónicos tenía que acudir a un lugar donde había “maquinitas” -que les llamábamos- y pagar un peso para jugar con aparatos que combinaban algo así como la mecánica con la óptica y que simulaban una realidad virtual bastante pleistocénica. La era del Atari y consolas posteriores me tomó bastante peludito.
No cabe duda que la nostalgia es una enfermedad que aparece con los años y se distingue por volverse crónica y progresiva. Además se manifiesta en la vida diaria a la menor provocación. Cada quien recuerda sus juguetes con emoción y cariño y piensa que la época que le tocó vivir fue la mejor en toda la historia de la humanidad.
Para este Día del Niño, Santi no quiere -ni siquiera conoce-, ninguno de los juegos y juguetes que mencioné arriba en mi furioso ataque de nostalgia. Santi quiere un videojuego y nada más. Tengo claro que él es un chico de una era contundentemente distinta a la mía, pero no por ello menos mágica y bella. Con los años, cuando sus hijos le pidan algún juguete (vaya usted a saber qué), él también sufrirá sus crisis de nostalgia recordando los antiquísimos y ñoños videojuegos de ahora.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Eran otros los juguetes con los que ustedes y yo nos divertíamos en nuestra infancia. Desde luego que ustedes en su infancia y yo en la mía porque de seguro tenemos edades desiguales. Dependiendo del kilometraje que cada quien trae en su odómetro de vida, recuerda diferentes juguetes que reinaban en el gusto de la niñez y en el presupuesto de los papás del momento.
Yo puedo rememorar un puñado de productos de la marca mexicana Lilí Ledy que tenía dos líneas, Lilí para las niñas y Ledy para los varoncitos latosos. ¿Se acuerdan de los Aventureros de Acción, que eran la tropicalización del G.I. Joe norteamericano? Estos muñecos tenían articulados casi hasta los dedos chiquitos y eran temerarios soldados de cielo, mar y tierra, con mortíferos accesorios, lo cual nos recuerda que muchos de nosotros jugábamos a darnos de moquetes en la guerra y nuestros papás no se tiraban de los pelos por aquel espíritu bélico. Con el tiempo estos muñecos se vendían “con pelo de verdad”, movían sus ojos accionando una palanquita y hasta podían hablar. Paroxismo total.
¿Recuerdan a la Barbie mexicana que se llamaba Bárbara? ¿A Fabiola, la muñeca que camina por sí sola? ¿A Lagrimitas Lilí? ¿Y qué me dicen de El Hombre Nuclear con su ojito biónico o La Mujer Maravilla con sus brazaletes defensivos? ¿Alguien de ustedes tuvo el Horno Mágico Lilí, donde se hacían pastelitos de verdad al calor de unos focos de a peso? ¿Quién jugó Chuta-Gol, el tablero con monitos que les oprimías la cabeza y estiraban la patita para lanzar la pelota?
Yo gocé con mi Tira Papas Spud Gun, aquella pistola que, como su nombre bien lo indicaba, en inglés y en español para que no quedara el menor rastro de duda -ni de papa-, lanzaba proyectiles de dicho tubérculo o de cualquier otro, como camote, jícama o hasta rabanitos cambray.
Algo de lo que siempre me quedé con las ganas fue de una Avalancha, el carro deslizador sin pedales que me hacía babear cuando lo veía pasar por mi calle en Hermosillo. Para sustituir ese sueño me fabriqué mi propio go kart con tablas, clavos, tornillos y baleros por ruedas. Me tiraban de una cuerda desde una bicicleta y yo me sentía un poco más que Emerson Fittipaldi.
Por supuesto que también tuve yoyos, trompos y baleros de madera, canicas, aluciné en 3D con mi View Master, jugué con la autopista Hot Wheels color naranja de mi hermano, aprendí la maravillosa relación entre las matemáticas y el dibujo con mi Espirógrafo, tuve en mis manos un Kid Acero con agarre Kung Fu, hice magia con los trucos que me compraba en la tienda El Regalito, en Hermosillo, hice hablar a Cleto, mi muñeco de veintrílocuo, me deslicé y me di incontables trancazos con mis patines de ruidosas ruedas de metal, experimenté con mi juego de química, etc.
La tecnología para jugar en casa llegó tarde a mi infancia. Cuando niño, si quería divertirme con juegos electrónicos tenía que acudir a un lugar donde había “maquinitas” -que les llamábamos- y pagar un peso para jugar con aparatos que combinaban algo así como la mecánica con la óptica y que simulaban una realidad virtual bastante pleistocénica. La era del Atari y consolas posteriores me tomó bastante peludito.
No cabe duda que la nostalgia es una enfermedad que aparece con los años y se distingue por volverse crónica y progresiva. Además se manifiesta en la vida diaria a la menor provocación. Cada quien recuerda sus juguetes con emoción y cariño y piensa que la época que le tocó vivir fue la mejor en toda la historia de la humanidad.
Para este Día del Niño, Santi no quiere -ni siquiera conoce-, ninguno de los juegos y juguetes que mencioné arriba en mi furioso ataque de nostalgia. Santi quiere un videojuego y nada más. Tengo claro que él es un chico de una era contundentemente distinta a la mía, pero no por ello menos mágica y bella. Con los años, cuando sus hijos le pidan algún juguete (vaya usted a saber qué), él también sufrirá sus crisis de nostalgia recordando los antiquísimos y ñoños videojuegos de ahora.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
jueves, 30 de noviembre de 2017
Mi antimemoria
Me considero una persona curiosa, no en el sentido de causar curiosidad -espero-, sino de sentirla por las cosas que me rodean.
Pero como en la vida siempre hay algún antídoto contra lo bueno, en contraposición a mi deseo de saber, padezco de una malísima memoria, sólo comparable a la de una PC de los ochentas. A esta calamidad individual yo la llamo antimemoria. Es como la sombra que me acompaña a todas partes, hasta en la más absoluta ausencia de luz. Es como el futbolista que me aplica marcaje personal para dar al traste a mis jugadas, es como mi ángel de la guarda pero en mala onda.
La memoria es una función cerebral que nos permite almacenar y clasificar vivencias, conocimientos y en general información del pasado. La parte del cerebro que se ocupa de esta función es el hipocampo -sí, homónimo del caballito de mar-. Hay memoria de corto, mediano y largo plazo, como los créditos de los bancos. Por su parte, mi antimemoria no es como los mencionados créditos, es un poco más siniestra, más bien es como el SAT: no avisa cuando va a atacar y lo hace sin piedad.
Me sucede muy a menudo que interesado leo sobre tal o cual tema, descubro datos, lugares, fechas y anécdotas que me resultan fascinantes y me mantienen con la cavidad bucal dilatada y vulnerable al ingreso de un díptero distraído. Pero en el instante en que cierro el libro o revista, ¡pum!, mi antimemoria le propina una certera cachetada al hipocampo y destruye el 52.75 por ciento de la información leída minutos antes. Ustedes se preguntarán por qué cito ese porcentaje tan preciso. Yo también.
