lunes, 30 de noviembre de 2015

¿Eres indeciso?


No sé, puede ser, a lo mejor, quién sabe. 
Gaspar Henaine 'Capulina'.



     Cuando llegó el momento de ponerme manos a la obra para redactar este texto, acudí como siempre a mis notas, donde acostumbro poner ideas, temas, sugerencias y chispazos que creo pudieran ser de utilidad para escritos futuros. Abrí la lista y me reencontré con esos temas que poco a poco fui registrando porque no confío ni un pelo en mi memoria y que aguardaban silenciosos su turno para ver la luz en alguna divagación como esta. Eran entre ocho y diez temas -es decir nueve- y sentí que todos ellos tenían igualdad de merecimientos porque, interesantes o no, el simple hecho de haberles dado lugar en esa relación les había otorgado un peso específico y les hizo crear expectativas. Repasé el listado y me pareció ver a los temas mirándome implorantes, y casi los escuché gritar “Yo, yo, por favor”.

     Los repasé reiteradas veces y de entre todos me decidí por el tema El placer de Comer, una de mis debilidades más fuertes (paradójicamente). Cuando había escrito no más de siete líneas sentí que la materia no me estaba generando interés sino hambre. Aborté, pues, el plan y viré hacia el tema de La Falta de Concentración en el Trabajo, un problema que nos es común a muchos, pero algo que no puedo precisar sucedió, me distrajo y perdí el hilo de lo que escribía. 

     Examiné nuevamente la lista y elegí otro tema, no recuerdo exactamente cuál, creo que era La mala Memoria . Pocos minutos después tuve que abandonar el escrito porque olvidé que no hace mucho había escrito sobre el tema.

     En ese punto estaba más que claro que era víctima de un fuerte ataque de indecisión. Si alguno de ustedes ha sufrido el tener que enfrentarse a la difícil prueba de decidir entre una o dos cosas o, peor aún, entre una gama amplia de opciones, y siente que le va la vida en ello, sabe de lo que estoy hablando.

     La indecisión nos acompaña desde niños y si no le damos unos zapes a tiempo, acaba por seguirnos sigilosamente en casi cada acto de nuestra vida.

     Recuerdo que llegaba la Navidad y teníamos que hacer la carta al Niño Dios, a Santa Claus, a los Santos Reyes o a quien corresponda, según se viviera en el sur, el centro o el norte del país. En mi caso particular, dado que no podía pedir todo -igual me pasa hasta la fecha-, no era tarea sencilla elegir entre unos patines con botines incluidos,  un juego de magia Mi Alegría o un kit completo de ropa y accesorios para mis Aventureros de Acción Lilí Ledy. Entonces opté por pedir una bicicleta. Así llegó mi Chópper 72.

     La vida nos somete diariamente al cruel ejercicio de tomar decisiones hasta en las cosas más sencillas. ¿Te ha pasado que tienes tu ropero lleno de prendas clamando a gritos que las saques a orear y, después de un concienzudo proceso de selección y descarte, acabas poniéndote los mismos calzones, los mismos jeans y la misma camisa de siempre? 

     Cuántas veces me ha pasado que voy a un sitio a comer y al ojear la carta encuentro un mundo de posibilidades, gozosas ellas cuando llegan a la mesa, pero tortuosas de momento porque tengo que tomar la odiosa decisión de elegir y discriminar. En ese momento se desata el debate interno entre lo que quiero comer, lo que considero que es más saludable y lo que puedo pagar. Un desfile de preguntas hacen pasarela en mi mente: ¿sopa para empezar?, ¿y si la sopa me quita las ganas de algo más?, ¿mejor voy directo al plato fuerte?, ¿carne blanca?  ¿un pollito?, ¿o pescado?, ¿cuál pescado?, ¿a la parrilla o empanizado?, ¿carne roja?, ¿qué término?, ¿mejor unos tacos o una hamburguesa con papas?, ¿una ensalada para que los demás vean que me alimento sanamente?, ¿cuánto dinero traigo? Para salir del embrollo dialéctico interno hago mi elección siguiendo el científico método del tin-marín de do-pingüé, y al servir los alimentos generalmente termino envidiando lo que pidió alguno de los contertulios. Cuando eres indeciso, por más que te esfuerces en elegir a conciencia el platillo que vas a comer, siempre será mejor el que pidió tu acompañante.

     Ir al cine también puede convertirse en un problema a causa de la indecisión. Hay muchas películas en cartelera, y no solo eso, también las hay para escoger entre las salas VIP, 4DX, Junior, Plus, Macro XE, además las puedes ver subtituladas y dobladas al español, y por si todo lo anterior fuera poco, las exhiben en variedad de formatos: 2D, 3D, SP, SP + 3D… X$&+50Y# (esta última secuencia de signos no es un formato sino una maldición proferida por mi). Un suplicio para cualquier indeciso.

     Como yo me considero un indeciso  con entrenamiento para ejercer el honroso título, me puse a revisar algunas lecturas sobre la materia y aquí les comparto, a manera de resumen, algunas ideas rápidas e interesantes.

¿Cuáles son algunas causas de la indecisión? 

  • Falta de confianza en nosotros mismos.
  • Tener demasiadas opciones.
  • Sobreestimación de los posibles resultados de la decisión.
  • Tratar de hacer una elección buscando la aprobación de alguien.
  • Temor al fracaso.
  • Ser perfeccionista.

¿Cómo podemos enfrentar la indecisión?

- Trata de encontrar la relevancia de la elección que estás por hacer. Hay veces que invertimos mucho tiempo en tomar una decisión irrelevante. Qué más da si pides melón o sandía, simplemente escoge uno de los dos y la siguiente vez cambias la elección.  Piensa que la mayoría de las veces, equivocarse no trae consecuencias graves sino aprendizaje. Eso sí, hay que estar atento a las lecciones, de otra manera no se aprende un pepino.

- Intenta tener claro el resultado que buscas con tu decisión. A veces queremos cambiar algo en nosotros o en nuestro entorno y no sabemos ni qué rumbo queremos tomar.

  • Dale importancia a tus preferencias y sentimientos, no bases tus decisiones pensando en complacer a otros.

  • Reduce tu universo de opciones descartando por completo las que estén más apartadas de tu objetivo y no las vuelvas a voltear a ver, porque en una de ésas te guiñan de nuevo el ojo y acabas sucumbiendo a sus flirteos y mucho más confundido. Sí, ya sé, es difícil, pero hay que ejercitar ese músculo.

  • Todos hemos vivido en carne propia la indecisión. Conozco muy poca gente que tome decisiones rápidas y definitivas, a excepción de mi primera novia, que me mandó al demonio con contundencia Churchilliana.

Algo más, las mejores decisiones se consiguen cuando se está bien informado de la materia sobre la cual se quiere decidir. Si hemos de pedir consejo, hagámoslo con gente que sepa del tema. No está de más acudir a los amigos, pero ellos, no por ser amigos están informados.


Y para concluir, de lo que sí estoy plenamente seguro, con la mayor certeza y sin temor a equivocarme, es que la inseguridad antes era un problema para mi, en cambio ahora, no sé, creo que la tengo bajo control. Un poco. Tal vez.

sábado, 31 de octubre de 2015

Divagaciones sobre la relatividad del tiempo

     A raíz de la avalancha de reminiscencias y homenajes que se suscitaron en torno al aniversario 30 de la película Volver al Futuro, una de mis favoritas entre todas las que estos ojos con presbicia hayan visto, un par de ideas relacionadas con el tiempo despertaron de la modorra y regresaron para provocarme una curiosa picazón.

