Hay comentarios que nunca deben hacerse si se quiere la sana convivencia, preservar la buena estima y la autoestima.
Apostaría que a algunos de ustedes les ha pasado que después de no ver a alguien por un tiempo, digamos cuando ese tiempo ya dejó algunas huellas en la región abdominal, dicha persona lo primero que les dice con irónico asombro es “¿Hace cuantos kilos que no te veía?” O el clásico comentario “te veo más repuestito”, así con ese odioso diminutivo que lo único que hace es agrandar la herida. ¿Y no les ha pasado que al escuchar eso ustedes sienten unas espeluznantes ganas de cachetear, picarle (o sacarle) un ojo (o los dos) y espetarle alguna respuesta peor de ponzoñosa al interlocutor? Sé de gente que tiene la costumbre de saludar así y créanme que antes me causaba un poco de gracia pero ahora no, en lo absoluto.
¿A alguno de ustedes le han dicho alguna vez “te ves muy bien para la edad que tienes”. ¿Se supone que el depositario de tal gentileza debe sentirse muy halagado porque a pesar de su avanzada edad no se ve tan jodido? Disculpe usted.
¿No les ha pasado, estimados lectores, que van a comer con un grupo de amigos o familiares a algún restaurante, una taquería por ejemplo, y sienten esa pecaminosa sensación de antojo irrefrenable por despacharse solamente un par de taquitos más para llenar ese pequeño hueco en el estómago, y después de haber pasado por el escrutinio de su propia conciencia, que de por sí es bastante regañona y antipática, no falta algún zopenco que les diga en tono sarcástico “ay, papáaa, ¿en serio vas a seguir comiendo?”. A mí me ha pasado muchas veces y créanme que en esas ocasiones también se despiertan mis más salvajes instintos en contra de esa persona, así se trate de un amigo, mi hermano o mi abuela.
Acabo de regresar de un viaje por tierras sonorenses donde las exquisiteces culinarias saltan a la vista y luego al plato con facilidad asombrosa. Por aquellos lugares las buenas carnes se encuentran por doquier en todas sus formas. Y no pude resistirme a la tentación de sucumbir a esos placeres, pero no en todas sus formas, solo en la gastronómica, otra de mis debilidades favoritas. Y como la carne no se come sola, sino con tortillas de harina sobaqueras, frijoles de la olla, una cerveza helada y coyotas por postre, es de lo más fácil cometer algunos excesos, deliciosos todos ellos. Dado que a mí no me gusta en lo absoluto que mis contertulios me anden fiscalizando las carnes que me echo al plato, y a mis amigos tampoco, entre ellos y yo sellamos un pacto muy saludable durante este viaje: queda estrictamente prohibido emitir opiniones, críticas y disquisiciones inhibidoras del gusto por comer. Cuando uno está bajo la lupa de los acompañantes, por más buenos amigos que sean, se quitan las ganas de comer. Y si se quitan las ganas de comer, la vida pierde todo sentido.
Lo más incómodo de estos comentarios es que muchas veces son ciertos y nos dan en esas fibras sensibles. Eso es lo peor.
Por todo ello sostengo que los mejores amigos no son los que siempre hablan claro o tienen un consejo para todo, sino los que saben callar cuando pido una ronda más de tacos. Buen provecho.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
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