Mi antimemoria es muy socarrona y está lista para cumplir su cometido en los momentos clave, sobre todo cuando hay público de por medio y requiero rapidez de respuesta. Estoy seguro que ella encuentra divertido verme hacer el ridículo cuando, contando alguna anécdota, olvido algunos de los elementos sustanciales de la historia, por ejemplo: el quién, el qué, el dónde o el cómo. O todas las anteriores. Cuando estoy en alguna tertulia con amigos y trato de aportar un dato pertinente a propósito de algún tema musical o una película que surge en la conversación, y necesito recordar el nombre del cantante o el actor, no sólo no recuerdo al cantante y al actor, sino acabo también olvidando a la canción y la película que dieron origen a la charla.
Cosa parecida me ocurre cuando alguien me pide que cuente un chiste. La primera batalla es localizar el mejor chistorete disponible en mis archivos mentales. Pero para ese momento mi antimemoria ya se me adelantó y se está regocijando poniendo en desorden dichos archivos, mezclando las clasificaciones temáticas y a los personajes típicos de los chistes, obligando así a convivir en lujuriosa promiscuidad a los borrachos con los gallegos, a los maridos cornudos con los argentinos, a los tipos feos -tan feos, tan feos- con las suegras entrometidas y no menos feas, a Pepito con la Pilarica, etcétera. Una vez que consigo que algún chascarrillo se asome tímidamente en el caos y me dispongo a contarlo, mi antimemoria hace su siguiente jugada y pone a prueba mi seguridad lanzándome dardos en forma de preguntas tan perturbadoras como: ¿cómo empieza?, ¿ya se lo sabrán mis amigos?, ¿cómo termina?, ¿se reirán?, ¿cómo me metí en este aprieto?, ¿dónde está la vía de escape más cercana?
Para colmo de desgracias, a mi antimemoria hay que sumarle mis rasgos obsesivos. Esta bonita combinación me ha provocado incontables noches de insomnio. Paso a explicar el fenómeno. Muchas veces, estando ya en mi cama, dispuesto a entregarme sin pudor a los brazos de Morfeo, aparece súbita e insospechadamente alguna pregunta de vital importancia y trascendencia, y que por lo tanto es urgente responder. Por citar sólo un puñado de ejemplos: ¿qué ropa usé ayer?, ¿qué desayuné el jueves de la semana antepasada?, ¿a quién le presté el Album Blanco de Los Beatles en la prepa y nunca me lo devolvió?, ¿en qué restaurant de qué ciudad -que prometí no olvidar jamás- comí la mejor sopa de tortilla de mi vida?, ¿cómo se llaman la canción y la película que cité dos párrafos arriba y cuyos cantante y protagonista tampoco recuerdo? Toda vez que es impostergable encontrar las respuestas a estas cuestiones filosóficas, mi obstinado cerebro se entrega a la tarea de zambullirse en los archivos que mi antimemoria ya revolvió con anticipación y hasta escondió vaya usted a saber dónde. ¿Por qué lo hace? Supongo que por joder. Es entonces que mi parte obsesiva entra en encarnizado duelo con mi antimemoria. Una no cesa de buscar y la otra no suelta prenda. La contienda puede prolongarse por varias horas y sólo el encontrar el dato requerido puede ponerle punto final al combate. Y, como sucede en las noches de placer carnal, lo que sigue es quedarse profundamente dormido.
Esta debilidad mnemológica me ha obligado a desarrollar mis propios sistemas de defensa contra mí mismo, dado que no confío ni tantito en mi memoria. Así que desde hace muchos años las cosas que deseo recordar en el corto plazo, como citas de trabajo, nombres de personas con las que tengo relación de cualquier índole, artículos que tengo que comprar, domicilios importantes, libros que me han recomendado, ideas para escribir algún texto, mejor las anoto, ora en papel, ora en alguno de mis dispositivos electrónicos, ora pro nobis. El problema es que con alarmante frecuencia no recuerdo qué anoté en papel y qué en el dispositivo electrónico.
Por todo esto, he llegado a la conclusión de que los sabios no son los que saben más sino los que recuerdan lo que saben.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Pero como en la vida siempre hay algún antídoto contra lo bueno, en contraposición a mi deseo de saber, padezco de una malísima memoria, sólo comparable a la de una PC de los ochentas. A esta calamidad individual yo la llamo antimemoria. Es como la sombra que me acompaña a todas partes, hasta en la más absoluta ausencia de luz. Es como el futbolista que me aplica marcaje personal para dar al traste a mis jugadas, es como mi ángel de la guarda pero en mala onda.
La memoria es una función cerebral que nos permite almacenar y clasificar vivencias, conocimientos y en general información del pasado. La parte del cerebro que se ocupa de esta función es el hipocampo -sí, homónimo del caballito de mar-. Hay memoria de corto, mediano y largo plazo, como los créditos de los bancos. Por su parte, mi antimemoria no es como los mencionados créditos, es un poco más siniestra, más bien es como el SAT: no avisa cuando va a atacar y lo hace sin piedad.
Me sucede muy a menudo que interesado leo sobre tal o cual tema, descubro datos, lugares, fechas y anécdotas que me resultan fascinantes y me mantienen con la cavidad bucal dilatada y vulnerable al ingreso de un díptero distraído. Pero en el instante en que cierro el libro o revista, ¡pum!, mi antimemoria le propina una certera cachetada al hipocampo y destruye el 52.75 por ciento de la información leída minutos antes. Ustedes se preguntarán por qué cito ese porcentaje tan preciso. Yo también.
Mi antimemoria es muy socarrona y está lista para cumplir su cometido en los momentos clave, sobre todo cuando hay público de por medio y requiero rapidez de respuesta. Estoy seguro que ella encuentra divertido verme hacer el ridículo cuando, contando alguna anécdota, olvido algunos de los elementos sustanciales de la historia, por ejemplo: el quién, el qué, el dónde o el cómo. O todas las anteriores. Cuando estoy en alguna tertulia con amigos y trato de aportar un dato pertinente a propósito de algún tema musical o una película que surge en la conversación, y necesito recordar el nombre del cantante o el actor, no sólo no recuerdo al cantante y al actor, sino acabo también olvidando a la canción y la película que dieron origen a la charla.
Cosa parecida me ocurre cuando alguien me pide que cuente un chiste. La primera batalla es localizar el mejor chistorete disponible en mis archivos mentales. Pero para ese momento mi antimemoria ya se me adelantó y se está regocijando poniendo en desorden dichos archivos, mezclando las clasificaciones temáticas y a los personajes típicos de los chistes, obligando así a convivir en lujuriosa promiscuidad a los borrachos con los gallegos, a los maridos cornudos con los argentinos, a los tipos feos -tan feos, tan feos- con las suegras entrometidas y no menos feas, a Pepito con la Pilarica, etcétera. Una vez que consigo que algún chascarrillo se asome tímidamente en el caos y me dispongo a contarlo, mi antimemoria hace su siguiente jugada y pone a prueba mi seguridad lanzándome dardos en forma de preguntas tan perturbadoras como: ¿cómo empieza?, ¿ya se lo sabrán mis amigos?, ¿cómo termina?, ¿se reirán?, ¿cómo me metí en este aprieto?, ¿dónde está la vía de escape más cercana?