     Una de ellas es la hipótesis de que el tiempo es una dimensión por la que podemos transportarnos, ya sea en una máquina, un auto o usando como túnel uno de esos atajos cósmicos que los astrofísicos llaman agujeros de gusano. Sea como sea, la idea de viajar por el tiempo siempre me fascinó. Si pudiera, una de las cosas que haría sería trasladarme a Un Millón de Años A.C. Pero no vayan ustedes a creer que al período Cuaternario, sino al mismísimo set donde en 1966 se filmó la película que lleva ese nombre, solo con la malsana intención de conocer en persona a Raquel Welch y verla en su bikini de piel de bisonte o dios sabe de qué dichoso animal cuyo sacrificio bien valió la pena si sus pieles terminaron cubriendo esas partes anatómicas de tan morrocotuda mujer. Que me disculpen los defensores de los animales pero en aquellos tiempos -los de Raquel Welch y no se diga los de la prehistoria- no había tantos resquemores si se trataba de desollar a un bicho velludo para usarlo de abrigo o taparrabos.

     La otra idea que esta película ha hecho girar en mi cabeza es acerca de la velocidad con que el tiempo avanza. 

     Estoy seguro que muchos adultos contemporáneos como yo -también llamados eufemísticamente viejos en vías de desarrollo- estarán de acuerdo conmigo en que el tiempo pasaba a una velocidad distinta cuando éramos niños.

     Albert Einstein -cuyo apellido se pronuncia Ainstain por caprichos del alemán, no de él, que sí era alemán, sino del idioma-, en su Teoría de la Relatividad General, habla de la dilatación del tiempo, un fenómeno mediante el cual un sujeto puede observar como su reloj puede marcar el tiempo a una velocidad distinta a la de otro sujeto con un reloj físicamente idéntico. Esto puede deberse a tres circunstancias: 

     a) Que uno de los relojes se mueva respecto a un sistema de referencia inercial
     b) Que uno de los relojes esté sometido a un campo gravitacional mayor.
     c) Que uno de los relojes tenga la batería muy baja o esté descompuesto.

     Para aquellos que les resulte confusa la explicación del fenómeno de la dilatación del tiempo, aquí les dejo esta fórmula que seguramente despejará sus dudas.






     Antes se daba por verdad absoluta que el tiempo era un fenómeno que afectaba de la misma manera a todas las cosas y seres del universo conocido. Pero en 1905, año en que publica sus postulados sobre la relatividad, Einstein le da a la comunidad científica unas cachetadas metafísicas al asegurar que el tiempo es una entidad elástica que baila al son de la velocidad a la que se mueven los cuerpos en relación con el espacio. Y esa hipótesis adquiere mucho sentido en nuestro país. Pensemos, por ejemplo, en la velocidad con que se movieron los cuerpos de policía después del momento de la fuga del Chapo Guzmán. Ahí queda demostrado que el tiempo de respuesta es relativo, porque si bien en materia de seguridad y justicia todos somos iguales, no cabe duda que hay unos más iguales que otros.

     En realidad no es mi propósito profundizar en la teoría de Einstein. Y no porque no me gustaría, sino porque es uno de los temas que nutren la exuberante lista de cosas que desconozco y prefiero ignorar para no tener que entenderlas. Sepan ustedes que si me pagaran por lo que ignoro y no por lo que sé, tendría dinero suficiente para hacerme de un avión propio, un ostentoso yate y dos casas de descanso, una en Miami y otra en Los Pirineos para invitar a mis amigos según les guste el calor o el frío.

     La relatividad a la que hago referencia es la que tiene que ver con la percepción que cada uno tenemos del transcurrir del tiempo y que va cambiando en función de la edad y las circunstancias del momento.

     En mi infancia, las etapas de mi vida estaban divididas en grados escolares y parecían durar lo mismo que las eras geológicas. Mi vida podía dar un vuelco olímpico cuando pasaba de un año a otro. Mis referencias cronológicas se limitaban a los tiempos en que estaba, por ejemplo, en primero de primaria o cuando pasé a segundo, o a secundaria, y así. Hasta cursar el mismo grado dos veces eran experiencias totalmente distintas. Y lo afirmo porque repetí segundo de prepa, no por haberlo reprobado, cabe aclarar, sino por un afán de afianzar mis conocimientos.  

     Las vacaciones de verano que mediaban entre un grado y el siguiente eran etapas en sí mismas y duraban lo suficiente para haber escrito un capítulo gordo de mi aún incipiente biografía. 

     Para un mocoso de, pongamos, 8 años, 365 días son una barbaridad. A la primaria entramos casi bebés, todavía oliendo a pis, y salimos de ella adolescentes, oliendo, no a pis, sino a pies. Y todo eso en solo 6 años.

     Y luego llega a edad de entrar a secundaria. En unos cuantos meses cambia la estatura, la voz, el tamaño de las extremidades y de otros apéndices que no vienen al caso citar, surge el acné, las hormonas se salen por las orejas; en pocas palabras el cuerpo se transforma en una especie de mutación kafkiana.

     En los veintes y los treintas el reloj tampoco lleva mucha prisa. A esas edades sentimos que el futuro aún está a una aceptable distancia y nos damos el lujo de emprender y abandonar proyectos, emplearnos y desemplearnos, casarnos y descasarnos.

     En cambio ahora, a mi edad, que no es precisamente la de un niño, sino la de varios de ellos sumadas, mi vida en general es bastante parecida a lo que era hace 2, 6 ó más años. Trabajo en lo mismo, vivo en la misma casa, en la misma ciudad y con la misma gente -Juan Gabriel dixit-. Como si el tiempo pasara de una forma tan vertiginosa y a la vez tan silente que ni cuenta me he dado, dejándome la sensación de que los días y los años no alcanzan para nada.

     Este aparente cambio en la velocidad con la que el tiempo transcurre ha sido tema de conversación con muchos amigos que lo perciben igual. Estupefactos vemos como han crecido nuestros hijos en un abrir y cerrar de ojos. Parece que fue ayer cuando fueron concebidos en un subir y bajar de prendas.

     Por otra parte, las circunstancias del momento hacen que cada quien conciba su percepción de la velocidad del tiempo. Díganme si no: no es lo mismo un minuto en la superficie que un minuto bajo el agua; no es igual pasar dos horas en el concierto de su artista favorito que pasarlas en el tráfico o en la fila de alguna dependencia de gobierno intentando hacer un trámite; es muy distinto pasar unas horas bebiendo tequila que padecer unas horas con resaca; y tampoco es lo mismo Los 3 Mosqueteros que Los 4 Fantásticos. Quienes vieron esta última película en su malísima versión 2015 me darán la razón.

     Caray, hablando de la relatividad, cada vez me convenzo más de que mi tendencia a divagar cuando escribo no es precisamente relativa, es absoluta. Pensándolo bien, lo mejor es terminar aquí y subirme a mi DeLorean para hacer un viaje mágico y misterioso al pasado. Quiero conocer de cerca a una banda que hará historia, se llaman Los Beatles.







viernes, 25 de septiembre de 2015

Curiosidades septembrinas

     Para México, septiembre es un mes particularmente pródigo en fechas históricas y de carácter cívico. Y si ahondamos un poco, podemos encontrar en ellas más curiosidades que espinillas en un adolescente.

1º de septiembre

     Empecemos el recuento por el principio, y qué mejor principio que el día uno. Todos los días primero de septiembre los presidentes de la república hacen entrega de su informe de gobierno al H. Congreso de la Unión, donde la H, créalo o no, significa honorable. Hace ya algunos años terminó la bonita tradición en la que ese día el presidente en turno acudía a la cámara de diputados a rendir su informe de gobierno frente a una asamblea rebosante de eufóricos simpatizantes que aplaudían aproximadamente cada 30 segundos. Con el tiempo, cuando las cámaras legislativas empezaron a ser políticamente plurales -lo cual, irónicamente, las hizo muy singulares-, a los asistentes al informe les dio por sentir el derecho y la libertad de propinar rechiflas al ciudadano presidente también cada 30 segundos. Cada vez lo pelaban menos y lo interpelaban más. Como resultado de ello, en la actualidad el primer mandatario rinde su informe el día 2 de septiembre, pero ahora con sus cuates y frente a otra cámara: la del Canal de las Estrellas.

