Pocas formas tan bobas de iniciar una conversación de pasillo como decir “qué calor está haciendo, ¿verdad?”. No obstante que soy consciente de ello me es inevitable resbalarme y soltar esta memez a la menor provocación. Y es que tanto en la comunicación interpersonal como en la física térmica el calor ayuda a romper el hielo.
Los calores de mayo en tierras jaliscienses nos unen en un clamor que cada año es mayor: que ya lleguen las lluvias.
Parece que el proverbial clima eternamente primaveral de Guadalajara, con el paso de los años, se ha ido fundiendo en el horno de la urbanización y del presunto calentamiento global. La fama internacional de una ciudad templada todo el año está quedando sepultada bajo edificios y pavimento.
Yo nací en Veracruz y viví feliz mi infancia y mi adolescencia en los climas extremos de Sinaloa y Sonora, donde los calores, especialmente en mi querido Hermosillo, con temperaturas de hasta 50 grados, son para que se cuezan los huevos en la calle -a aquellos de mente impía les aclaro que los huevos referidos son los de gallina que la gente ociosa suele estrellar en las banquetas ardientes para ver cómo se cocinan- y sé por ello que un termómetro tapatío que marca 30, 32 o 34 grados centígrados no es una señal del Apocalipsis, pero a nosotros, los malacostumbrados habitantes del verde Valle de Atemajac y cercanías, nos hace sentir que bailamos sobre brasas en el averno mismo.
Será que en mi casa -que también es la casa de ustedes, pero sobre todo es del banco que me prestó el dinero para comprarla- no tenemos las instalaciones adecuadas para hacerle frente a los días bochornosos. El equipo de aire acondicionado que tengo en mi recámara lo uso poco porque por un lado me genera frescura, pero por el otro un ardiente y abultado recibo de luz. Este aparato consume más electricidad que quesadillas el pequeño Santiago, mi vástago en vías de desarrollo. Y eso es ya mucho decir. A propósito de este candente tema -no el de las quesadillas sino el del calor-, en su colegio suspendieron las clases vespertinas para que las criaturas no sufran los azotes de la despiadada canícula tapatía.
Será que mi recámara es muy caliente, pero para mí las noches son de sofoco. Soy de sueño ligero y me despierto con el vuelo de una mosca. En mi cama el calor me tiene dando vueltas sobre mi propio eje y cambiando de lado la almohada. Prendo el ventilador y parece que lo que accioné fue una secadora de pelo. Al despertar, siento que no descansé lo suficiente.
Solo hay una cosa que me puede estresar más que conducir en medio de un tráfico copioso y odioso, y es conducir en medio de un tráfico copioso, odioso y además tener mucho calor.
Hay un integrante de la familia que padece en forma particular la primavera y el verano, nuestra perrita Trufa. Ella es un ejemplar Shih Tzu, una raza creada por los chinos en las estepas Tibetanas donde los fríos son, paradójicamente, del demonio. Cada temporada de calor Trufa se desparrama a sus anchas en el piso buscando dos cosas, un poco de fresco y alguna respuesta a sus conflictos existenciales: “¿qué carajos hago aquí?”
No sé si a ustedes, pero a mí el calor no me ayuda al trabajo y a la productividad. Tan es así que cuando me senté a escribir mi colaboración de esta semana para La Vida Inútil, el tema elegido era otro completamente distinto, pero el calor me llevó a disertar sobre estas banalidades que a nadie le interesan. Por eso digo, con perdón de ustedes, que el calor me apendeja.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
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