Para colmo de desgracias, a mi antimemoria hay que sumarle mis rasgos obsesivos. Esta bonita combinación me ha provocado incontables noches de insomnio. Paso a explicar el fenómeno. Muchas veces, estando ya en mi cama, dispuesto a entregarme sin pudor a los brazos de Morfeo, aparece súbita e insospechadamente alguna pregunta de vital importancia y trascendencia, y que por lo tanto es urgente responder. Por citar sólo un puñado de ejemplos: ¿qué ropa usé ayer?, ¿qué desayuné el jueves de la semana antepasada?, ¿a quién le presté el Album Blanco de Los Beatles en la prepa y nunca me lo devolvió?, ¿en qué restaurant de qué ciudad -que prometí no olvidar jamás- comí la mejor sopa de tortilla de mi vida?, ¿cómo se llaman la canción y la película que cité dos párrafos arriba y cuyos cantante y protagonista tampoco recuerdo? Toda vez que es impostergable encontrar las respuestas a estas cuestiones filosóficas, mi obstinado cerebro se entrega a la tarea de zambullirse en los archivos que mi antimemoria ya revolvió con anticipación y hasta escondió vaya usted a saber dónde. ¿Por qué lo hace? Supongo que por joder. Es entonces que mi parte obsesiva entra en encarnizado duelo con mi antimemoria. Una no cesa de buscar y la otra no suelta prenda. La contienda puede prolongarse por varias horas y sólo el encontrar el dato requerido puede ponerle punto final al combate. Y, como sucede en las noches de placer carnal, lo que sigue es quedarse profundamente dormido.
Esta debilidad mnemológica me ha obligado a desarrollar mis propios sistemas de defensa contra mí mismo, dado que no confío ni tantito en mi memoria. Así que desde hace muchos años las cosas que deseo recordar en el corto plazo, como citas de trabajo, nombres de personas con las que tengo relación de cualquier índole, artículos que tengo que comprar, domicilios importantes, libros que me han recomendado, ideas para escribir algún texto, mejor las anoto, ora en papel, ora en alguno de mis dispositivos electrónicos, ora pro nobis. El problema es que con alarmante frecuencia no recuerdo qué anoté en papel y qué en el dispositivo electrónico.
Por todo esto, he llegado a la conclusión de que los sabios no son los que saben más sino los que recuerdan lo que saben.
Juan Miguel Portillo.
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Cuando el trabajo te divierte
La palabra trabajar viene del vocablo latín tripaliare que, a su vez, viene de tripalium. No es difícil adivinar en tripalium dos palabras juntas: tri (tres) y palium (palos), es decir tres palos (maestros del albur, absténganse). El tripalium era un instrumento de trabajo hecho con tres puntas o palos para herrar bueyes pero también se usaba como un yugo para castigar y torturar güeyes, es decir seres humanos.
De ahí que el concepto de trabajo tenga mucho que ver con la idea de sufrir. ¿Les suena familiar?
No conozco ninguna estadística sobre el índice de satisfacción del trabajador pero, si me baso solamente en lo que sucede a mi alrededor, sé que un altísimo porcentaje de gente que trabaja no está precisamente regocijado con lo que hace ni con lo que gana. Si se hacen con honradez, respeto y empeño, todos los trabajos son dignos, pero no cabe duda que hay de trabajos a trabajos y de que hay gente que quisiera estar haciendo otra cosa para ganarse la vida. Conozco el caso de Don Pipiandro Retrete, que se ufana de ser el mejor y más rápido limpiador de redes de drenaje de la ciudad. Un día me confesó, acá entre nos, que ya estaba pensando en buscar otro empleo porque estaba cansado de que en su propia casa siempre lo recibieran como apestado.
La vida te lleva a veces aleatoriamente por caminos que pueden o no cuadrar con tus vocaciones. Pero otras veces, hacer lo que te gusta puede ser una decisión que debes tomar de forma temprana.
Me considero de las personas afortunadas que trabajamos haciendo esas cosas que, si no fuera porque nos pagan, no les llamaríamos trabajo y las haríamos por el puro gusto. Es más, muchas de esas cosas las hicimos alguna vez sin cobrar y hasta pagábamos porque nos alquilaran. Escribir (humor, canciones, textos publicitarios) siempre ha sido una pachanga para mi, lo disfruto. De niño imaginaba que era cantante infantil de un grupo parecido a los Osmond -jóvenes, consultar algún libro de historia del siglo pasado- y prácticamente se me cumplió cuando fundamos mis colegas y yo el ensamble de humor musical Radiopatías. Por cierto, Radiopatías empezó como un juego para divertirnos una sola vez y casi 27 años después es la hora de que no dejamos de jugar. Cuando niño también soñaba despierto imaginando que era el actor de una película de vaqueros y ya he tenido la suerte de participar en una que otra peli, no de vaqueros pero si recuerdo alguna de narcos, para ir ad hoc con nuestra bonita vida actual.
Hacer radio ha sido un tremendo privilegio como prestador de voz para marcas comerciales y como conductor al aire de algunas aventuras radiofónicas desde 1985. En especial recuerdo ahora el programa de radio Tripas de Gato que hacía con mi querido Trino, monero de los buenos y creativo empedernido, a finales de los años noventa en Guadalajara. Fue un programa que disfruté una barbaridad. No nos importó tener que hacerlo justo a la hora de la comida, que ya es mucho decir. Pero no solamente hice con Trino el programa de radio, también realizamos por varios años doblajes con contenido político de series y películas americanas antiguas como El Llanero Solitario y Batman y Robin. No saben ustedes qué divertido era el proceso de grabación de esos programas. Pachanga pura. Esos doblajes aún se venden en los tianguis. De eso ya no recibo un peso pero los señores de la piratería sí.
Bueno, pues ayer tuve la suerte de iniciar como colaborador en un noticiero de Trino que pasará en Guadalajara por la radio AM y por internet. Mi participación es de solo unos minutos tres veces por semana pero con ese segmento tendré para añadirle a mi trabajo aún más momentos de regocijo. No quise hacerles aquí un aburrido currículum vitae, solo pretendí reflexionar sobre el valor de generar la convicción -porque así es o porque así quieres que sea- de que estás realizando actividades que disfrutas, te enriquecen el alma y te alegran el espíritu. Cuando el trabajo te divierte.
Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
De ahí que el concepto de trabajo tenga mucho que ver con la idea de sufrir. ¿Les suena familiar?
No conozco ninguna estadística sobre el índice de satisfacción del trabajador pero, si me baso solamente en lo que sucede a mi alrededor, sé que un altísimo porcentaje de gente que trabaja no está precisamente regocijado con lo que hace ni con lo que gana. Si se hacen con honradez, respeto y empeño, todos los trabajos son dignos, pero no cabe duda que hay de trabajos a trabajos y de que hay gente que quisiera estar haciendo otra cosa para ganarse la vida. Conozco el caso de Don Pipiandro Retrete, que se ufana de ser el mejor y más rápido limpiador de redes de drenaje de la ciudad. Un día me confesó, acá entre nos, que ya estaba pensando en buscar otro empleo porque estaba cansado de que en su propia casa siempre lo recibieran como apestado.
La vida te lleva a veces aleatoriamente por caminos que pueden o no cuadrar con tus vocaciones. Pero otras veces, hacer lo que te gusta puede ser una decisión que debes tomar de forma temprana.