13 de septiembre

     Este día recuerda la gesta heroica de los Niños Héroes, que en realidad no eran tan niños. Sus edades estaban entre los 14 y los 19 años, es decir, los “niños” ya estaban en edad de picar y hacer roncha.

     Y, como veremos enseguida, tampoco algunos de ellos fueron tan héroes, con perdón de su memoria -de su descendencia, no, porque no tuvieron- y de la historia oficial. Quizá sería más acertado llamarles mártires.

     La invasión norteamericana de 1847 tuvo su momento culminante en la batalla que se libró en el castillo de Chapultepec, sede del Colegio Militar, resguardado por un flaco ejército mexicano que fue avasallado rápidamente por los gringos. Al verse acorralados, los mandos del colegio intentaron poner a salvo a los jóvenes cadetes, -que estaban ahí para estudiar y no para agarrarse a moquetes con invasores- evacuándolos del castillo en improvisada estampida, haciendo descender a los pobres muchachos por las laderas del cerro a merced de las tropas enemigas. La mayoría de ellos fue cazada al intentar escapar de la refriega. Qué friega. Según algunos testimonios, muy escasos por cierto, de los seis mencionados Niños Héroes, solo Juan De la Barrera se negó a abandonar el castillo y murió heroicamente en su puesto de guerra y Agustín Melgar falleció en el hospital después de haber combatido fusil en mano, pero los demás, que eran muchos más que seis, fueron interceptados por las balas cuando intentaban escapar. 

     De este episodio también se desprende el mito de Juan Escutia -que no era alumno del colegio, por cierto, sino probablemente miembro de un batallón que había acudido a reforzar la defensa del castillo - de quien cuenta la leyenda oficial que al ver que los enemigos habían ganado terreno en su asedio, se arropó en la bandera nacional que ondeaba en el asta del castillo y se tiró al vacío (bueno, más bien a un despeñadero, no vacío, sino lleno de rocas y árboles) impidiendo así que el lábaro patrio fuera mancillado por Masiosare, el extraño enemigo que se inmortalizó gracias a nuestro Himno Nacional. Según el historiador Alejandro Rosas, “los partes militares norteamericanos demuestran que capturaron todas las banderas habidas y por haber y ninguna la recogieron de cadáver alguno.” La falacia al descubierto.

15 y 16 de septiembre.

     Estos son los días más emblemáticos del llamado mes patrio, donde tienen lugar los festejos de la Independencia de México. Es este pasaje de nuestra historia nacional el que le da a la temporada ese pintoresco matiz que vemos por todas partes. Los vendedores ambulantes y tiendas de  disfraces ofrecen productos típicos mexicanos hechos en China, entre los cuales encontramos mostachos alacranados tipo Emiliano Zapata, sombreros altos de paja, sombreros de charro, cartucheras cruzadas al pecho y vestidos de adelita, que más bien recuerdan a la época de la Revolución y para nada a la Independencia; pero ninguno vende calvas postizas tipo Hidalgo, paliacates a la Morelos ni tampoco patillas postizas a la usanza de Allende. 

     El 15 es la noche del Grito y los mexicanos nos lo tomamos en serio. O acaso debería decir que tomamos en serio, en su acepción de beber. Porque la fecha es de lo más propicia para entrarle con patrio fervor a nuestros alipuses nacionales, como el tequila o el mezcal. O al ron y al whisky, no importa. Durante estos festejos los negocios de comida, bebida, bailongo y pachanga hacen su agosto con un mes de retraso. 

     Como todos sabemos -o deberíamos saber-, el 16 de septiembre de 1810 fue el día que Miguel Hidalgo hizo el llamado a la insurgencia en Dolores, Guanajuato, iniciando el borlote que se prolongó por 11 años. Sin embargo la ceremonia del Grito de Independencia se celebra la noche del 15. Existe la creencia extendida de que este cambio de fecha se debe a la gracia de Porfirio Díaz, quien celebraba su cumpleaños el día 15 y aprovechaba la euforia popular (y el presupuesto nacional) para organizarse tremendos guateques. Pero, para desazón de los sospechosistas históricos, quien instauró esta modalidad de celebrar el grito los días 15 a las 11 de la noche fue Antonio López de Santa Anna en 1845, con el fin de no tener que levantarse temprano nunca más el 16 a hacer el numerito de la ceremonia. Recordemos que Su Alteza Serenísima gobernó el país nada más 11 veces. Madrugar también cansa.

     Luego el día 16 es el asueto obligado, muy conveniente para curarnos la cruda. Cuando esta fecha cae en viernes o lunes, alargando el fin de semana, los mexicanos gritamos con patriotismo exultante: ¡que vivan los héroes que nos dieron puentes!

19 de septiembre.

     No podemos dejar de recordar cada año los sismos que azotaron a la Ciudad de México en 1985. Un suceso que sacudió la tierra pero también la conciencia, la solidaridad y la cultura de la prevención del país entero.

27 de septiembre.


     Se conmemora la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México en 1821, hecho que marca el fin de la guerra de independencia. Esta fecha  es recordada principalmente porque casi nadie la recuerda.

30 de septiembre.

     Es el aniversario del natalicio de José María Morelos, héroe de la gesta independentista. Pero incitemos al chismoso que habita en todos nosotros. El general Morelos, considerado todo un prohombre, era también un consumado promujer. Me explico. El insigne libertador era bastante ligero de cascos y ni su condición de estadista, militar, líder moral y sacerdote, le impidió darle vuelo a la hilacha. Fue precisamente su debilidad por el sexo opuesto lo que lo condujo a la muerte. Al parecer, al cura Morelos no le importaba si las destinatarias de sus lances amatorios eran altas o bajitas, espigadas o redondas, solteras o casadas. Y de esta última condición fue su último desliz, una señora llamada Francisca Ortiz, esposa de un subalterno suyo. De Morelos, no de la señora (o vaya usted a saber, a veces los esposos acaban convirtiéndose en subalternos de las consortes). José María Morelos fue tan pertinaz en sus cortejos que hasta un hijo procreó con la santa dama. Al enterarse su marido -el de ella, claro está-, abandonó despechado las tropas del cura insurgente y se pasó a combatir del lado de los realistas, a quienes, para vengar la honra ultrajada, dio toda la información para aprehender a aquél y posteriormente fusilarlo.

     Hechos históricos aparte, el 30 de septiembre tiene además otra relevancia, aunque ésta solamente es para mí. Representa el último día de la edad de la que gocé, o sufrí, durante los últimos 365 días. En palabras más campechanas, al día siguiente es mi cumpleaños. Salud.



Referencias.
El Palacio nacional de México: monografía histórica y anecdótica. Artemio del Valle Arizpe. Impr. de la Secretaría de Relaciones Exteriores. 1936.
Muertes Históricas. José M, Villalpando y Alejandro Rosas. Ed. Planeta. 2008.


lunes, 31 de agosto de 2015

Las lluvias de Guadalajara.

     Cuando llegué a Guadalajara a finales de los años setentas, procedente de Hermosillo, donde las lluvias suelen ser efímeras y no muy abundantes, me causaba espanto lo duro y tupido de las tormentas tapatías. Era como experimentar dos fenómenos naturales a la vez, cuando llovía yo temblaba. Por aquél tiempo era un chamaco temeroso e imberbe. De chamaco ya no me queda nada, de temeroso un poco y lo imberbe nunca se me quitó.

