En el futbol actual hay más copas y ligas que en cualquier departamento de lencería. Además de no perder detalle de los torneos locales -la Liga MX y la de Ascenso- en México solemos chutarnos (aquí sí muy apropiadamente empleado el verbo) la Concachampions, la Copa Libertadores, la Copa de Oro, el futbol español, la Copa del Rey, la Champions League, la Bundesleague y las que la tele proponga y disponga.
Me asombra la capacidad del futbol para mover masas, dinero y pasiones de la forma en que lo hace.
Dicen que el futbol es como una religión y esta analogía es muy certera por la manera en que este deporte congrega el entusiasmo y la fe de millones de personas en torno a un equipo que cambia constantemente de integrantes y directivos -y hasta de nombre y colores- y puede hacer que sus adeptos crean que la felicidad se mide en goles. Al igual que en las religiones, en el futbol se piensa que los simpatizantes de los equipos contrarios son herejes que viven en el error y merecen el escarnio popular con un buen ¡eeeeeeeeh… putoooooooo!
Cada quien tiene su percepción del futbol y su modo de vivirlo. Entre mis amigos hay unos cuantos moderados que lo viven como una forma de entretenimiento de fin de semana y pretexto para la vida social. Se reúnen con sus amistades a ver un buen partido, o lo que resulte, con ganas de disfrutar el momento pero sin apasionamientos. En cambio otros, los más, lo viven con furor, gritan jubilosos o coléricos, según le vaya bien o mal al equipo y se desgañitan desde su asiento lanzando sabias indicaciones técnicas al jugador o al entrenador, a quien no bajan de orate. Por cierto, es curioso que después de una temporada desastrosa los directores técnicos son obligados a renunciar por ineptos e incapaces y, no obstante ello, la semana siguiente son contratados por otros equipos como los mejores y más experimentados estrategas. Unos verdaderos mesías de dudoso pasado.
Conozco personas cuyo fervor futbolero es tan intenso que su estado anímico no está regido por su situación sentimental, laboral o económica sino por el sitio que ocupen las Chivas, el América o el Cruz Azul en la tabla de posiciones del torneo en curso.
¿Por qué adorar a un equipo conformado por un puñado de jugadores que ni siquiera conocemos? ¿Por qué sufrir, llorar y gozar con lo que sucede en las entretelas de un equipo como si nosotros fuéramos los dueños del equipo y nuestro patrimonio estuviera en juego?
Las razones por las que le puedes ir a un equipo tienen orígenes variados y, según he podido observar, muchas veces no tienen mucho que ver con que el club tenga un prestigio triunfador o una avasalladora carrera de copas ganadas. Los motivos son más circunstanciales y hasta caprichosos: bien porque es el equipo de la localidad, bien porque mi papá y mis hermanos siempre le han ido, o porque me dio la gana. Yo, que solo soy un villamelón de tercera, me conduzco con desparpajada mezquindad. Le voy al equipo al que haya que irle según las circunstancias. Por ejemplo, si juega al Atlas y estoy con mis amigos atlistas, la prudencia me dice que el pellejo es primero y durante el partido me comporto como uno de ellos, incluso celebro exultante alguna jugada brillante o un gol a favor. Lo mismo hago si me encuentro con algún o algunos Chivas de corazón viendo un partido de este equipo. Cuando se presenta la ocasión de un clásico entre ambas escuadras y alguien me pregunta que a cuál de las dos le voy, siempre respondo que al Chitlas, que es una fusión de Chivas y Atlas. Llámenme convenenciero, lo acepto sin pudor, pero de esa manera aumento las posibilidades de que al final alguno de mis equipos me dé la satisfacción de ganar. Aunque siempre existe la posibilidad de que el partido termine en un narcótico empate.
Cuando veo escenas de gente llorando por la derrota de su equipo, fanáticos repartiendo moquetes a la porra rival o, el colmo, lanzándose con rabia perruna sobre el árbitro, el entrenador o algún jugador despistado, me pregunto en qué momento de la evolución humana apareció un balón rupestre en nuestro camino y empezamos a creer que el sentido filosófico de nuestra existencia era tundirlo a patadas.
El fut es bonito, me gusta, disfruto los mundiales de cada 4 años, pero lo que pase fuera de ese contexto realmente no afecta mi estado de ánimo. Excepto cuando el equipo mexicano se juega su tambaleante reputación y la pierde frente a Chile en un estrepitoso 7 a 0. Eso sí me enoja.
Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
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