No sé si a ustedes les pasa que ven un noticiero y no saben si reír, llorar o rezar. A mí sí.
Pareciera que las noticias solo califican como tales cuando son malas. Los protagonistas son más o menos los mismos, como villanos de películas de Marvel. Políticos y gobernantes, líderes ideológicos de uno y otro bando, lords y ladies de pena ajena, organizaciones criminales, célebres capos de la droga, extremistas religiosos, el peso y el dólar, en fin.
En lo personal no experimento ninguna fobia contra las televisoras, como veo que sucede a muchos amigos y conocidos a quienes la palabra Televisa les provoca retortijones de tercer grado y náuseas propias del Síndrome Legarreta. Tengo claro que la objetividad periodística es un activo muy preciado y que hay quienes lo manejan en su quehacer y otros ni siquiera lo conocen.
No es que me tenga sin cuidado lo que suceda en la vida política, pero los políticos me resultan cada vez más antipáticos. Creo ser un ciudadano con conciencia y me preocupa lo que los gobiernos y los partidos -cada vez más partidos en cachitos- hacen de nuestro dinero y de nuestros derechos en beneficio de ellos. La política es un mundo donde hasta el más Santo, tarde o temprano, se convierte en Blue Demon. De ello se da cuenta todos los días en los periódicos, en el radio y en la televisión. Y nosotros asistimos al espectáculo aguantando el entripado.
Sería mal negocio para los medios que la realidad fuera otra, que los partidos estuvieran de acuerdo, que López Obrador convocara a miles en el Zócalo para felicitar públicamente al presidente en turno por sus aciertos, que fuera costumbre que la economía del país marchara mejor que un soldado en desfile, que en México siempre estuviéramos a la cabeza en la lucha contra la corrupción, que ganáramos mundiales de futbol y nuestros atletas regresaran de las Olimpiadas con más medallas en el pecho que lentejuelas en un vestido de Lady Gaga y que los narcotraficantes fueran gente educada y con muchos valores (humanos, desde luego).
Las malas noticias viajan rápido y llegan primero. Nadie les opone resistencia y las dejamos pasar con morbosa curiosidad, como si en ellas encontráramos un extraño regocijo.
Parece ser que esta proclividad a las malas noticias es una herencia de nuestros antepasados cavernícolas. Imagínenlos siempre acechados por el peligro de ser atacados y merendados por alguna fiera, que en ese tiempo eran de tamaños respetables, o por un congénere en ayunas con ganas de birlarle la comida y, en un descuido, expropiarle a la mujer. Esa zozobra de supervivencia los mantenía en vigilia, atentos al enemigo y con una sensibilidad muy desarrollada a todo lo malo que ocurriera a su alrededor. En la vida moderna es muy difícil que un tigre nos ataque por las calles pero de alguna manera nuestro cerebro sigue respondiendo con este instinto ancestral.
Pues bien, por azares de la vida últimamente he estado ausente de los noticieros de televisión y creo que la experiencia me está gustando. No me hacen falta y, por lo contrario, creo que esto me hace un poco más feliz. Suficiente tengo con mis problemas de la vida cotidiana para encima despacharme los de gente que ni conozco. Si debo enterarme de lo más importante, lo hago un poco con la radio, con los diarios, y con algunas fuentes informativas en la internet, sin escenas perturbadoras ni presentadores engolados, eligiendo las notas que quiero ver y leer.
Seguramente las televisoras estarán temblando por mi decisión pero por un tiempo no veré noticieros. He dicho.
@jmportillo
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