     El día que arribé a esta ciudad, llovía, lo que le daba un toque melancólico a aquella tarde de agosto. También llovía la mañana que fui por primera vez a la escuela en mi nueva ciudad. Era la prepa del Colegio Cervantes Costa Rica que, dicho de paso, aún era solo para varones y por ende un poco aburrido para una horda de adolescentes calenturientos que no podía aspirar a más que verles las nachas a los propios compañeros, lo cual no resulta nada inspirador. Pero esa es otra historia.

     Rápidamente me acostumbré a las lluvias de Guadalajara. Les tomé cariño. Me gustan, las disfruto y las espero con ilusión, entre otras razones porque anuncian el fin del soleado calor de nuestro verano, que por cierto es de risa si lo comparamos con el verano hermosillense, donde  no se andan por las ramas y las temperaturas pueden subir a 45 y hasta 50 grados centígrados. Un día vayan en julio o agosto para que se den un quemón.

     La tradición pluvial de Guadalajara es tan importante que hasta la venerada Virgen de Zapopan recibió el título de “Patrona contra Rayos, Tempestades y Epidemias”, un encargo nada fácil en estas tierras donde el gran Tláloc parece hacer su santísima voluntad, valga la ironía. 

     Y es que cada año es lo mismo. Al llegar la temporada de lluvias la ciudad se sumerge literalmente en una alberca llena de aventuras al más puro estilo Chimulco.

     Solo como dato curioso, el nombre Guadalajara tiene su etimología en el árabe wādi al-ḥiŷara que significa río que corre entre piedras, y pareciera que la ciudad año con año se empeña en hacerle honor a ese origen etimológico, convirtiéndose precisamente en un río que corre entre piedras, autos y seres humanos. Pero la verdad es que nuestra capital en realidad a lo que le hace honor es a la ciudad homónima de España, donde nació el conquistador Nuño de Guzmán.

     ¿Por qué entonces Guadalajara, famosa por sus aguaceros, rayos y truenos de proporciones bíblicas parece nunca estar preparado para la ocasión?

     Hay algunas razones fundamentales para ello. En primer lugar podemos destacar  la mala planeación con que se ha urbanizado la ciudad. Y esto no es un problema de unos años para acá. Bueno, sí, de unos 500 años para acá. 

     Resulta que Guadalajara está asentada sobre antiguos ríos y arroyos, como el Río San Juan de Dios y el Río Atemajac, cuyos cauces subsisten y tienen muy buena memoria y muy mal genio; y además la ciudad presenta desniveles y pendientes que conducen el agua hacia zonas que resultan vulnerables. Por su parte, los colectores y drenajes han sido siempre por demás insuficientes. Y si a eso le agregamos que los tapatíos pensamos que las coladeras son basureros empotrados en el piso, la cosa se pone peor.

     Y por supuesto, el principal motivo de las inundaciones que nos azotan año con año es que en Guadalajara -disculpen la expresión- llueve a madres.

     Si parece que va a llover y el cielo se está nublando, y usted tiene cosas que hacer en la calle, lo más sensato es que lo haga en otro momento, asumiendo que le tiene un mínimo de aprecio a su vida.

     Cuando llueve en Guadalajara, uno no sabe con qué tormentosas contingencias se puede enfrentar al navegar por las avenidas del área metropolitana: 

  • Un tráfico que avanza a la velocidad de la economía del país.
  • Automóviles varados porque ya se les metió el agua por debajo del chasis y a sus tripulantes hasta por las orejas.
  • Árboles que se caen sobre las casas, calles y vehículos que algunas desafortunadas veces llevan gente en su interior.
  • A los peatones y usuarios del transporte urbano les toca una de las peores partes del problema. No solo tienen que lidiar con el  aguacero feroz sino también con la metralla hidráulica que lanzan los autos al pasar por los charcos.
  • Los baches se esconden bajo el agua y se vuelven traicioneros y ventajosos .Cuando creo haberme aprendido los puntos donde están los agujeros más canijos, éstos se camuflan en los encharcamientos y terminan siendo un peligro mortal. Y qué decir de los baches que se multiplican por todos lados. Una nueva lluvia fertiliza el pavimento y vemos como nacen un montón de rozagantes baches en toda la ciudad que luego crecen y florecen. Es conmovedor.
     En esos momentos de lluvia despiadada es cuando entiendo por qué los reporteros que dan la información vial en la radio se refieren al tráfico como el “arroyo vehicular”.

     Hay zonas de la ciudad y avenidas que tradicionalmente se convierten en lagunas con más centímetros cúbicos que el mismísimo Chapala. Vienen a mi mente el área de Plaza del Sol, el paso a desnivel de Ocho de Julio y Washington, el de los Arcos del Milenio, donde los autos quedan bajo el agua y alcanzar a sacar solo el parabrisas como ojitos de cocodrilo, Avenida Patria a la altura del Bosque de Los Colomos, y muchos puntos más.

     Si las autoridades no hacen más inversión en crear infraestructura para evitar inundaciones, si funcionarios omisos o corruptos (o ambos) siguen dando permisos de construcción en áreas donde no se crean nuevos y mejores sistemas de drenaje y absorción, si no se da adecuado mantenimiento a las alcantarillas,  si no se cuidan y se prevén los árboles con riesgo de caer, y si nosotros seguimos tirando basura por doquier, seguiremos expuestos a los castigos de Tláloc. Ni la Virgen de Zapopan, Patrona de Guadalajara contra Rayos y Tempestades, podrá defendernos. Hay de milagros a milagros.



sábado, 8 de agosto de 2015

Tarde pero sin sueño.

No es una cosa que me enorgullezca ni que muestre de mí una faceta para presumir, pero tampoco es algo que quiera ni pueda ocultar. Si me preguntaran qué aspectos de mi personalidad me dieron más trabajo domar, diría que uno de los principales es la impuntualidad. Y si no me preguntaran, también.
   
No sé quién inició esta tradición familiar, pero puedo afirmar que mi árbol genealógico es frondoso en impuntuales. Mis abuelos, mis padres y mis hermanos lo eran. Yo, el menor, aprendí bien el juego.

Mi papá, como dije, fue impuntual, no en el trabajo sino en cuestiones personales, y mi madre no hacía malos quesos; los hacía tarde pero nunca malos. Recuerdo que mi papá le pedía a mi madre que estuviera lista a las ocho de la noche porque a esa hora pasaría por ella para ir a algún compromiso, pero en los hechos él llegaba a recogerla ya muy cerca de las nueve. Mi mamá, sabedora de que mi papá no cumplía con sus promesas de horario, tampoco estaba lista, ni a las ocho ni a las nueve, sino rayando las nueve y media. Eso provocaba una animada trifulca que podía prolongarse por largo rato, de tal suerte que al final terminaban saliendo de casa alrededor de las diez y media. Tarde pero enojados.

Ignoro si la impuntualidad se transmite genéticamente, lo que sí sé es que mi mamá me contaba que yo debí haber nacido, según los cálculos del ginecólogo, un 24 de septiembre; pero se llegó la fecha pronosticada y la versión nonata de este servidor no dio muestra alguna de querer abandonar las cálidas instalaciones maternas. Una semana más tarde, el primero de octubre, me sacaron de mi mamá a tirones en un operativo de desalojo, usando un arma punzocortante. Afortunadamente la cesárea fue un éxito. En síntesis, nací con una semana de retraso.

Recuerdo que algunas veces mi mamá no llegó a tiempo a recogerme en el kínder a la hora de salida, y una vez hasta me tuve que ir a comer a casa de la maestra. Fue un momento desagradable, en primer lugar porque -si bien sabía que mi mamá llegaría por mí tarde o temprano, en este caso, tarde o muy tarde- la extrañaba mucho, y en segundo término porque la comida de la profesora sabía muy mal.

