Llegó una de los momentos más esperados del año: la Semana Santa. Unos la aguardan por razones espirituales y otros, creo que los más, por un motivo más profano: porque con ella llegaron las vacaciones. Y me atrevo a decir que la mayoría la espera con gusto laico porque, si tomo como muestra el entorno de gente con quien trabajo y convivo -y me incluyo-, tengo la impresión de que lo que les mueve a salir de la ciudad hacia Puerto Vallarta con la cajuela del auto rebosante de enseres para el desparpajo, como cervezas y botanas, no es propiamente el deseo de beber hasta la inconsciencia para poder sobrellevar el duelo de La Pasión de Cristo; y tampoco veo a mis amigos rentando cabañas en Tapalpa con el fin de encerrarse en ellas a practicar el ascetismo que los conduzca a la purificación del espíritu; y de igual modo me cuesta trabajo pensar en quienes acuden los días de vigilia a restaurantes de mariscos para aniquilar con místico apetito un monumental robalo al mojo de ajo, no sin antes haberse azotado con él 39 veces en la espalda para purgar sus pecados carnales. Pero de eso no quiero hablar porque es muy espinoso. No me refiero al robalo, que sí lo es, sino al tema que, como todos los que tienen que ver con religión, puede terminar en una santa polémica que Dios guarde la hora.
La materia de mi breve reflexión es concerniente a las vacaciones de la Semana Santa.
Mi papá, un hombre entregado a su trabajo día con día en la banca central -solo como aclaración, sé que muchos de ustedes podrían estar pensando que él trabajaba boleando zapatos en alguna banca del centro de la ciudad, pero no, él trabajaba como funcionario en el Banco de México, conocido como la banca central de nuestro país—, no era muy amigo de las vacaciones en general, me atrevería a afirmar que en algún grado era eso que conocemos con el anglicismo de workaholic. En nuestra familia no tomábamos muchos días al año para salir de la ciudad, pero si habríamos de hacerlo, él pensaba que los días indicados eran de jueves a domingo en Semana Santa y que el destino ideal era la playa más cercana. En la teoría ese plan se antojaba fantástico, pero en la práctica era terrible dado que era el mismo plan de turbas de entusiastas vacacionistas que salían y regresaban en tropel el mismo día y a la misma hora que nosotros. Autopistas repletas, hoteles a reventar, albercas con más gente que agua, restaurantes con listas de espera desesperantes no aptas para hambrientos ansiosos, largas filas y precios altos hasta en el carrito de los elotes, etcétera.
Suena muy radical y gruñón pero, como no tengo la dicha de poseer una casa en la playa ni en la montaña donde pasar unas vacaciones a mi gusto y sin aglomeraciones, en la Semana Santa prefiero quedarme a disfrutar Guadalajara. Pocas oportunidades tenemos en el año para sentir que la ciudad nos pertenece a unos cuantos y me gusta aprovecharlas con alborozo y candoroso gozo (con rima y toda la cosa).
Cuando la ciudad se vacía disfruto enormemente andar por sus calles, esas calles señoriales que en tiempos regulares de prisa y estrés no volteamos a ver con el deleite y el orgullo que merecen. En ellas descubro, no sin asombro, edificios, jardines, parques, fuentes, monumentos, comercios, grafiti, baches y hasta cámaras para fotomultas que no había advertido. Es como esa refrescante sensación de novedad que experimentas cuando vuelves a leer un libro, ves una peli en la repetición de la madrugada o disfrutas el recalentado en la Navidad.
Apartarse del frenesí del tráfico normal, descansar del ir y venir cotidiano, del subir y bajar, y redescubrir nuestra ciudad con todas sus monerías y taras, no tendrá que ver nada con la fe ni la religión, pero son ocasiones que no se dan en maceta y que, cuando menos para este servidor, sí le hacen mucho bien al espíritu. A todos los que no saldrán a ningún lado, felices vacaciones en la ciudad.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
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