El Día del Padre se acerca. Es un día para que los hijos reconozcan a sus padres de la misma forma en que sus padres los reconocieron a ellos. Porque, y no es por intrigar, sé de casos de algunos presuntos progenitores -amigos y parientes míos- que no admitieron la presunta paternidad del bodoque. Y también sé de otros presuntos papás que han asumido la autoría material de niños que, si bien salieron del vientre de su esposa, tienen la mismita cara del jefe, la vívida sonrisa del vecino o las orejas prominentes del compadre.
Los padres de ahora ya no somos como los de antes. El rol paterno ha ido evolucionando de una manera insospechada. Antaño, los cánones del buen papá estipulaban que su responsabilidad primordial, y casi única, era trabajar las horas que fueran necesarias para conseguir el sustento de la madre y los hijos. Su injerencia en la educación estaba bastante acotada por el tiempo que podía pasar con sus retoños. Y si pensamos que los papás solamente los veían a la hora de comer, un rato por las noches y los fines de semana, su tiempo para educar era tan limitado como el de los maestros de Oaxaca que se pasan el año entero en manifestaciones.
Los papás de antes eran firmes en sus decisiones y, ante la interpelación de los insurrectos hijos, eran hombres de una sola palabra: “cállate”. Educaban sin mayores miramientos y con mano dura. Además de la mano dura, también solían usar un buen cinturón de cuero. En cambio en estos tiempos, aunque tengamos ganas de propinarles a nuestros hijos unos sonoros coscorrones o apretarles el pescuezo, las nuevas reglas del juego nos invitan a no transitar al terreno de los pescozones sin antes negociar con criterio amplio y voluntad conciliatoria. Si la diplomacia no surte buen efecto, entonces ya podemos pasar al ring donde muy probablemente ellos nos darán nuestro merecido acusándonos de autoritarismo, represión y violación de los derechos humanos. Si son menores de edad, usarán en su defensa los dichosos derechos de los niños, consagrados en no sé qué declaración de la ONU.
Los papás de ahora se involucran mucho más en las faenas que otrora estaban reservadas para las madres. En la actualidad, los papás cambian pañales, hacen desayunos, acuestan hijos y los levantan para llevarlos a la escuela. Desde el embarazo asisten con sus parejas a los cursos psicoprofilácticos donde, solidarios, aprenden con ellas el arte del pujido. Yo nunca fui a estos cursos pero sí asistí a los partos de mis dos hijos. Tembloroso, con videocámara en mano y disfrazado de cirujano no perdí detalle de tan asombrosos momentos.
Algunas generaciones atrás los papás no solían acudir a los festivales escolares de los hijos porque sus responsabilidades de trabajo no lo permitían. Para esas labores pueriles estaba la mamá, siempre lista para fletarse con preparativos y hurras el día del gran evento. En cambio ahora los papás entusiastas acudimos en tropel, con cara de zorimbos extasiados a aplaudir al nene cuando lo vemos cantar en medio de un tumultuoso coro infantil una canción navideña o quizá, si el chamaco derrocha talento, recitar de memoria un par de líneas el Día de la Raza disfrazado de Cristóbal Colón.
Ya no solamente a las mamás en su día se les rinde tributo en el colegio. Ahora también a los papás nos dedican un sencillo pero no menos honroso acto del Día Del Padre. Quince minutos de algarabía con pastel, agua fresca y una conmovedora canción de Timbiriche como número estelar. Conquistas del género masculino.
Los de antes y los de ahora, cada cual en su tiempo, con sus luces y sus sombras, los papás son seres que dejan una marca tan profunda en la vida de los hijos que su voz y su presencia nos acompaña -o nos persigue, como se quiera ver- por la vida entera. Es curioso, los hijos tratamos de aprender de los errores de los padres para no cometerlos cuando nos toque jugar ese papel. Y resulta que acabamos repitiendo las frases y haciendo las mismas cosas que les criticábamos. En mi vocabulario hay una profusa lista de palabras paternas que me afloran como el hipo. Expresiones verbales y gestos que brotan de forma tan natural y espontánea que a veces siento que el espíritu de mi difunto papá se instala como copiloto en mi cabina de mando.
Y sí, es él, Don Agustín, quien dejó su huella en mí, de la misma manera en que creo que yo lo estoy haciendo con mis hijos. No pretendo dejarles enseñanzas monumentales. Me daría por satisfecho si el recuerdo de mi paso por este mundo les provocara una sonrisa.
Feliz día del Padre.
Facebook: Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
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