viernes, 1 de diciembre de 2017

Mis maestros y la pedagogía de ayer

En mis lejanas épocas de alumno -porque estudiante era sólo cuando estudiaba y eso no lo hacía todo el tiempo- tuve algunas maestras y maestros que me marcaron. El profesor Valdés, por ejemplo, me marcó la frente de un gisazo certero que me lanzó con destreza olímpica desde el pizarrón hasta la sexta fila en el momento en que yo platicaba con mi buen amigo El Tacho en segundo de secundaria.

También recuerdo las marcas con tinta roja con que destacaba mis reprobadas en la boleta de calificaciones la profesora Titina de tercero de primaria. Mi maestra de primero de primaria utilizaba en el salón una herramienta pedagógica de avanzada: a los niños varones que mostraban mala conducta se les pasaba al frente y se les ponía un uniforme escolar de niña para ser exhibidos ante las risas de los compañeros. Qué cosas, para la maestra, portar un vestido de niña era denigrante. Échense ese trompo a la uña. Vaya usted a saber qué pensaba de ser niña.

En cambio ahora, en el colegio al que asiste Santiago, mi hijuelo menor, se constituye un Consejo de Alumnos que semanalmente sesiona en horas de clase donde se analizan comportamientos y en ese marco los mocosos se confrontan para dirimir diferencias. Bolas, don Cuco. Puesto a rememorar, viene a mí la imagen de la profesora Josefina de quinto de primaria, eficaz, claridosa y directa. Los pelos que no tenía en la lengua los lucía en las piernas, de ahí su apodo de la tarántula. Su mote no le hacía justicia a su forma de ser, dado que era una persona esmerada y paciente. Antes, a los que platicábamos en clase, o que hacíamos dibujos en los cuadernos mientras el profe explicaba, nos distraíamos con el vuelo de las moscas y sacábamos malas notas en matemáticas, física y geografía, los profes nos llamaban burros, y el tratamiento para eso era el reglazo, el jalón de patilla y unos buenos regaños.

Ahora, los que presentan los mismos problemas de conducta son chicos con Trastorno de Déficit de Atención con o sin rasgos de hiperactividad (TDA y TDAH), y se les atiende con costosas terapias y medicamentos que, para desgracia de los bolsillos de los padres, aún no vende el Dr. Simi. No tengo duda de que, de haber existido estas pomposas clasificaciones en mi infancia, mi foto habría aparecido en el diccionario. Pero en ese tiempo los chicos con TDA éramos simplemente flojos y distraídos. En mis épocas no había tecnología al servicio del estudiante. Una calculadora Casio era lo más avanzado con lo que yo contaba en la prepa, y si digo “contaba” lo digo de forma literal. En la universidad los trabajos se hacían a golpe de máquina de escribir y, cuando se hablaba de computadoras, se pensaba en esas máquinas llenas de foquitos de colores que salían en las películas de El Santo.

Ahora la computadora es una herramienta, más que necesaria, obligatoria para cualquier estudiante. Pareciera que estamos a punto de que, en lugar de cuadernos, los estudiantes utilicen solamente computadoras y tabletas, y que, en vez de la tradicional lista de útiles, los maestros les pidan a los alumnos una lista de aplicaciones. Pero recién ha pasado el Día del Maestro y la fecha se hizo para homenajear a los mentores. Vienen a mi recuerdo infinidad de nombres, rostros y voces acumuladas en muchos años en las doce instituciones educativas a las que asistí en las ciudades en que he vivido hasta ahora. Gratísimos recuerdos.

Desde el kínder hasta el querido Iteso siempre encontré esos aliados que me tuvieron paciencia, que me ayudaron a sacar lo mejor de mí, que me avisparon la vena artística, que me corrigieron en tiempo y forma, que me regalaban las palabras correctas y las calificaciones justas y a veces benévolas, etcétera, etcétera. A ellos, muchas gracias, y a los maestros que se parten el alma en las aulas todos los días, mi reconocimiento total. Y los profes que están en paros y plantones, regresen a clases, plis. Ya chole.

Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo

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