Se acerca el Día del Niño y los que tenemos uno en casa no podemos pasarlo desapercibido. Santi, que a sus 11 años ya es una verdolaga de más de metro y medio y no sé cuántos kilos de peso -los suficientes para no poderlo levantar ni con bulldozer-, apenas pasó la Navidad y empezó a mencionar camufladamente las cosas que le gustaría tener en el siguiente turno que el año pone en el calendario para hacer un regalito. Y ese turno corresponde precisamente al Día del Niño. Cuando hablo de las cosas que le gustan no me refiero necesariamente a juguetes físicos, cachivaches o muñecos que se puedan tocar, aventar, prestar, y guardar en un cajón. Ese tipo de trebejos ya han quedado un poco en desuso para Santi. Sus inquietudes lúdicas van por caminos caminos más abstractos: videojuegos que se descargan de la internet y se almacenan en un disco duro.
Eran otros los juguetes con los que ustedes y yo nos divertíamos en nuestra infancia. Desde luego que ustedes en su infancia y yo en la mía porque de seguro tenemos edades desiguales. Dependiendo del kilometraje que cada quien trae en su odómetro de vida, recuerda diferentes juguetes que reinaban en el gusto de la niñez y en el presupuesto de los papás del momento.
Yo puedo rememorar un puñado de productos de la marca mexicana Lilí Ledy que tenía dos líneas, Lilí para las niñas y Ledy para los varoncitos latosos. ¿Se acuerdan de los Aventureros de Acción, que eran la tropicalización del G.I. Joe norteamericano? Estos muñecos tenían articulados casi hasta los dedos chiquitos y eran temerarios soldados de cielo, mar y tierra, con mortíferos accesorios, lo cual nos recuerda que muchos de nosotros jugábamos a darnos de moquetes en la guerra y nuestros papás no se tiraban de los pelos por aquel espíritu bélico. Con el tiempo estos muñecos se vendían “con pelo de verdad”, movían sus ojos accionando una palanquita y hasta podían hablar. Paroxismo total.
¿Recuerdan a la Barbie mexicana que se llamaba Bárbara? ¿A Fabiola, la muñeca que camina por sí sola? ¿A Lagrimitas Lilí? ¿Y qué me dicen de El Hombre Nuclear con su ojito biónico o La Mujer Maravilla con sus brazaletes defensivos? ¿Alguien de ustedes tuvo el Horno Mágico Lilí, donde se hacían pastelitos de verdad al calor de unos focos de a peso? ¿Quién jugó Chuta-Gol, el tablero con monitos que les oprimías la cabeza y estiraban la patita para lanzar la pelota?
Yo gocé con mi Tira Papas Spud Gun, aquella pistola que, como su nombre bien lo indicaba, en inglés y en español para que no quedara el menor rastro de duda -ni de papa-, lanzaba proyectiles de dicho tubérculo o de cualquier otro, como camote, jícama o hasta rabanitos cambray.
Algo de lo que siempre me quedé con las ganas fue de una Avalancha, el carro deslizador sin pedales que me hacía babear cuando lo veía pasar por mi calle en Hermosillo. Para sustituir ese sueño me fabriqué mi propio go kart con tablas, clavos, tornillos y baleros por ruedas. Me tiraban de una cuerda desde una bicicleta y yo me sentía un poco más que Emerson Fittipaldi.
Por supuesto que también tuve yoyos, trompos y baleros de madera, canicas, aluciné en 3D con mi View Master, jugué con la autopista Hot Wheels color naranja de mi hermano, aprendí la maravillosa relación entre las matemáticas y el dibujo con mi Espirógrafo, tuve en mis manos un Kid Acero con agarre Kung Fu, hice magia con los trucos que me compraba en la tienda El Regalito, en Hermosillo, hice hablar a Cleto, mi muñeco de veintrílocuo, me deslicé y me di incontables trancazos con mis patines de ruidosas ruedas de metal, experimenté con mi juego de química, etc.
La tecnología para jugar en casa llegó tarde a mi infancia. Cuando niño, si quería divertirme con juegos electrónicos tenía que acudir a un lugar donde había “maquinitas” -que les llamábamos- y pagar un peso para jugar con aparatos que combinaban algo así como la mecánica con la óptica y que simulaban una realidad virtual bastante pleistocénica. La era del Atari y consolas posteriores me tomó bastante peludito.
No cabe duda que la nostalgia es una enfermedad que aparece con los años y se distingue por volverse crónica y progresiva. Además se manifiesta en la vida diaria a la menor provocación. Cada quien recuerda sus juguetes con emoción y cariño y piensa que la época que le tocó vivir fue la mejor en toda la historia de la humanidad.
Para este Día del Niño, Santi no quiere -ni siquiera conoce-, ninguno de los juegos y juguetes que mencioné arriba en mi furioso ataque de nostalgia. Santi quiere un videojuego y nada más. Tengo claro que él es un chico de una era contundentemente distinta a la mía, pero no por ello menos mágica y bella. Con los años, cuando sus hijos le pidan algún juguete (vaya usted a saber qué), él también sufrirá sus crisis de nostalgia recordando los antiquísimos y ñoños videojuegos de ahora.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
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