Me considero una persona curiosa, no en el sentido de causar curiosidad -espero-, sino de sentirla por las cosas que me rodean.
Pero como en la vida siempre hay algún antídoto contra lo bueno, en contraposición a mi deseo de saber, padezco de una malísima memoria, sólo comparable a la de una PC de los ochentas. A esta calamidad individual yo la llamo antimemoria. Es como la sombra que me acompaña a todas partes, hasta en la más absoluta ausencia de luz. Es como el futbolista que me aplica marcaje personal para dar al traste a mis jugadas, es como mi ángel de la guarda pero en mala onda.
La memoria es una función cerebral que nos permite almacenar y clasificar vivencias, conocimientos y en general información del pasado. La parte del cerebro que se ocupa de esta función es el hipocampo -sí, homónimo del caballito de mar-. Hay memoria de corto, mediano y largo plazo, como los créditos de los bancos. Por su parte, mi antimemoria no es como los mencionados créditos, es un poco más siniestra, más bien es como el SAT: no avisa cuando va a atacar y lo hace sin piedad.
Me sucede muy a menudo que interesado leo sobre tal o cual tema, descubro datos, lugares, fechas y anécdotas que me resultan fascinantes y me mantienen con la cavidad bucal dilatada y vulnerable al ingreso de un díptero distraído. Pero en el instante en que cierro el libro o revista, ¡pum!, mi antimemoria le propina una certera cachetada al hipocampo y destruye el 52.75 por ciento de la información leída minutos antes. Ustedes se preguntarán por qué cito ese porcentaje tan preciso. Yo también.
Mi antimemoria es muy socarrona y está lista para cumplir su cometido en los momentos clave, sobre todo cuando hay público de por medio y requiero rapidez de respuesta. Estoy seguro que ella encuentra divertido verme hacer el ridículo cuando, contando alguna anécdota, olvido algunos de los elementos sustanciales de la historia, por ejemplo: el quién, el qué, el dónde o el cómo. O todas las anteriores. Cuando estoy en alguna tertulia con amigos y trato de aportar un dato pertinente a propósito de algún tema musical o una película que surge en la conversación, y necesito recordar el nombre del cantante o el actor, no sólo no recuerdo al cantante y al actor, sino acabo también olvidando a la canción y la película que dieron origen a la charla.
Cosa parecida me ocurre cuando alguien me pide que cuente un chiste. La primera batalla es localizar el mejor chistorete disponible en mis archivos mentales. Pero para ese momento mi antimemoria ya se me adelantó y se está regocijando poniendo en desorden dichos archivos, mezclando las clasificaciones temáticas y a los personajes típicos de los chistes, obligando así a convivir en lujuriosa promiscuidad a los borrachos con los gallegos, a los maridos cornudos con los argentinos, a los tipos feos -tan feos, tan feos- con las suegras entrometidas y no menos feas, a Pepito con la Pilarica, etcétera. Una vez que consigo que algún chascarrillo se asome tímidamente en el caos y me dispongo a contarlo, mi antimemoria hace su siguiente jugada y pone a prueba mi seguridad lanzándome dardos en forma de preguntas tan perturbadoras como: ¿cómo empieza?, ¿ya se lo sabrán mis amigos?, ¿cómo termina?, ¿se reirán?, ¿cómo me metí en este aprieto?, ¿dónde está la vía de escape más cercana?
Para colmo de desgracias, a mi antimemoria hay que sumarle mis rasgos obsesivos. Esta bonita combinación me ha provocado incontables noches de insomnio. Paso a explicar el fenómeno. Muchas veces, estando ya en mi cama, dispuesto a entregarme sin pudor a los brazos de Morfeo, aparece súbita e insospechadamente alguna pregunta de vital importancia y trascendencia, y que por lo tanto es urgente responder. Por citar sólo un puñado de ejemplos: ¿qué ropa usé ayer?, ¿qué desayuné el jueves de la semana antepasada?, ¿a quién le presté el Album Blanco de Los Beatles en la prepa y nunca me lo devolvió?, ¿en qué restaurant de qué ciudad -que prometí no olvidar jamás- comí la mejor sopa de tortilla de mi vida?, ¿cómo se llaman la canción y la película que cité dos párrafos arriba y cuyos cantante y protagonista tampoco recuerdo? Toda vez que es impostergable encontrar las respuestas a estas cuestiones filosóficas, mi obstinado cerebro se entrega a la tarea de zambullirse en los archivos que mi antimemoria ya revolvió con anticipación y hasta escondió vaya usted a saber dónde. ¿Por qué lo hace? Supongo que por joder. Es entonces que mi parte obsesiva entra en encarnizado duelo con mi antimemoria. Una no cesa de buscar y la otra no suelta prenda. La contienda puede prolongarse por varias horas y sólo el encontrar el dato requerido puede ponerle punto final al combate. Y, como sucede en las noches de placer carnal, lo que sigue es quedarse profundamente dormido.