Me considero de las personas afortunadas que trabajamos haciendo esas cosas que, si no fuera porque nos pagan, no les llamaríamos trabajo y las haríamos por el puro gusto. Es más, muchas de esas cosas las hicimos alguna vez sin cobrar y hasta pagábamos porque nos alquilaran. Escribir (humor, canciones, textos publicitarios) siempre ha sido una pachanga para mi, lo disfruto. De niño imaginaba que era cantante infantil de un grupo parecido a los Osmond -jóvenes, consultar algún libro de historia del siglo pasado- y prácticamente se me cumplió cuando fundamos mis colegas y yo el ensamble de humor musical Radiopatías. Por cierto, Radiopatías empezó como un juego para divertirnos una sola vez y casi 27 años después es la hora de que no dejamos de jugar. Cuando niño también soñaba despierto imaginando que era el actor de una película de vaqueros y ya he tenido la suerte de participar en una que otra peli, no de vaqueros pero si recuerdo alguna de narcos, para ir ad hoc con nuestra bonita vida actual.
Hacer radio ha sido un tremendo privilegio como prestador de voz para marcas comerciales y como conductor al aire de algunas aventuras radiofónicas desde 1985. En especial recuerdo ahora el programa de radio Tripas de Gato que hacía con mi querido Trino, monero de los buenos y creativo empedernido, a finales de los años noventa en Guadalajara. Fue un programa que disfruté una barbaridad. No nos importó tener que hacerlo justo a la hora de la comida, que ya es mucho decir. Pero no solamente hice con Trino el programa de radio, también realizamos por varios años doblajes con contenido político de series y películas americanas antiguas como El Llanero Solitario y Batman y Robin. No saben ustedes qué divertido era el proceso de grabación de esos programas. Pachanga pura. Esos doblajes aún se venden en los tianguis. De eso ya no recibo un peso pero los señores de la piratería sí.
Bueno, pues ayer tuve la suerte de iniciar como colaborador en un noticiero de Trino que pasará en Guadalajara por la radio AM y por internet. Mi participación es de solo unos minutos tres veces por semana pero con ese segmento tendré para añadirle a mi trabajo aún más momentos de regocijo. No quise hacerles aquí un aburrido currículum vitae, solo pretendí reflexionar sobre el valor de generar la convicción -porque así es o porque así quieres que sea- de que estás realizando actividades que disfrutas, te enriquecen el alma y te alegran el espíritu. Cuando el trabajo te divierte.
Juan Miguel Portillo
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Emoticones al rescate
Mandas un mensaje de texto por Whatsapp pensando que Pepe te responderá de inmediato. Te urge confirmar si asistirá a la reunión. No conoces la dirección del lugar. Ni la hora. Pero Pepe sí lo sabe. Acabas de recordar que la dichosa reunión será hoy en la tarde. Ves el reloj. Ya es la tarde. Envías el texto, “Pepe, estás ahí?”, y te quedas mirando la pantalla, observando el envío del mensaje como en cámara lenta: primero aparece la palomita indicadora de que ya fue entregado, luego la palomita de que ya lo recibió pero aún no lo ve, sigues con los ojos puestos sobre el celular como si ahí estuviera a punto de aparecer el número ganador del Melate, pero nada, ni la respuesta ni mucho menos el número del Melate; después las dos palomitas se pintan de ese esperado color azul, tu desesperación va a la alza, continúas con la mirada aferrada al dispositivo, solo deseas que en la parte superior de la pantalla aparezca la leyenda “Pepe está escribiendo…”, pero Pepe no escribe nada. El canalla ya recibió tu mensaje y no responde, quién sabe por cuál inicua razón. Te está dejando en visto con cinismo total. “¿Por qué me ignora el infeliz?”. Sabes que Pepe está detrás de ese maldito teléfono; entonces, enérgico, le envías otro mensaje acompañado de un desafiante emoticón amarillo, ése que tiene cara de impaciente: “¿Sí me respondes, porfa?”. Pero el intento de intimidación no tiene éxito. La cosa se torna violenta cuando subes el nivel de la arremetida usando ahora el terrorífico emoticón enojado de color rojo. Estás a punto de tomar la medida radical, la que no sueles emplear más que en situaciones de urgencia extrema: marcar y hablar con él. Cuando estás a punto de hacerlo recibes por fin su respuesta: “perdón, tenía mi celular en silencio porque estaba en la reunión, pero ya se terminó, ¿por qué no viniste?”.
Ni duda cabe, la comunicación entre personas tiene ahora una nueva forma y un nuevo vehículo llamado teléfono móvil, pero con la propagación de los servicios de mensajería instantánea, cada vez se usa menos como teléfono, que para eso se inventó, ¿o no? Hablar, hablar, lo que se dice hablar, hablamos poco, pero mensajeamos y whatsappeamos que es un contento, si me permiten estos neologismos que seguramente ponen los pelos de punta a los lingüistas, que, dicho sea de paso, para estos efectos sí tienen pelos en la lengua.
Más que un teléfono con el que también enviamos mensajes escritos, el celular se ha convertido en un dispositivo emisor de mensajes de texto con el que adicionalmente podemos hablar, en casos muy necesarios.
Los textos que intercambiamos diariamente no tienen por sí mismos un tono, una intención sonora, ni mucho menos una mirada que ponga el registro anímico de lo expresado, por lo que muchas veces quien recibe el mensaje tiene que recurrir al bufet emocional que su imaginación y estado de ánimo del momento le ponen a disposición, lo cual se presta a conjeturas y malentendidos.
Aquí es donde los emoticones salen al rescate, ellos son los emisarios de nuestros sentimientos, deseos, sueños, pasiones, ambiciones, miserias, filias y fobias. Hay gente que sabe usar los emoticones con maestría, eligiendo siempre el dibujito preciso. En esas artes yo me considero bastante plano y repetitivo. No salgo de la carita chapeteada que sonríe, la que deja ver la dentadura o la que ríe hasta las lágrimas. Elijo siempre el mismo mono para ciertos temas. Es decir, soy mono-temático.
La comunicación se ha vuelto impersonal en un sentido pero muy directa en otro. Impersonal porque -reitero- cada vez usamos menos la voz, herramienta fundamental de las relaciones interpersonales, pero a la vez se ha vuelto caprichosamente personal porque con los mensajes de texto podemos irrumpir de forma casi inmediata en la vida del otro. El mensaje escrito no necesita permiso para ser entregado al receptor. Lo enviamos y listo, en algún momento el destinatario lo leerá. Que nos quiera responder es otra historia.
Con el celular podemos estar en contacto con otras personas y con el mundo entero hasta cuando vamos al baño. En la calma soledad de un sanitario podemos hablar (eso sí, con ese delatador eco de los baños), intercambiar textos, ponerle me gusta a una foto en Facebook o ver un video. Tener revistas o libros en los baños para aligerar el momento ya es cosa del pasado.
En fin, al igual que en los mensajes de texto, hay tanto que decir y es tan poco el espacio que mejor le sigo en otra entrega. Una última reflexión: si las personas riéramos el mismo número de veces que escribimos “jajaja” en los mensajes, el mundo sería más feliz. (Emoticón sonriente y chapeteado).
