Mandas un mensaje de texto por Whatsapp pensando que Pepe te responderá de inmediato. Te urge confirmar si asistirá a la reunión. No conoces la dirección del lugar. Ni la hora. Pero Pepe sí lo sabe. Acabas de recordar que la dichosa reunión será hoy en la tarde. Ves el reloj. Ya es la tarde. Envías el texto, “Pepe, estás ahí?”, y te quedas mirando la pantalla, observando el envío del mensaje como en cámara lenta: primero aparece la palomita indicadora de que ya fue entregado, luego la palomita de que ya lo recibió pero aún no lo ve, sigues con los ojos puestos sobre el celular como si ahí estuviera a punto de aparecer el número ganador del Melate, pero nada, ni la respuesta ni mucho menos el número del Melate; después las dos palomitas se pintan de ese esperado color azul, tu desesperación va a la alza, continúas con la mirada aferrada al dispositivo, solo deseas que en la parte superior de la pantalla aparezca la leyenda “Pepe está escribiendo…”, pero Pepe no escribe nada. El canalla ya recibió tu mensaje y no responde, quién sabe por cuál inicua razón. Te está dejando en visto con cinismo total. “¿Por qué me ignora el infeliz?”. Sabes que Pepe está detrás de ese maldito teléfono; entonces, enérgico, le envías otro mensaje acompañado de un desafiante emoticón amarillo, ése que tiene cara de impaciente: “¿Sí me respondes, porfa?”. Pero el intento de intimidación no tiene éxito. La cosa se torna violenta cuando subes el nivel de la arremetida usando ahora el terrorífico emoticón enojado de color rojo. Estás a punto de tomar la medida radical, la que no sueles emplear más que en situaciones de urgencia extrema: marcar y hablar con él. Cuando estás a punto de hacerlo recibes por fin su respuesta: “perdón, tenía mi celular en silencio porque estaba en la reunión, pero ya se terminó, ¿por qué no viniste?”.
Ni duda cabe, la comunicación entre personas tiene ahora una nueva forma y un nuevo vehículo llamado teléfono móvil, pero con la propagación de los servicios de mensajería instantánea, cada vez se usa menos como teléfono, que para eso se inventó, ¿o no? Hablar, hablar, lo que se dice hablar, hablamos poco, pero mensajeamos y whatsappeamos que es un contento, si me permiten estos neologismos que seguramente ponen los pelos de punta a los lingüistas, que, dicho sea de paso, para estos efectos sí tienen pelos en la lengua.
Más que un teléfono con el que también enviamos mensajes escritos, el celular se ha convertido en un dispositivo emisor de mensajes de texto con el que adicionalmente podemos hablar, en casos muy necesarios.
Los textos que intercambiamos diariamente no tienen por sí mismos un tono, una intención sonora, ni mucho menos una mirada que ponga el registro anímico de lo expresado, por lo que muchas veces quien recibe el mensaje tiene que recurrir al bufet emocional que su imaginación y estado de ánimo del momento le ponen a disposición, lo cual se presta a conjeturas y malentendidos.
Aquí es donde los emoticones salen al rescate, ellos son los emisarios de nuestros sentimientos, deseos, sueños, pasiones, ambiciones, miserias, filias y fobias. Hay gente que sabe usar los emoticones con maestría, eligiendo siempre el dibujito preciso. En esas artes yo me considero bastante plano y repetitivo. No salgo de la carita chapeteada que sonríe, la que deja ver la dentadura o la que ríe hasta las lágrimas. Elijo siempre el mismo mono para ciertos temas. Es decir, soy mono-temático.
La comunicación se ha vuelto impersonal en un sentido pero muy directa en otro. Impersonal porque -reitero- cada vez usamos menos la voz, herramienta fundamental de las relaciones interpersonales, pero a la vez se ha vuelto caprichosamente personal porque con los mensajes de texto podemos irrumpir de forma casi inmediata en la vida del otro. El mensaje escrito no necesita permiso para ser entregado al receptor. Lo enviamos y listo, en algún momento el destinatario lo leerá. Que nos quiera responder es otra historia.
Con el celular podemos estar en contacto con otras personas y con el mundo entero hasta cuando vamos al baño. En la calma soledad de un sanitario podemos hablar (eso sí, con ese delatador eco de los baños), intercambiar textos, ponerle me gusta a una foto en Facebook o ver un video. Tener revistas o libros en los baños para aligerar el momento ya es cosa del pasado.
En fin, al igual que en los mensajes de texto, hay tanto que decir y es tan poco el espacio que mejor le sigo en otra entrega. Una última reflexión: si las personas riéramos el mismo número de veces que escribimos “jajaja” en los mensajes, el mundo sería más feliz. (Emoticón sonriente y chapeteado).
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
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