Esta debilidad mnemológica me ha obligado a desarrollar mis propios sistemas de defensa contra mí mismo, dado que no confío ni tantito en mi memoria. Así que desde hace muchos años las cosas que deseo recordar en el corto plazo, como citas de trabajo, nombres de personas con las que tengo relación de cualquier índole, artículos que tengo que comprar, domicilios importantes, libros que me han recomendado, ideas para escribir algún texto, mejor las anoto, ora en papel, ora en alguno de mis dispositivos electrónicos, ora pro nobis. El problema es que con alarmante frecuencia no recuerdo qué anoté en papel y qué en el dispositivo electrónico.
Por todo esto, he llegado a la conclusión de que los sabios no son los que saben más sino los que recuerdan lo que saben.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
jueves, 30 de noviembre de 2017
Cuando el trabajo te divierte
La palabra trabajar viene del vocablo latín tripaliare que, a su vez, viene de tripalium. No es difícil adivinar en tripalium dos palabras juntas: tri (tres) y palium (palos), es decir tres palos (maestros del albur, absténganse). El tripalium era un instrumento de trabajo hecho con tres puntas o palos para herrar bueyes pero también se usaba como un yugo para castigar y torturar güeyes, es decir seres humanos.
De ahí que el concepto de trabajo tenga mucho que ver con la idea de sufrir. ¿Les suena familiar?
No conozco ninguna estadística sobre el índice de satisfacción del trabajador pero, si me baso solamente en lo que sucede a mi alrededor, sé que un altísimo porcentaje de gente que trabaja no está precisamente regocijado con lo que hace ni con lo que gana. Si se hacen con honradez, respeto y empeño, todos los trabajos son dignos, pero no cabe duda que hay de trabajos a trabajos y de que hay gente que quisiera estar haciendo otra cosa para ganarse la vida. Conozco el caso de Don Pipiandro Retrete, que se ufana de ser el mejor y más rápido limpiador de redes de drenaje de la ciudad. Un día me confesó, acá entre nos, que ya estaba pensando en buscar otro empleo porque estaba cansado de que en su propia casa siempre lo recibieran como apestado.
La vida te lleva a veces aleatoriamente por caminos que pueden o no cuadrar con tus vocaciones. Pero otras veces, hacer lo que te gusta puede ser una decisión que debes tomar de forma temprana.
Me considero de las personas afortunadas que trabajamos haciendo esas cosas que, si no fuera porque nos pagan, no les llamaríamos trabajo y las haríamos por el puro gusto. Es más, muchas de esas cosas las hicimos alguna vez sin cobrar y hasta pagábamos porque nos alquilaran. Escribir (humor, canciones, textos publicitarios) siempre ha sido una pachanga para mi, lo disfruto. De niño imaginaba que era cantante infantil de un grupo parecido a los Osmond -jóvenes, consultar algún libro de historia del siglo pasado- y prácticamente se me cumplió cuando fundamos mis colegas y yo el ensamble de humor musical Radiopatías. Por cierto, Radiopatías empezó como un juego para divertirnos una sola vez y casi 27 años después es la hora de que no dejamos de jugar. Cuando niño también soñaba despierto imaginando que era el actor de una película de vaqueros y ya he tenido la suerte de participar en una que otra peli, no de vaqueros pero si recuerdo alguna de narcos, para ir ad hoc con nuestra bonita vida actual.
Hacer radio ha sido un tremendo privilegio como prestador de voz para marcas comerciales y como conductor al aire de algunas aventuras radiofónicas desde 1985. En especial recuerdo ahora el programa de radio Tripas de Gato que hacía con mi querido Trino, monero de los buenos y creativo empedernido, a finales de los años noventa en Guadalajara. Fue un programa que disfruté una barbaridad. No nos importó tener que hacerlo justo a la hora de la comida, que ya es mucho decir. Pero no solamente hice con Trino el programa de radio, también realizamos por varios años doblajes con contenido político de series y películas americanas antiguas como El Llanero Solitario y Batman y Robin. No saben ustedes qué divertido era el proceso de grabación de esos programas. Pachanga pura. Esos doblajes aún se venden en los tianguis. De eso ya no recibo un peso pero los señores de la piratería sí.
Bueno, pues ayer tuve la suerte de iniciar como colaborador en un noticiero de Trino que pasará en Guadalajara por la radio AM y por internet. Mi participación es de solo unos minutos tres veces por semana pero con ese segmento tendré para añadirle a mi trabajo aún más momentos de regocijo. No quise hacerles aquí un aburrido currículum vitae, solo pretendí reflexionar sobre el valor de generar la convicción -porque así es o porque así quieres que sea- de que estás realizando actividades que disfrutas, te enriquecen el alma y te alegran el espíritu. Cuando el trabajo te divierte.
Juan Miguel Portillo
Twitter: @jmportillo
De ahí que el concepto de trabajo tenga mucho que ver con la idea de sufrir. ¿Les suena familiar?