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Ni duda cabe, la comunicación entre personas tiene ahora una nueva forma y un nuevo vehículo llamado teléfono móvil, pero con la propagación de los servicios de mensajería instantánea, cada vez se usa menos como teléfono, que para eso se inventó, ¿o no? Hablar, hablar, lo que se dice hablar, hablamos poco, pero mensajeamos y whatsappeamos que es un contento, si me permiten estos neologismos que seguramente ponen los pelos de punta a los lingüistas, que, dicho sea de paso, para estos efectos sí tienen pelos en la lengua.
Más que un teléfono con el que también enviamos mensajes escritos, el celular se ha convertido en un dispositivo emisor de mensajes de texto con el que adicionalmente podemos hablar, en casos muy necesarios.
Los textos que intercambiamos diariamente no tienen por sí mismos un tono, una intención sonora, ni mucho menos una mirada que ponga el registro anímico de lo expresado, por lo que muchas veces quien recibe el mensaje tiene que recurrir al bufet emocional que su imaginación y estado de ánimo del momento le ponen a disposición, lo cual se presta a conjeturas y malentendidos.
Aquí es donde los emoticones salen al rescate, ellos son los emisarios de nuestros sentimientos, deseos, sueños, pasiones, ambiciones, miserias, filias y fobias. Hay gente que sabe usar los emoticones con maestría, eligiendo siempre el dibujito preciso. En esas artes yo me considero bastante plano y repetitivo. No salgo de la carita chapeteada que sonríe, la que deja ver la dentadura o la que ríe hasta las lágrimas. Elijo siempre el mismo mono para ciertos temas. Es decir, soy mono-temático.
La comunicación se ha vuelto impersonal en un sentido pero muy directa en otro. Impersonal porque -reitero- cada vez usamos menos la voz, herramienta fundamental de las relaciones interpersonales, pero a la vez se ha vuelto caprichosamente personal porque con los mensajes de texto podemos irrumpir de forma casi inmediata en la vida del otro. El mensaje escrito no necesita permiso para ser entregado al receptor. Lo enviamos y listo, en algún momento el destinatario lo leerá. Que nos quiera responder es otra historia.
Con el celular podemos estar en contacto con otras personas y con el mundo entero hasta cuando vamos al baño. En la calma soledad de un sanitario podemos hablar (eso sí, con ese delatador eco de los baños), intercambiar textos, ponerle me gusta a una foto en Facebook o ver un video. Tener revistas o libros en los baños para aligerar el momento ya es cosa del pasado.
En fin, al igual que en los mensajes de texto, hay tanto que decir y es tan poco el espacio que mejor le sigo en otra entrega. Una última reflexión: si las personas riéramos el mismo número de veces que escribimos “jajaja” en los mensajes, el mundo sería más feliz. (Emoticón sonriente y chapeteado).
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Vacaciones en la ciudad
Llegó una de los momentos más esperados del año: la Semana Santa. Unos la aguardan por razones espirituales y otros, creo que los más, por un motivo más profano: porque con ella llegaron las vacaciones. Y me atrevo a decir que la mayoría la espera con gusto laico porque, si tomo como muestra el entorno de gente con quien trabajo y convivo -y me incluyo-, tengo la impresión de que lo que les mueve a salir de la ciudad hacia Puerto Vallarta con la cajuela del auto rebosante de enseres para el desparpajo, como cervezas y botanas, no es propiamente el deseo de beber hasta la inconsciencia para poder sobrellevar el duelo de La Pasión de Cristo; y tampoco veo a mis amigos rentando cabañas en Tapalpa con el fin de encerrarse en ellas a practicar el ascetismo que los conduzca a la purificación del espíritu; y de igual modo me cuesta trabajo pensar en quienes acuden los días de vigilia a restaurantes de mariscos para aniquilar con místico apetito un monumental robalo al mojo de ajo, no sin antes haberse azotado con él 39 veces en la espalda para purgar sus pecados carnales. Pero de eso no quiero hablar porque es muy espinoso. No me refiero al robalo, que sí lo es, sino al tema que, como todos los que tienen que ver con religión, puede terminar en una santa polémica que Dios guarde la hora.
La materia de mi breve reflexión es concerniente a las vacaciones de la Semana Santa.
Mi papá, un hombre entregado a su trabajo día con día en la banca central -solo como aclaración, sé que muchos de ustedes podrían estar pensando que él trabajaba boleando zapatos en alguna banca del centro de la ciudad, pero no, él trabajaba como funcionario en el Banco de México, conocido como la banca central de nuestro país—, no era muy amigo de las vacaciones en general, me atrevería a afirmar que en algún grado era eso que conocemos con el anglicismo de workaholic. En nuestra familia no tomábamos muchos días al año para salir de la ciudad, pero si habríamos de hacerlo, él pensaba que los días indicados eran de jueves a domingo en Semana Santa y que el destino ideal era la playa más cercana. En la teoría ese plan se antojaba fantástico, pero en la práctica era terrible dado que era el mismo plan de turbas de entusiastas vacacionistas que salían y regresaban en tropel el mismo día y a la misma hora que nosotros. Autopistas repletas, hoteles a reventar, albercas con más gente que agua, restaurantes con listas de espera desesperantes no aptas para hambrientos ansiosos, largas filas y precios altos hasta en el carrito de los elotes, etcétera.
Suena muy radical y gruñón pero, como no tengo la dicha de poseer una casa en la playa ni en la montaña donde pasar unas vacaciones a mi gusto y sin aglomeraciones, en la Semana Santa prefiero quedarme a disfrutar Guadalajara. Pocas oportunidades tenemos en el año para sentir que la ciudad nos pertenece a unos cuantos y me gusta aprovecharlas con alborozo y candoroso gozo (con rima y toda la cosa).
Cuando la ciudad se vacía disfruto enormemente andar por sus calles, esas calles señoriales que en tiempos regulares de prisa y estrés no volteamos a ver con el deleite y el orgullo que merecen. En ellas descubro, no sin asombro, edificios, jardines, parques, fuentes, monumentos, comercios, grafiti, baches y hasta cámaras para fotomultas que no había advertido. Es como esa refrescante sensación de novedad que experimentas cuando vuelves a leer un libro, ves una peli en la repetición de la madrugada o disfrutas el recalentado en la Navidad.
Apartarse del frenesí del tráfico normal, descansar del ir y venir cotidiano, del subir y bajar, y redescubrir nuestra ciudad con todas sus monerías y taras, no tendrá que ver nada con la fe ni la religión, pero son ocasiones que no se dan en maceta y que, cuando menos para este servidor, sí le hacen mucho bien al espíritu. A todos los que no saldrán a ningún lado, felices vacaciones en la ciudad.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
La materia de mi breve reflexión es concerniente a las vacaciones de la Semana Santa.
