No sé quién inició esta tradición familiar pero mi árbol genealógico es frondoso en impuntuales. Mis abuelos, mis padres y mis hermanos lo eran. Yo, el menor, aprendí bien el juego.
Mi papá fue impuntual y mi madre no hacía malos quesos, los hacía tarde pero nunca malos. Recuerdo que mi papá le pedía a ella que estuviera lista a las ocho de la noche para ir a algún compromiso, pero él llegaba a recogerla ya muy cerca de las nueve. Mi mamá, sabedora que mi papá no cumplía con sus promesas de horario, tampoco estaba lista, ni a las ocho ni a las nueve, sino rayando las nueve y media. Eso provocaba una animada trifulca que podía prolongarse y al final terminaban saliendo de casa alrededor de las diez y media.
No sé si la impuntualidad se transmite genéticamente, lo que sí sé es que mi mamá me contaba que yo debí haber nacido, según los cálculos del ginecólogo, un 24 de septiembre; pero se llegó la fecha pronosticada y la versión nonata de este servidor no dio muestra alguna de querer abandonar las cálidas instalaciones maternas. Una semana más tarde, el 1 de octubre, me sacaron de mi mamá a tirones en un operativo de desalojo. Afortunadamente la cesárea fue un éxito. Nací con una semana de retraso.
Para mí llegar tarde al colegio era regla. Si el timbre de entrada sonaba a las ocho, mi mamá despertaba a las siete y media, pero yo invariablemente sucumbía ante el embeleso del “otro ratito”, el momento más brutalmente delicioso del tiempo de sueño, y que terminaba con el grito estrepitoso de mi mamá:—¡ya son las ocho! —. Acto seguido, daba un brinco de la cama, me vestía en un minuto, pepenaba un pan tostado a la pasada y me subía al auto, con una mamá furiosa al volante, para llegar a la escuela a las ocho y diez, cuando la profesora ya había tomado lista. Un retardo más en la boleta.
Con los años, la impuntualidad se va consolidando en los hábitos. Lo que de niño constituye retrasos en la boleta de calificaciones, de adulto son problemas en el trabajo, días descontados en la quincena, negocios que no se cierran, malas caras por doquier, y, como en mi caso, etiquetas muy difícil de sacudirse, aun cuando desde hace muchos años he trabajado intensamente en el aspecto de la puntualidad con resultados satisfactorios. No importa cuánto te esfuerces en demostrar que ya no eres el de antes. Para la gente que conoció y padeció esa faceta de ti siempre serás un impuntual, con rango de vitalicio y honorario.
Ese currículum que me gané a pulso me ha permitido distinguir algunas características de los impuntuales. Si coinciden contigo algunas de las siguientes afirmaciones, es posible que también padezcas retardo crónico:
- No importa cuánto tiempo te hayas tomado para llegar puntual a tu cita, siempre harás algo de último minuto que te hará salir tarde a ella.
- Generalmente sobreestimas el tiempo disponible y crees que puedes hacer mucho más de lo que realmente puedes.
- Todos los días te repites: “ahora sí, mañana voy a llegar temprano”. Buen propósito, pero la neurolingüística no aplicada no sirve de nada.
- Si al dirigirte a tu cita calculas que llegarás antes de la hora señalada, te detendrás a despilfarrar esos minutos en comprar un cafecito o alguna otra bagatela. El chiste es llegar tarde.
Hay quienes opinan que la impuntualidad es un hábito inconsciente que puede denotar baja autoestima, rebeldía o ganas de fregar; otros piensan que está relacionado con la procrastinación.
Cualquiera que sea la causa original, un delicioso caldo de cultivo es la tolerancia que los demás les dispensan a los que llegan tarde. En México, donde la impuntualidad es la firma de la casa, dicha tolerancia es proverbial, casi como la impunidad con la que se regocijan los delincuentes.
Aquí muchas veces se cita a una hora sabiendo que se empezará media hora después. Eso sucede en conciertos y todo tipo de eventos, donde se presume que el respetable llegará a una hora no muy respetable. En cambio, en Estados Unidos, por hacer una comparación odiosa, los espectáculos comienzan a la hora que se anuncian, so pena de recibir disuasivas multas por parte de la autoridad. Igualmente, en ese país o en otros de los llamados avanzados, al que llega tarde a una cita de negocios se le hace juicio sumario y es llevado a la horca.
No puedo asegurar que a mí se me quitó por completo pero a la impuntualidad la tengo bastante a raya. No por mis méritos, sino por efecto de los jalones de oreja y algunas mentadas de madre recibidas, y porque hay responsabilidades en la vida que no la soslayan. Admito que convivir y trabajar con gente puntual ayuda mucho. Todos hemos sido víctimas y victimarios de la impuntualidad. Ya lo dijo el profeta Tardeus Dilatum: “el que esté libre de retardos que tire la primera neta.”
Y para cerrar el tema terminaré diciendo que la impuntualidad nos ha acompañado desde el principio de los tiempos y así será por los siglos de los siglos, amén.
Juan Miguel Portillo
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