Para mí, llegar tarde al colegio era la regla. Si el timbre de entrada sonaba a las ocho, mi mamá despertaba a las siete y media, pero yo invariablemente sucumbía ante el diabólico embeleso del “otro ratito”, el momento más brutalmente delicioso del tiempo de sueño, y que terminaba con el grito estrepitoso de mi mamá:—¡ya son las ocho! —. Acto seguido, daba un brinco de la cama, me vestía en un minuto, pepenaba un pan tostado a la pasada y me subía al auto, con una mamá furiosa al volante, para llegar a la escuela a las ocho y diez, cuando la profesora ya había tomado lista. Un retardo más en la boleta.

Con los años, la impuntualidad se va acrecentando y consolidando en los hábitos. Lo que de niño son retrasos en la boleta de calificaciones, de adulto son problemas en el trabajo, días descontados en la quincena, negocios que no se cierran, malas caras por doquier, y, como en mi caso, etiquetas muy difícil de sacudirse, aun cuando con el tiempo, y desde hace muchos años, he trabajado intensamente en el aspecto de la puntualidad con resultados más que satisfactorios. No importa cuánto te esfuerces en demostrar que ya no eres el de antes. Para la gente que conoció y padeció esa faceta de ti, siempre serás un impuntual, con rango de vitalicio y honorario.

Ese currículum que me gané a pulso me ha permitido distinguir algunas características de los impuntuales. Si coinciden contigo algunas de las siguientes afirmaciones, es posible que también padezcas retardo crónico:

- No importa cuánto tiempo te hayas tomado para llegar puntual a tu cita, siempre harás algo de último minuto que te hará salir tarde a ella.

- Generalmente sobreestimas el tiempo disponible y a ti mismo. Dicho de otra manera, crees que puedes hacer mucho más de lo que realmente puedes.

- Todos los días te repites: “ahora sí, mañana voy a llegar temprano”. Buen propósito, pero la neurolingüística no aplicada no sirve de nada.

- Si al dirigirte a tu cita, calculas que llegarás antes de la hora señalada, te detendrás a despilfarrar esos minutos y algunos más en comprar un cafecito o alguna otra bagatela. El chiste es llegar tarde.

¿Patología, rasgo de personalidad, un problema cultural muy mexicano? Hay quienes opinan que es un hábito inconsciente que puede denotar baja autoestima, rebeldía ganas de fregar; otros piensan que está relacionado con la procrastinación. Otros más sesudos le vinculan con el trastorno de déficit de atención o con problemas fisiológicos como alteraciones en el lóbulo frontal, donde reside la función de planificar las actividades.

Cualquiera que sea la causa original, no podemos negar que un delicioso caldo de cultivo es la tolerancia que los demás les dispensan a los que llegan tarde.

En México, donde la impuntualidad es la firma de la casa -lo que la vuelve preponderantemente cultural-, dicha tolerancia es proverbial, casi como la impunidad con la que se regocijan los delincuentes.

Aquí muchas veces se cita a una hora sabiendo de antemano que se empezará media hora después. Eso sucede en conciertos, obras de teatro y todo tipo de eventos públicos, donde se asume que el respetable siempre llegará a una hora no muy respetable. En cambio, en los Estados Unidos, por hacer una comparación que resultará odiosa, los espectáculos comienzan a la hora que se anuncian, so pena de recibir jugosas y muy disuasivas multas. De igual manera, en ese país o en otros de los llamados avanzados, al que llega tarde a una cita de negocios se le hace juicio sumario y luego es llevado a la horca.

El repertorio de excusas es inagotable, pero sólo por no dejar mencionaré algunas que quizá hayas escuchado. Y si no, te las dejo como ideas, una para cada día de la semana. Pero ten cuidado, todas tienen sus riesgos.

El autobús pasó muy tarde. Dado que en México esta circunstancia es de lo más normal y por lo tanto predecible, te podrán reclamar no haber salido más temprano de tu casa.

Amanecí con dolor de cabeza. En general, las razones de salud pueden ser eficaces, pero tienen el inconveniente de que te obligan a poner cara de moribundo el resto del día.

Se me reventó una llanta. Si el grado de retraso es mayúsculo, puedes recurrir a la modalidad extrema de “Se me poncharon las cuatro llantas”. Aunque claro, la probabilidad de que nadie te crea se multiplica por cuatro.

Tuve un problema personal de última hora. La clasificación personal le pone un candado de privacidad; usarla hace que el supuesto problema parezca algo muy íntimo y evita que los afectados por tu retraso se atrevan a indagar más por temor a ser indiscretos. Pero no te confíes, es tan ambigua que en el fondo todos dudarán.

Se murió mi tía. Esta excusa es conmovedora. Pero si te funciona, no seas de los que luego empiezan a matar a toda su parentela.

No encontraba las llaves del auto. En este caso tendrás que echar la culpa a alguien por el extravío, porque si no, vas a quedar como un tonto desorganizado que no sabe dónde deja las cosas.

Me quedé dormido. Sonarás muy honesto… y también tonto.

¿La impuntualidad se quita? No puedo asegurar que a mí se me quitó por completo, pero sí que la tengo bastante a raya. No por mis méritos, sino por efecto de los jalones de oreja y algunas mentadas de madre recibidas; y desde luego porque hay responsabilidades en la vida que no la soslayan.

También admito que convivir y trabajar con gente puntual ayuda mucho. Ya no estoy para jalones de oreja y mentadas de madre.

Todos hemos sido víctimas y victimarios de la impuntualidad. Ya lo dijo el profeta Tardeus Dilatum: “el que esté libre de retardos que tire la primera neta.”

Y para cerrar el tema en este tono místico y profético, terminaré diciendo que la impuntualidad nos ha acompañado desde el principio de los tiempos y así será por los siglos de los siglos, amén.

martes, 30 de junio de 2015

¡Todos a la presidencia!

     Ahora que empiezan las nuevas formas de hacer política y eso que llaman candidaturas independientes parece ser una mejor forma de contender por puestos de elección, dado que a los partidos políticos ya no les cree nadie, podemos estar seguros que muchos nuevos aspirantes que nunca antes habían soñado en postularse a cargo alguno, ni siquiera a presidentes de su junta de colonos, empezarán a pulular y saldrán hasta por debajo de las coladeras. 

     Por supuesto que no solo será fiesta de espontáneos y advenedizos. Después de ver los triunfos de algunos candidatos independientes -aunque, a decir verdad, eso de ser “independiente” se vuelve difícil cuando se tiene que pedir apoyo y dinero a particulares-, apuesten ustedes a que muchos de los políticos que han esperado su oportunidad en algún partido, muy bien portados y peinados, ahora se soltarán el pelo y saldrán de la autopista partidaria para irse por la libre. Los partidos a los que les habían jurado lealtad perruna, ahora serán un estorbo en sus aspiraciones.

     Lo que ayer era impensable, hoy es una flamante realidad. Las nuevas libertades que nos han traído las reformas han permitido que muy distinguidas celebridades se den cuenta de que por años y felices días estuvieron errando su verdadera misión en esta tierra. Veamos tres ejemplos que nos llevan de la risa al llanto, pasando por el estupor y la ternura.

     Lagrimita, preclaro payasito de la tele, si bien no ganó, logró aparecer en la boleta electoral como candidato a presidente municipal de Guadalajara. Una semana antes de la elección, cuando ya lo habían descartado por no reunir los requisitos legales para estar en la contienda, un juez amaneció de buenas y recordó sus tiempos infantiles cuando este personaje hacía las delicias de chicos y grandes, y, conmovido hasta las lágrimas, o mejor dicho, hasta las lagrimitas, ordenó que se reimprimieran las boletas y se incluyera el nombre del egregio payaso . El bonito gesto costó algo así como 2.5 millones a los ciudadanos, vía el presupuesto del INE. – Qué barato, qué barato.– declaró Lagrimita a los medios al enterarse del importe a pagar. 