Mi papá, un hombre entregado a su trabajo día con día en la banca central -solo como aclaración, sé que muchos de ustedes podrían estar pensando que él trabajaba boleando zapatos en alguna banca del centro de la ciudad, pero no, él trabajaba como funcionario en el Banco de México, conocido como la banca central de nuestro país—, no era muy amigo de las vacaciones en general, me atrevería a afirmar que en algún grado era eso que conocemos con el anglicismo de workaholic. En nuestra familia no tomábamos muchos días al año para salir de la ciudad, pero si habríamos de hacerlo, él pensaba que los días indicados eran de jueves a domingo en Semana Santa y que el destino ideal era la playa más cercana. En la teoría ese plan se antojaba fantástico, pero en la práctica era terrible dado que era el mismo plan de turbas de entusiastas vacacionistas que salían y regresaban en tropel el mismo día y a la misma hora que nosotros. Autopistas repletas, hoteles a reventar, albercas con más gente que agua, restaurantes con listas de espera desesperantes no aptas para hambrientos ansiosos, largas filas y precios altos hasta en el carrito de los elotes, etcétera.
Suena muy radical y gruñón pero, como no tengo la dicha de poseer una casa en la playa ni en la montaña donde pasar unas vacaciones a mi gusto y sin aglomeraciones, en la Semana Santa prefiero quedarme a disfrutar Guadalajara. Pocas oportunidades tenemos en el año para sentir que la ciudad nos pertenece a unos cuantos y me gusta aprovecharlas con alborozo y candoroso gozo (con rima y toda la cosa).
Cuando la ciudad se vacía disfruto enormemente andar por sus calles, esas calles señoriales que en tiempos regulares de prisa y estrés no volteamos a ver con el deleite y el orgullo que merecen. En ellas descubro, no sin asombro, edificios, jardines, parques, fuentes, monumentos, comercios, grafiti, baches y hasta cámaras para fotomultas que no había advertido. Es como esa refrescante sensación de novedad que experimentas cuando vuelves a leer un libro, ves una peli en la repetición de la madrugada o disfrutas el recalentado en la Navidad.
Apartarse del frenesí del tráfico normal, descansar del ir y venir cotidiano, del subir y bajar, y redescubrir nuestra ciudad con todas sus monerías y taras, no tendrá que ver nada con la fe ni la religión, pero son ocasiones que no se dan en maceta y que, cuando menos para este servidor, sí le hacen mucho bien al espíritu. A todos los que no saldrán a ningún lado, felices vacaciones en la ciudad.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
¿Hace cuántos kilos que no te veía?
Hay comentarios que nunca deben hacerse si se quiere la sana convivencia, preservar la buena estima y la autoestima.
Apostaría que a algunos de ustedes les ha pasado que después de no ver a alguien por un tiempo, digamos cuando ese tiempo ya dejó algunas huellas en la región abdominal, dicha persona lo primero que les dice con irónico asombro es “¿Hace cuantos kilos que no te veía?” O el clásico comentario “te veo más repuestito”, así con ese odioso diminutivo que lo único que hace es agrandar la herida. ¿Y no les ha pasado que al escuchar eso ustedes sienten unas espeluznantes ganas de cachetear, picarle (o sacarle) un ojo (o los dos) y espetarle alguna respuesta peor de ponzoñosa al interlocutor? Sé de gente que tiene la costumbre de saludar así y créanme que antes me causaba un poco de gracia pero ahora no, en lo absoluto.
¿A alguno de ustedes le han dicho alguna vez “te ves muy bien para la edad que tienes”. ¿Se supone que el depositario de tal gentileza debe sentirse muy halagado porque a pesar de su avanzada edad no se ve tan jodido? Disculpe usted.
¿No les ha pasado, estimados lectores, que van a comer con un grupo de amigos o familiares a algún restaurante, una taquería por ejemplo, y sienten esa pecaminosa sensación de antojo irrefrenable por despacharse solamente un par de taquitos más para llenar ese pequeño hueco en el estómago, y después de haber pasado por el escrutinio de su propia conciencia, que de por sí es bastante regañona y antipática, no falta algún zopenco que les diga en tono sarcástico “ay, papáaa, ¿en serio vas a seguir comiendo?”. A mí me ha pasado muchas veces y créanme que en esas ocasiones también se despiertan mis más salvajes instintos en contra de esa persona, así se trate de un amigo, mi hermano o mi abuela.
Acabo de regresar de un viaje por tierras sonorenses donde las exquisiteces culinarias saltan a la vista y luego al plato con facilidad asombrosa. Por aquellos lugares las buenas carnes se encuentran por doquier en todas sus formas. Y no pude resistirme a la tentación de sucumbir a esos placeres, pero no en todas sus formas, solo en la gastronómica, otra de mis debilidades favoritas. Y como la carne no se come sola, sino con tortillas de harina sobaqueras, frijoles de la olla, una cerveza helada y coyotas por postre, es de lo más fácil cometer algunos excesos, deliciosos todos ellos. Dado que a mí no me gusta en lo absoluto que mis contertulios me anden fiscalizando las carnes que me echo al plato, y a mis amigos tampoco, entre ellos y yo sellamos un pacto muy saludable durante este viaje: queda estrictamente prohibido emitir opiniones, críticas y disquisiciones inhibidoras del gusto por comer. Cuando uno está bajo la lupa de los acompañantes, por más buenos amigos que sean, se quitan las ganas de comer. Y si se quitan las ganas de comer, la vida pierde todo sentido.
Lo más incómodo de estos comentarios es que muchas veces son ciertos y nos dan en esas fibras sensibles. Eso es lo peor.
Por todo ello sostengo que los mejores amigos no son los que siempre hablan claro o tienen un consejo para todo, sino los que saben callar cuando pido una ronda más de tacos. Buen provecho.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Apostaría que a algunos de ustedes les ha pasado que después de no ver a alguien por un tiempo, digamos cuando ese tiempo ya dejó algunas huellas en la región abdominal, dicha persona lo primero que les dice con irónico asombro es “¿Hace cuantos kilos que no te veía?” O el clásico comentario “te veo más repuestito”, así con ese odioso diminutivo que lo único que hace es agrandar la herida. ¿Y no les ha pasado que al escuchar eso ustedes sienten unas espeluznantes ganas de cachetear, picarle (o sacarle) un ojo (o los dos) y espetarle alguna respuesta peor de ponzoñosa al interlocutor? Sé de gente que tiene la costumbre de saludar así y créanme que antes me causaba un poco de gracia pero ahora no, en lo absoluto.
¿A alguno de ustedes le han dicho alguna vez “te ves muy bien para la edad que tienes”. ¿Se supone que el depositario de tal gentileza debe sentirse muy halagado porque a pesar de su avanzada edad no se ve tan jodido? Disculpe usted.
¿No les ha pasado, estimados lectores, que van a comer con un grupo de amigos o familiares a algún restaurante, una taquería por ejemplo, y sienten esa pecaminosa sensación de antojo irrefrenable por despacharse solamente un par de taquitos más para llenar ese pequeño hueco en el estómago, y después de haber pasado por el escrutinio de su propia conciencia, que de por sí es bastante regañona y antipática, no falta algún zopenco que les diga en tono sarcástico “ay, papáaa, ¿en serio vas a seguir comiendo?”. A mí me ha pasado muchas veces y créanme que en esas ocasiones también se despiertan mis más salvajes instintos en contra de esa persona, así se trate de un amigo, mi hermano o mi abuela.
