En la actualidad encontramos lo gourmet hasta en la sopa, valga la obviedad. Los supermercados ahora tienen anaqueles llenos de productos gourmet con marcas de alimentos conocidas que han creado su línea gourmet de lo mismo que han vendido toda la vida. Por la calle vemos pizzas, tacos y hasta elotes gourmet. ¿Nos estamos volviendo más conocedores de la buena comida o se trata más bien de un concepto de moda para vender más?
Si nos remitimos al diccionario de la RAE veremos que el sustantivo gourmet, de origen francés, se usa para referirse a alguien que gusta de paladear platillos exquisitos. Hasta aquí el terminajo suena congruente conmigo y con todos -o casi todos- mis conocidos. ¿A quién de ustedes no le gusta saborear un bocado delicioso? Trátese de una garnacha, una pasta, una ensalada o un trozo de animal -con cuernos, plumas o escamas-, a todos nos agrada que esté bien elaborado y que tenga buen sabor. ¿Eso es ser gourmet?
Yo me confieso simplemente un devoto de la comida, de corazón y tripa. Mi afición por mover el bigote es bien conocida entre mi círculo de amigos y me ha hecho acreedor a una reputación de glotón y antojadizo.
Mi apetito entusiasta y mi gozo por comer me han acompañado desde mi más tierna infancia. Mi mamá me contaba que siendo yo un bebé de brazos, llegado el momento de comer, se activaba mi sistema de alarma con un llanto tan repentino y estrepitoso que la pobre tenía que enchufarme el biberón en el tiempo más breve posible para evitar que su bodoque pasara de angelito a demonio de los infiernos. Mientras comía, una sonrisa se me dibujaba y mis ojitos se ponían en blanco en un rictus de éxtasis casi pecaminoso.
Al principio era solo elemental apetito y con los años se fue tornando en curiosidad por probar nuevos sabores y texturas. De niño nunca le hice el fuchi a las frutas ni a las verduras. Tampoco me asustaba un pescado frito entero que parecía verme con resignación desde el plato, es más, yo empezaba por comerme sus aletas y su cola porque me encantaba su crujiente sabor. Lo que a mis amigos de la infancia les causaba repugnancia, a mí me provocaba un interés gastronómico: el bofe, los riñones, la cabeza, el hígado y otras partes contenidas en el tratado de anatomía veterinaria.
Con el tiempo estos gustos van encontrando formas de expresión y uno va buscando sitios donde comer lo mejor posible, nuevos platillos para experimentar, se hacen viajes para conocer la cocina de la región -turismo gastronómico que le llaman- y procuramos conocer gente afín en estas lides.
Pero hay que tener cuidado. Uno de los problemas de este hobby es que conlleva el riesgo de, no sólo querer comer rico, sino acostumbrarse a hacerlo en abundancia. De adolescente podía cenar dos o tres veces con el mismo fervor, una para ver mi programa de tele favorito, otra para acompañar a mi papá y la tercera por placer. Cuando salía a cenar a los tacos, mis compañeros comensales trababan apuestas para adivinar cuantos tacos me empacaría. Me distinguía por comer como si no hubiera un mañana.
Sin embargo el cuerpo es sabio y se da sus mañas para disuadirte de seguir por el camino de la desmesura alimenticia: unos kilitos por aquí, una buena gastritis por acá, un poco de colesterol más allá, y otro tanto ácido úrico acullá empiezan a hacer su aparición. Todos estos desajustes se vuelven muy buenas razones para, sin perder el gusto por la buena comida, poner un poco de orden en los hábitos nutricionales.
Volviendo a la palabra gourmet, si indagamos un poco más en ella, descubriremos que más allá de solo aludir a alguien con un buen gusto para comer, su significado encierra densos aires de refinamiento, sofisticación y exquisitez. Y ahí es donde el asunto se empieza a poner pedante, o petulante, para no dar lugar a malas interpretaciones hablando del hecho de comer. Una cosa es saber cuando la sopa está exquisita y otra muy distinta es que los exquisitos pretendamos ser nosotros. Por eso yo prefiero que mis amigos me llamen simplemente tragón. O, como diría nuestro amigo Arturo Rojo de la Torre, tragón pero fino.
@jmportillo
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