     Por su parte, Cuauhtémoc Blanco, un célebre personaje del deporte de nuestro país, de probada ecuanimidad y vibrante oratoria, tuvo una revelación filosófica y descubrió que su vocación era ser presidente municipal de Cuernavaca. Ah, jijo. Y lo consiguió. Posiblemente se percató de que en México el futbol y el gobierno tienen algunas similitudes, a saber: 

-  En ambos, el chiste es saber pasarse la bolita los unos a los otros. 

-  Hay que saber cuándo es más importante hacer espectáculo que dar resultados.

-  Puedes pasar de héroe a villano en tres patadas.

-  Si haces algo que enoje al respetable público o a los medios, tienes que aguantar la rechifla y una arremetida de tuits. En todo caso, no contestes, lo mejor es hacerse el occiso.

- Y la mayor semejanza es que, tanto en el futbol como en el gobierno, lo mejor siempre está por venir pero nunca viene.

     Para terminar con los ejemplos, como se supo hace unos días, Rodolfo Neri Vela, quien ganó celebridad en los ochentas por ser el primer astronauta mexicano, y el único de nacimiento -mexicano de nacimiento, cabe aclarar, y no astronauta de nacimiento, hasta donde sé-, ya levantó la mano y dijo que quiere volver a tripular en el 2018, pero ahora al país entero. Y como él, habrá muchos, muchos más.

     Si usted está interesado en contender en los comicios del año 2018, muchas felicidades, pero tome en cuenta que tiene que cumplir con algunos requisitos. 

     Para empezar debe reunir el 1% de las firmas de su universo electoral. Por ejemplo, si usted quiere acceder a la presidencia de México, tendrá que recabar unas 800 mil firmas y anexar copia de identificación oficial de cada uno de los entusiastas ciudadanos que apoyen su proyecto de nación. Pero no se angustie, porque la ley le concede un generoso plazo de 120 días -de 24 horas cada uno- para lograrlo. Y si la aventura le sigue pareciendo difícil, ¡despreocúpese!, porque todo tendrá que hacerlo con sus propios recursos, lo cual le evitará esos engorrosos trámites burocráticos que los partidos formales tienen que soportar para que les asignen unos cuantos miserables millones de pesos.

     Así que, damas y caballeros, ante tal panorama de posibilidades y garantías en materia de derechos políticos, prepárense para participar activamente en las elecciones del 2018. No importa, como ya se vio, si es usted payaso, futbolista, astronauta, bombero, periodista, policía de crucero, médico cirujano y partero, maestra de párvulos, comediante, auditor del SAT, taquero, consultora de Mary Key, violinista en la Filarmónica o botarga del Doctor Simi. 


     Sólo le aconsejaría que lo piense dos veces, no vaya a ser que su sueño se le haga realidad.

viernes, 29 de mayo de 2015

El peatonismo: un deporte extremo.

     Ser peatón en Guadalajara es verdaderamente emocionante. Las calles de nuestra ciudad nos tienen preparadas aventuras sin fin para toda la familia, es como un atracción donde uno debe transitar sobre banquetas con obstáculos -baches, lozas levantadas o rotas, raíces de árboles que emergen como medusas -; enfrentar a automovilistas que manejan mientras hablan por celular y que siempre tienen prisa por llegar al siguiente semáforo en rojo; evadir a camiones urbanos con complejo de bulldozers que ostentan el récord mundial de gente arrollada, así como a delincuentes montoneros que andan de dos en dos asaltando a quien se descuide, y muchas peripecias más.

     A lo largo de los años, la cantidad de vehículos motorizados en las ciudades, y muy particularmente en nuestra zona metropolitana tapatía -con más autos en sus arterias que plaquetas en las mías-, ha crecido de una forma exponencial, lo que se refleja en un aumento del índice de atropellamientos. Pero eso no se debe sólo al gran número de vehículos, sino también a la carencia de educación vial de la que, conductores y peatones hacemos gala en México, -y que nos ha dado una folclórica fama internacional-, y a la falta de zonas verdaderamente seguras para el desplazamiento de caminantes.  

     Pensemos, por ejemplo, en cuántos semáforos peatonales podemos encontrar en Guadalajara, presentes solamente en zonas muy conflictivas como el centro de la ciudad o algunas áreas comerciales; o en los dichosos pasos de cebra, estas franjas pintadas sobre la calle reservadas para el cruce de peatones, que resultan invisibles para los automovilistas que nunca, por cierto, estarán atrás de las rayas, sino siempre con las ruedas sobre ellas. Un verdadero cebricidio. Dicho sea de paso, no sería mala idea que las autoridades le dieran una manita de gato a las líneas de los pasos de cebra para que queden bien estampadas, y evitar así que los que queden bien estampados sean los transeúntes.

     Pues bien, señoras y señores, por su naturaleza aventurera y arriesgada quiero proponer públicamente que la actividad del peatón sea incluida en la lista de deportes extremos con el  nombre de peatonismo.


     Quienes practican el paracaidismo, el salto en bungee o el rapel, saben lo que es la adrenalina, se hablan de tú con el peligro y se dan piquetes de ombligo con patas de cabra. Los peatones también. 

     Voy más lejos, el peatonismo es aún más sufrido que los deportes que he mencionado porque no se practica en el paradisiaco campo abierto ni en montañas de postal, sino en las hostiles calles de nuestra ciudad, donde cualquier caída, por insignificante que sea, tiene como malla de protección el mismísimo suelo de cemento. Y sin casco de por medio.

     Como en los deportes de riesgo, el peatonismo exige tener reflejos felinos y los cinco sentidos muy bien afinados para estar atentos a la eventual embestida del enemigo. De igual forma, las piernas tienen que estar a tono para emprender la carrera en fracciones de segundo, con una fuerza de arranque que envidiaría un Porsche del año. 

     Me atrevo incluso a comparar el peatonismo con otro deporte de riesgo, el box.  Estoy de acuerdo en que boxeadores de altos vuelos como Mayweather o El Canelo se someten a un excesivo sufrimiento corporal, pero en compensación sus heridas y lesiones son cuidadosamente aliviadas, no con curitas de a peso como lo hace cualquier mortal, sino con terapéuticos fajos de millones de dólares, y en lugar de Merthiolate prefieren el Whisky. Pero ya me estoy saliendo del tema.

     Encarrilado como voy, propondré algunas categorías para clasificar a los atletas practicantes del peatonismo:

Clase Turista.
Aquí se encuentra el extranjero que, para cruzar una esquina, primero se santigua encomendando su suerte a San Pascual Bailón (santo conocido por su habilidad con los pies), y luego sube y baja la banqueta en pequeños y titubeantes pasitos antes de decidirse a arrancar como caballo en hipódromo, y que al llegar al otro lado suelta algunas carcajadas nerviosas y descompuestas, producto de la emoción de este excitante deporte. 

Nivel Ducho.
Es el del peatón avezado que, a fuerza de esquivar laminazos un día sí y el otro también, se las sabe de todas todas. Cruza por la mitad de la calle porque sabe que por las esquinas el peligro puede venir por los 4 puntos cardinales.

Seniors.
Estos son peatones con más edad en su haber y paradójicamente pueden ser de lo más temerario. Su estrategia consiste en cruzar despacio pero con determinación, con la mirada al piso, en actitud de “ábranse piojos que ahí va el peine”, provocando algunos rechinidos de llanta. Saben que su estoicismo deja a todos con cara de perplejos. Suelen traer bastón con el que arremeten contra algún auto o, peor aún, contra la cabeza de un conductor que se quiera pasar de listo.