Acabo de regresar de un viaje por tierras sonorenses donde las exquisiteces culinarias saltan a la vista y luego al plato con facilidad asombrosa. Por aquellos lugares las buenas carnes se encuentran por doquier en todas sus formas. Y no pude resistirme a la tentación de sucumbir a esos placeres, pero no en todas sus formas, solo en la gastronómica, otra de mis debilidades favoritas. Y como la carne no se come sola, sino con tortillas de harina sobaqueras, frijoles de la olla, una cerveza helada y coyotas por postre, es de lo más fácil cometer algunos excesos, deliciosos todos ellos. Dado que a mí no me gusta en lo absoluto que mis contertulios me anden fiscalizando las carnes que me echo al plato, y a mis amigos tampoco, entre ellos y yo sellamos un pacto muy saludable durante este viaje: queda estrictamente prohibido emitir opiniones, críticas y disquisiciones inhibidoras del gusto por comer. Cuando uno está bajo la lupa de los acompañantes, por más buenos amigos que sean, se quitan las ganas de comer. Y si se quitan las ganas de comer, la vida pierde todo sentido.
Lo más incómodo de estos comentarios es que muchas veces son ciertos y nos dan en esas fibras sensibles. Eso es lo peor.
Por todo ello sostengo que los mejores amigos no son los que siempre hablan claro o tienen un consejo para todo, sino los que saben callar cuando pido una ronda más de tacos. Buen provecho.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Gracias, Mr. Trump
No quisiera hablar de usted, Sr. Trump, corro el riesgo de caer en los lugares comunes. Los medios de comunicación del mundo ya le dedican miles de páginas y minutos y parece que el consenso no lo deja muy bien parado. Si empezara a injuriarlo, mi opinión solo se sumaría a la de la masa que lo repudia. Por eso de ninguna manera diré que me parece un tipo profundamente pedante y grotesco, fatuo y fanfarrón, que despilfarra no solamente dinero sino antipatía a raudales.
No tengo intenciones de entrar en su oprobioso juego de insultos, ni caer en la lúdica tentación de hacer referencia a su aspecto físico ya tan satirizado. Sería un desquite muy barato decir que cuando gesticula da la impresión de que el estreñimiento le causa retortijones o que parece que trae un gato alopécico muerto en la cabeza.
En verdad que me parecería una pérdida de tiempo y espacio en esta columna, en la que puedo verter otro tipo de ideas, escribir con rencor sobre sus diatribas en contra de los inmigrantes aún cuando usted es hijo de su mamacita escocesa con quien no me voy a meter –aunque resultaría muy tentador–, nieto de inmigrantes alemanes y esposo de una modelo eslovena, sin olvidar a su primera esposa que era de Checoslovaquia.
En lugar de proferir ofensas hacia su persona, prefiero agradecerle lo que ha hecho en esta campaña hacia la presidencia.
Gracias, Mr Trump, porque nos ha dado patéticos pero jocosísimos momentos en cada uno de sus discursos y con ello ha fomentado la creatividad de los ya de por sí ingeniosos profesionales de los memes, youtubers, comediantes e imitadores.
Gracias, señor Trump, porque con sus expresiones racistas ha logrado hacer que el mundo voltee con una inusitada empatía –limítrofe con la simpatía– hacia nosotros los mexicanos, y eso no nos viene nada mal en estos tiempos en que pasamos por una devaluación galopante, no solo del peso sino de nuestra reputación. Ya sabe usted: el narco, la delincuencia organizada, el gobierno desorganizado, la pobreza, la corrupción, y demás monerías con las que siempre sacamos primeros lugares internacionales, nos afean la cara, y usted, que pretende desarreglarla más con sus ataques bravucones, nos ha puesto en la marquesina y ha contribuido a resaltar los aportes de México al mundo y la colosal importancia de la fuerza de trabajo mexicana –y latina en general– a su país.
Gracias por recordarnos los errores del pasado y encarnar lo que no debe repetirse en la historia. De veras, qué detallazo de su parte. Claro que también hay mucha gente que tiene miedo de usted, de la posibilidad de que siga ascendiendo en la escalera de sus aspiraciones y llegue a la gran final. Pero eso no podrá ser, ¿verdad, Mr Trump? Usted es un farsante experto en reality shows y su campaña ha sido eso, un reality que terminará cuando sea sentenciado y expulsado, como usted mismo lo hizo con los participantes de su programa The Apprentice, sólo que en esta ocasión usted es el aprendiz y el juez serán los votantes de su país, entre los cuales, para nuestra fortuna, hay millones de latinos, así como simpatizantes de la diversidad racial y cultural y sobre todo, gente con cordura y memoria histórica.
Por todo lo anterior, mejor no hablo mal de usted. Uff, estuve a punto.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
No tengo intenciones de entrar en su oprobioso juego de insultos, ni caer en la lúdica tentación de hacer referencia a su aspecto físico ya tan satirizado. Sería un desquite muy barato decir que cuando gesticula da la impresión de que el estreñimiento le causa retortijones o que parece que trae un gato alopécico muerto en la cabeza.
En verdad que me parecería una pérdida de tiempo y espacio en esta columna, en la que puedo verter otro tipo de ideas, escribir con rencor sobre sus diatribas en contra de los inmigrantes aún cuando usted es hijo de su mamacita escocesa con quien no me voy a meter –aunque resultaría muy tentador–, nieto de inmigrantes alemanes y esposo de una modelo eslovena, sin olvidar a su primera esposa que era de Checoslovaquia.
En lugar de proferir ofensas hacia su persona, prefiero agradecerle lo que ha hecho en esta campaña hacia la presidencia.
Gracias, Mr Trump, porque nos ha dado patéticos pero jocosísimos momentos en cada uno de sus discursos y con ello ha fomentado la creatividad de los ya de por sí ingeniosos profesionales de los memes, youtubers, comediantes e imitadores.
Gracias, señor Trump, porque con sus expresiones racistas ha logrado hacer que el mundo voltee con una inusitada empatía –limítrofe con la simpatía– hacia nosotros los mexicanos, y eso no nos viene nada mal en estos tiempos en que pasamos por una devaluación galopante, no solo del peso sino de nuestra reputación. Ya sabe usted: el narco, la delincuencia organizada, el gobierno desorganizado, la pobreza, la corrupción, y demás monerías con las que siempre sacamos primeros lugares internacionales, nos afean la cara, y usted, que pretende desarreglarla más con sus ataques bravucones, nos ha puesto en la marquesina y ha contribuido a resaltar los aportes de México al mundo y la colosal importancia de la fuerza de trabajo mexicana –y latina en general– a su país.
Gracias por recordarnos los errores del pasado y encarnar lo que no debe repetirse en la historia. De veras, qué detallazo de su parte. Claro que también hay mucha gente que tiene miedo de usted, de la posibilidad de que siga ascendiendo en la escalera de sus aspiraciones y llegue a la gran final. Pero eso no podrá ser, ¿verdad, Mr Trump? Usted es un farsante experto en reality shows y su campaña ha sido eso, un reality que terminará cuando sea sentenciado y expulsado, como usted mismo lo hizo con los participantes de su programa The Apprentice, sólo que en esta ocasión usted es el aprendiz y el juez serán los votantes de su país, entre los cuales, para nuestra fortuna, hay millones de latinos, así como simpatizantes de la diversidad racial y cultural y sobre todo, gente con cordura y memoria histórica.
Por todo lo anterior, mejor no hablo mal de usted. Uff, estuve a punto.
Juan Miguel Portillo.
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¿Cómo dices que te llamas?
La vida nos obliga a tomar decisiones bien pensadas. Elegir una carrera o a la persona con la que te vas a casar son, sin duda, decisiones que habría que someter al concilio de todas nuestras capacidades cerebrales, pero regularmente esas determinaciones nos agarran inexpertos o con más hormonas que neuronas. Hay una decisión que es virtualmente irreversible y no tiene que ver con nuestro futuro sino con el de los hijos: los nombres que les ponemos.
Hay muchas motivaciones para elegir un nombre, pero, sólo por decir algo, distinguiré algunas clasificaciones.
Nombres tributo
Son los que les endilgamos a nuestros hijos para homenajear a la ascendencia familiar. En un derroche de ingenio acostumbramos ponerles los nombres de nosotros, los padres, sin importar las confusiones que se provoquen en casa al tener nombres feos y por duplicado. En algunas familias, que el abuelo se llamara Randulfo o Mamerto puede ser razón suficiente para arruinarle la existencia al nene. Y qué decir de los tíos Eustaquio y Falopio, o la abuela Eduarda que Dios tenga en su seno. También se suele homenajear a admiradas figuras públicas. Sé de un caso en que a los dos hijos, al varoncito y a su hermanita, los bautizaron con nombres homenaje a célebre futbolista: Diego el niño y Mara Dona la niña.
Nombres de moda
Cada generación se distingue por sus gustos cambiantes. En nuestros ancestros encontraremos nombres en desuso como Remedios, Eduwiges, Buenaventura, Hermenegildo, Fortunato, Margarito y tantos otros que antaño eran la cosa más normal y que hoy suenan a personajes de película de Joaquín Pardavé. Actualmente están de moda nombres recios como Emiliano, Ximena, Maximiliano y Valentina. También vemos carretadas de niños y jóvenes con nombres de prosapia ibérica como Rodrigo, Diego y Santiago.
Nombres de pila No me refiero a la pila bautismal sino a la pila de nombres que un cristiano puede cargar sobre sus hombros. Hay gente que tiene un verdadero catálogo en su acta de nacimiento, y todo porque sus indecisos padres no se pusieron de acuerdo. Recordemos a Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que terminó firmando como Juan Rulfo, o Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, a quien en su infancia le daba por hacer grafiti en casa, y quien era mejor conocido en la cuadra como Diego Rivera.
Nombres aspiracionales Jocelyn, Jennifer, Christopher, Brayan, Beverly, Jonathan,y así, mientras más “haches” y “yes” pongamos en medio, mejor. El apellido no importa, puede ser López, García o Martínez, y mucho menos es relevante si el mentado Brayan no tiene pinta de europeo, sino, por el contrario, es un morenazo con un cepillo de púas por cabellera.
Nombres nomás por joder
Aniv de la Rev, Disney Landia, Robocop, Hitler, Cafiaspirina, Batman, One Dollar, Cicuncisión, Masiosare, Brhadaranyakipanishadvivekachuda, y otras monadas se pueden encontrar en el Registro Civil de nuestro país. ¡Castigo para esos padres!
Estoy consciente que con estas reflexiones me llevé al baile a más de una docena de familiares y amigos. Que nadie se ofenda, lo digo yo que en esa materia tengo mis filias y mis fobias. Llamarse Juan Miguel puede parecer inocuo pero no lo es tanto. Infinidad de veces, al decir mi nombre de primera vez, basta un pestañeo para que ¡pum! el interlocutor me lo cambie a Juan Manuel.
Papás, cuando piensen en un nombre para su hijo tomen en consideración por lo menos dos cosas: que no provoque risa ni lástima y, algo muy importante, que quepa en un cheque y en una credencial del INE.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Hay muchas motivaciones para elegir un nombre, pero, sólo por decir algo, distinguiré algunas clasificaciones.
Nombres tributo
Son los que les endilgamos a nuestros hijos para homenajear a la ascendencia familiar. En un derroche de ingenio acostumbramos ponerles los nombres de nosotros, los padres, sin importar las confusiones que se provoquen en casa al tener nombres feos y por duplicado. En algunas familias, que el abuelo se llamara Randulfo o Mamerto puede ser razón suficiente para arruinarle la existencia al nene. Y qué decir de los tíos Eustaquio y Falopio, o la abuela Eduarda que Dios tenga en su seno. También se suele homenajear a admiradas figuras públicas. Sé de un caso en que a los dos hijos, al varoncito y a su hermanita, los bautizaron con nombres homenaje a célebre futbolista: Diego el niño y Mara Dona la niña.
Nombres de moda
Cada generación se distingue por sus gustos cambiantes. En nuestros ancestros encontraremos nombres en desuso como Remedios, Eduwiges, Buenaventura, Hermenegildo, Fortunato, Margarito y tantos otros que antaño eran la cosa más normal y que hoy suenan a personajes de película de Joaquín Pardavé. Actualmente están de moda nombres recios como Emiliano, Ximena, Maximiliano y Valentina. También vemos carretadas de niños y jóvenes con nombres de prosapia ibérica como Rodrigo, Diego y Santiago.
Nombres de pila No me refiero a la pila bautismal sino a la pila de nombres que un cristiano puede cargar sobre sus hombros. Hay gente que tiene un verdadero catálogo en su acta de nacimiento, y todo porque sus indecisos padres no se pusieron de acuerdo. Recordemos a Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que terminó firmando como Juan Rulfo, o Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, a quien en su infancia le daba por hacer grafiti en casa, y quien era mejor conocido en la cuadra como Diego Rivera.
Nombres aspiracionales Jocelyn, Jennifer, Christopher, Brayan, Beverly, Jonathan,y así, mientras más “haches” y “yes” pongamos en medio, mejor. El apellido no importa, puede ser López, García o Martínez, y mucho menos es relevante si el mentado Brayan no tiene pinta de europeo, sino, por el contrario, es un morenazo con un cepillo de púas por cabellera.
Nombres nomás por joder
Aniv de la Rev, Disney Landia, Robocop, Hitler, Cafiaspirina, Batman, One Dollar, Cicuncisión, Masiosare, Brhadaranyakipanishadvivekachuda, y otras monadas se pueden encontrar en el Registro Civil de nuestro país. ¡Castigo para esos padres!
Estoy consciente que con estas reflexiones me llevé al baile a más de una docena de familiares y amigos. Que nadie se ofenda, lo digo yo que en esa materia tengo mis filias y mis fobias. Llamarse Juan Miguel puede parecer inocuo pero no lo es tanto. Infinidad de veces, al decir mi nombre de primera vez, basta un pestañeo para que ¡pum! el interlocutor me lo cambie a Juan Manuel.
Papás, cuando piensen en un nombre para su hijo tomen en consideración por lo menos dos cosas: que no provoque risa ni lástima y, algo muy importante, que quepa en un cheque y en una credencial del INE.
Juan Miguel Portillo.
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