Suicidas.
Esta categoría es controversial porque los métodos de estos peatones no son precisamente ejemplares. Como si los peligros normales no fueran suficientes, ellos no escatiman en audacia. Encima de que ser peatón tiene reglas poco claras, y muy pocos las conocen y las respetan, los suicidas prefieren ignorarlas aún cuando las tienen a la vista. Son los que cruzan las calles sin importar si el semáforo vial está en color verde, rojo, amarillo, azul, morado o mamey. También cruzan el periférico por la mitad a las tres de la tarde, desdeñando con osadía épica el puente peatonal que tienen a un lado.

Superdotados.
Esta categoría hace referencia a aquellos peatones con derroche de habilidades. Y también de mañas, pero de las buenas. Son los que tienen que salir a la calle a darlo todo para que la calle no les dé a ellos. Si ya hemos dicho que en este deporte hay que tener la vista, el oído y las extremidades a tono y bien entrenadas, imagínense lo que tienen que aguantar los que carecen de estas herramientas. Ellos, personas con discapacidad, merecen medalla olímpica con todo tipo de vítores y hurras. 

     Por último, y aprovechando que es tiempo de elecciones, aquí les dejo a los candidatos a presidentes municipales de la Zona Metropolitana de Guadalajara mi humilde propuesta de elevar a nivel de deporte extremo el arte de ser peatón. Sería una forma de honrar a los millones de personas que salen todos los días a recorrer las calles empeñando cuerpo, alma y suelas, sudando la gota gorda y respirando el smog que ellos no producen.

     Y aquí podríamos incluir a los ciclistas urbanos, que también arriesgan el pellejo. 


     Ustedes, señores candidatos, que dicen que quieren gobernar para el pueblo, para la gente de la calle, la de a pie, aquí tienen esta idea. Total, no hay nada que perder. Lo más grave que podría suceder es que la gente lo tome como algo inverosímil, como una ocurrencia, una promesa absurda, y piense que no hablan en serio. Pero así ha sido siempre. No tienen nada que perder.

jueves, 30 de abril de 2015

Un día en el aeropuerto.

Cuando era niño me daba miedo viajar en avión. Siempre temí a los accidentes aéreos y esa remota pero real posibilidad era un pensamiento que me acompañaba durante todo el vuelo. Las bolsas de aire me provocaban náuseas pero sobre todo pánico.

Actualmente, si bien los miedos no se han ido del todo, han transmutado a una especie de aversión, no a volar, sino a todo lo que antecede al vuelo mismo.

Antes, viajar en avión era una experiencia agradable, en cambio ahora se ha convertido en una secuencia de incomodidades por las que uno tiene que pagar con el precio del boleto, más IVA, TUA y cargo por combustible.

Lo primero que llama la atención es que las aerolíneas soliciten que uno se presente en el mostrador con 2 y hasta 3 horas de anticipación. Si a ese tiempo le sumamos el del traslado desde casa hasta el aeropuerto -considerando que los aeropuertos regularmente no están a la vuelta de la esquina-, más la duración del vuelo, más el tiempo que toma bajar del avión, etc., en las cuentas finales muchas veces resulta que se llega más rápido al destino si se viaja en automóvil.

Pero aquellos de ustedes que han viajado en avión no me tacharán de exagerado si digo que el filtro de seguridad es una especie de vejación a la que los viajantes tenemos que someternos. Como si en el costo del pasaje no estuviéramos ya expiando algunas culpas pasadas, presentes y futuras. Pero ni hablar, es un mal necesario. Todo por nuestra propia seguridad.

No tengo la costumbre de traer conmigo metralletas ni granadas cuando hago un viaje en avión, pero aún a sabiendas de eso, cada vez que tengo que cruzar el filtro de seguridad en los aeropuertos mi corazón late un poco más aprisa de lo habitual, mi cuerpo comienza a sudar en frío, se me erizan algunos vellos por aquí y por allá, y el hígado me crece un par de centímetros.

En primera instancia, el detector de metales a través del cual uno tiene que pasar bajo la premisa de que todos somos terroristas, en tanto no demostremos lo contrario, siempre nos tiene reservada alguna sorpresa. 

Cuando ya he depositado en la bandeja mi celular, el reloj, las monedas y el cinturón, con el consecuente riesgo de que los pantalones empiecen a perder altura (hablando en términos aeronáuticos), al caminar bajo el arco de la ignominia a la orden de "pase,,, por favor" por parte del empleado de seguridad, el bip del detector no se hace esperar. Pongo mi cara de idiota, el empleado me pregunta si ya me retiré celular, reloj, monedas, cinturón -es decir todo lo que en ese orden mencioné arriba-, respondo afirmativamente, entonces me señala los lentes de lectura que siempre llevo colgados al cuello, me pide que me los retire y que vuelva a pasar bajo el detector, paso nuevamente y el bip vuelve a sonar, el señor me pide que camine adelante para revisarme, le hago alguna broma insulsa o, peor aún, inapropiada, como decirle que aparte de una pistola escondida no llevo ningún otro metal que pudiera sonar; al empleado, antipático de por sí, no le parece en lo absoluto jocosa mi guasa, mi cara de idiota reaparece ahora pero con razón y con más fuerza, el caballero me pide levantar los brazos, me ausculta con su detector manual de metales, me hace abrir las piernas, me solicita darme la vuelta, al pasarlo por la espalda el detector suena, lo pasa una vez más, y otra, y otra, me pregunta qué llevo en la espalda, le contesto que tengo unas barras de acero en la columna vertebral a causa de un accidente de automóvil años atrás; ahora la cara de idiota es la de él, pasa su detector una y otra vez, parece que el asunto le causa la gracia que mi broma no le produjo, y habiendo confirmado que en efecto llevo esas barras de acero, y que mientras se encuentren bien sujetas a mi columna no representan peligro alguno para el resto de los pasajeros -que en ese momento están pasando por las mismas mortificaciones- , me despide con un "que le vaya bien". Ni qué decir, todo es por nuestra seguridad.

Prueba superada, pensé, pero un instante después otro empleado, el joven que con mirada de santo inquisidor revisa todo el tiempo el monitor de rayos x y con índice flamígero apunta a todo aquello que le resulta sospechoso, ése que parece estar buscándoles bubis a las gallinas, me pregunta si la valija roja es mía. Y si bien tampoco suelo viajar con gallinas, y mucho menos con bubis -las gallinas, no yo-, pero dado que para mi desgracia la valija roja sí es mía, veo venir otro momento, por decir lo menos, incómodo. 

- ¿Me permite revisar su maleta, caballero?

- Con mucho gusto -respondo a punto de sufrir un ataque de hipocresía, porque lo que menos siento en ese momento es gusto.

El empleado se coloca unos guantes quirúrgicos, de esos que usan los forenses en la televisión cuando van a revisar la zona del crimen o el cuerpo del delito, abre mi maleta, comienzo a sudar de nuevo, ¿qué habrá visto en mi equipaje? ¿Algún objeto o sustancia prohibida que alguien, sin yo percatarme, me sembró, como dicen ahora? Al inspeccionar mi equipaje de mano, el caballero encuentra el arma mortal que la pantalla ya había delatado: un corta-uñas peligrosísimo con dos descomunales navajitas de tres milímetros que,  presionando una contra la otra, podría usarla para aterrorizar al piloto y arrebatarle el control del avión con inicuas intenciones. 

- ¿Cuál es el problema? -pregunto.

- No están permitidos los corta-uñas arriba del avión.

- Pero es que ése me lo regaló mi mamá y le tengo un aprecio especial.

- Pues, con todo respeto señor, pídale a su mamá que le regale otro porque éste no puede pasar.

Profundizando en su detectivesca inspección, extrae un frasco letal de un compartimento de la maleta, lo levanta a la altura de sus ojos buscando la información clave y dice:

- Uy señor, también trae esta loción de 150 mililitros y sólo se permiten líquidos con un máximo de 100.

- Pero vea bien el envase, está casi vacío.

- No importa, caballero, lo que importa es lo que dice el frasco, si ahí dice que contiene 150, entonces se lo tengo que retener.

- Pero es la única loción que traigo, y si se fija bien no le quedarán más de 20 mililitros. Además, si sirve de algo, le juro que no tengo las más remota idea de cómo se hace una bomba con una loción.

- Es el reglamento y es por su propia seguridad. Si gusta puede dejar sus cosas en custodia en la oficina de seguridad del aeropuerto que está en la terminal 2, a la altura de la sala A, tercer piso, ah, pero en este momento está cerrada, abren a las 9, si quiere...

- Quédese con mi corta-uñas y con mi loción-, tómenlo como un regalo.

Enseguida el joven depositó el decomiso en una caja que sacó debajo de un escritorio, llena de lociones, desodorantes, botellas de agua, productos para el pelo, así como todo tipo de instrumentos para manicure y pedicure: un apetitoso arsenal que desearía cualquier extremista, saboteador y criminal del mundo.

Concluido el episodio del filtro de seguridad, camino tan aprisa como puedo hacia la sala 56, la última de la zona de abordaje. para solamente percatarme al llegar ahí de que el vuelo salió hace 5 minutos.

En ese momento comprendo la verdadera razón por la que piden que los pasajeros lleguemos 3 horas antes. Y esta vez no hubiera sido mala idea hacerlo así. 

Todo sea por nuestra seguridad, pero sobre todo, por nuestra incomodidad.

martes, 31 de marzo de 2015

Todos los caminos conducen a Nogales.

Guadalajara es una de las ciudades más bellas y gozosas de México. Habitantes y visitantes la disfrutamos en serio. Tiene una gran historia, tradiciones de exportación, arte y artistas célebres, añeja arquitectura, jardines, fuentes,, muchachas guapas por todos lados, -es decir, guapas por arriba y por abajo, por lo anterior y por lo posterior; además la ciudad tiene gastronomía inimitable, como la carne en su jugo y las tortas ahogadas hechas con birote salado. Suculencias tapatías.

Tiene paseos, avenidas, calzadas, vericuetos y laberintos que hacen reflexionar que las calles de ciudades antiguas como ésta, fundada en 1542, se abrían paso siguiendo la ruta que le imponían su necesidad y capricho, acorde a su época.

Lo curioso es que aún en estos tiempos modernos -concepto que paradójicamente cada vez suena más anticuado-, Guadalajara, con todo y su innegable relevancia mundial como una gran capital, y a pesar de haber más de 1 millón de automóviles circulando diariamente en la zona metropolitana, se mantenga, en lo que respecta al tráfico y al diseño de vialidad, en el Cretácico Inferior.

Pareciera que en el Valle de Atemajac no se propagó con suficiencia el gen de la intuición para planear las vialidades que nos lleven a donde queremos ir y no a donde los ingenieros encargados de los servicios de vialidad creen que todos queremos ir. Los que sí tenemos que hacer gala de intuición somos los que navegamos por estas calles.

Me explico. Quienes vivimos en Guadalajara y que usamos un auto para transportarnos, tenemos que familiarizarnos a golpe de volante con las rutas que nos conducen a tal o cual lugar, conocer los sentidos y contrasentidos de las calles, saber cuáles son las vías rápidas que en ciertos momentos del día son las más lentas, así como bregar con la falta de señalamientos adecuados. Es decir, para transitar con cierto tino por las calles de esta ciudad sin perderse o encontrarse que de pronto la calle cambió de sentido, tomar la salida equivocada o no haberla tomado porque no había un señalamiento mínimo indispensable… hay que ser tapatío. Y no sólo eso, sino un tapatío valiente y con muchas horas de vuelo.

Desde que vivo aquí, hace ya muchos años, siempre ha zumbado en mi curiosidad la pregunta ¿Por qué será que en esta ciudad todos los caminos van a Nogales y a Saltillo?

Ésta última se encuentra en números redondos a 700 kilómetros de distancia y, dicho sin desdoro de la capital coahuilense, creo que entre Guadalajara y Saltillo hay sitios a los que, por su cercanía o su importancia  turística, valdría la pena darles prioridad en las señales de tráfico que las autoridades de vialidad colocan para orientación del respetable -algunas veces, por cierto, al alcance de las ramas de un frondoso árbol que dificulta la lectura, añadiéndole emoción al paseo y adrenalina al paseante-. 

Sólo por citar algunos de estos puntos intermedios entre Guadalajara y Saltillo, mencionemos a Tepatitlán, San Juan de los Lagos, Aguascalientes y Zacatecas. 

Y qué decir de Nogales, la ciudad fronteriza del estado de Sonora. De ella nos separa la friolera de 1650 kilómetros por autopista. ¿A cuánta gente que pretende salir de Guadalajara o pasa por aquí le importará saber dónde se encuentra la ruta a Nogales? No sé qué piensen ustedes pero creo que es de mayor utilidad informarles dónde está la salida al Pueblo Mágico de Tequila, a Tepic, a Puerto Vallarta o a Mazatlán. ¿Pero Nogales?

Concordemos en que Nogales representa el punto extremo de esa autopista y nos da un norte -en este caso, literalmente- del rumbo a seguir; pero si a esas vamos, la Salida a Nogales, como se le conoce coloquialmente a ese escape de la ciudad, podría ser denominada la Salida a Nueva York o la Autopista a Alaska, lo cual nos haría ver más cosmopolitas y globalizadores.

De acuerdo, estas carreteras en su momento fueron llamadas así porque el proyecto de ingeniería comprendía esos extremos: es decir, la obra empezaba en Guadalajara y terminaba en Saltillo, lo mismo para el caso de la Guadalajara-Nogales. Una razón estrictamente técnica. Pero, sin duda, con el gentil propósito de darles una orientación útil a los viajeros, hubiera sido un bonito gesto de parte de las autoridades emplear otra nomenclatura, más amigable y eficaz. Además, dicho sea de paso, yo he estado muchas veces en Nogales y, que yo recuerde, no hay un letrero que diga Salida a Guadalajara. O todos parejos o todos chipotudos.

Hay más: señales que indican el camino hacia el aeropuerto o hacia el centro de la ciudad y que de pronto dejan de aparecer en la ruta dejándonos en la indefensión, líneas blancas sobre las calles que no se alcanzan a percibir ni a plena luz del día porque parece que fueron pintadas con crayones o pinturas de agua, salidas de vías rápidas a otras avenidas importantes que no son anunciadas ni a tiempo ni nunca, puentes que no te atreves a tomar porque ignoras a dónde te conducen, semáforos de anticipación que nadie sabe para qué sirven, avenidas de 3 carriles que sin previo aviso se achican a uno solo y te obligan a cerrar filas para permitir que otros se incorporen sin piedad a la avenida, so pena de entrar en un pantano de bollas o de chocar con el auto que viene a usurpar el que hace 3 segundos era tu carril. Sálvese quien pueda.

El balizamiento de las ciudades debería estar hecho por profesionales con alguna especialidad en el tema. O, por lo menos, estar a cargo de gente con nata sensibilidad para determinar qué información necesita y espera recibir anticipadamente un conductor que transita por las vialidades.

Los tapatíos lo agradeceríamos. Y los turistas no se diga.

Fin del berrinche. Ahora me voy a disfrutar Guadalajara que, como dije al principio, para mí es bella y gozosa.


Artículo publicado en ProyectoDiez.mx el 30 de marzo de 2015

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