No conozco ninguna estadística sobre el índice de satisfacción del trabajador pero, si me baso solamente en lo que sucede a mi alrededor, sé que un altísimo porcentaje de gente que trabaja no está precisamente regocijado con lo que hace ni con lo que gana. Si se hacen con honradez, respeto y empeño, todos los trabajos son dignos, pero no cabe duda que hay de trabajos a trabajos y de que hay gente que quisiera estar haciendo otra cosa para ganarse la vida. Conozco el caso de Don Pipiandro Retrete, que se ufana de ser el mejor y más rápido limpiador de redes de drenaje de la ciudad. Un día me confesó, acá entre nos, que ya estaba pensando en buscar otro empleo porque estaba cansado de que en su propia casa siempre lo recibieran como apestado.
La vida te lleva a veces aleatoriamente por caminos que pueden o no cuadrar con tus vocaciones. Pero otras veces, hacer lo que te gusta puede ser una decisión que debes tomar de forma temprana.
Me considero de las personas afortunadas que trabajamos haciendo esas cosas que, si no fuera porque nos pagan, no les llamaríamos trabajo y las haríamos por el puro gusto. Es más, muchas de esas cosas las hicimos alguna vez sin cobrar y hasta pagábamos porque nos alquilaran. Escribir (humor, canciones, textos publicitarios) siempre ha sido una pachanga para mi, lo disfruto. De niño imaginaba que era cantante infantil de un grupo parecido a los Osmond -jóvenes, consultar algún libro de historia del siglo pasado- y prácticamente se me cumplió cuando fundamos mis colegas y yo el ensamble de humor musical Radiopatías. Por cierto, Radiopatías empezó como un juego para divertirnos una sola vez y casi 27 años después es la hora de que no dejamos de jugar. Cuando niño también soñaba despierto imaginando que era el actor de una película de vaqueros y ya he tenido la suerte de participar en una que otra peli, no de vaqueros pero si recuerdo alguna de narcos, para ir ad hoc con nuestra bonita vida actual.
Hacer radio ha sido un tremendo privilegio como prestador de voz para marcas comerciales y como conductor al aire de algunas aventuras radiofónicas desde 1985. En especial recuerdo ahora el programa de radio Tripas de Gato que hacía con mi querido Trino, monero de los buenos y creativo empedernido, a finales de los años noventa en Guadalajara. Fue un programa que disfruté una barbaridad. No nos importó tener que hacerlo justo a la hora de la comida, que ya es mucho decir. Pero no solamente hice con Trino el programa de radio, también realizamos por varios años doblajes con contenido político de series y películas americanas antiguas como El Llanero Solitario y Batman y Robin. No saben ustedes qué divertido era el proceso de grabación de esos programas. Pachanga pura. Esos doblajes aún se venden en los tianguis. De eso ya no recibo un peso pero los señores de la piratería sí.
Bueno, pues ayer tuve la suerte de iniciar como colaborador en un noticiero de Trino que pasará en Guadalajara por la radio AM y por internet. Mi participación es de solo unos minutos tres veces por semana pero con ese segmento tendré para añadirle a mi trabajo aún más momentos de regocijo. No quise hacerles aquí un aburrido currículum vitae, solo pretendí reflexionar sobre el valor de generar la convicción -porque así es o porque así quieres que sea- de que estás realizando actividades que disfrutas, te enriquecen el alma y te alegran el espíritu. Cuando el trabajo te divierte.
Juan Miguel Portillo
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Emoticones al rescate
Mandas un mensaje de texto por Whatsapp pensando que Pepe te responderá de inmediato. Te urge confirmar si asistirá a la reunión. No conoces la dirección del lugar. Ni la hora. Pero Pepe sí lo sabe. Acabas de recordar que la dichosa reunión será hoy en la tarde. Ves el reloj. Ya es la tarde. Envías el texto, “Pepe, estás ahí?”, y te quedas mirando la pantalla, observando el envío del mensaje como en cámara lenta: primero aparece la palomita indicadora de que ya fue entregado, luego la palomita de que ya lo recibió pero aún no lo ve, sigues con los ojos puestos sobre el celular como si ahí estuviera a punto de aparecer el número ganador del Melate, pero nada, ni la respuesta ni mucho menos el número del Melate; después las dos palomitas se pintan de ese esperado color azul, tu desesperación va a la alza, continúas con la mirada aferrada al dispositivo, solo deseas que en la parte superior de la pantalla aparezca la leyenda “Pepe está escribiendo…”, pero Pepe no escribe nada. El canalla ya recibió tu mensaje y no responde, quién sabe por cuál inicua razón. Te está dejando en visto con cinismo total. “¿Por qué me ignora el infeliz?”. Sabes que Pepe está detrás de ese maldito teléfono; entonces, enérgico, le envías otro mensaje acompañado de un desafiante emoticón amarillo, ése que tiene cara de impaciente: “¿Sí me respondes, porfa?”. Pero el intento de intimidación no tiene éxito. La cosa se torna violenta cuando subes el nivel de la arremetida usando ahora el terrorífico emoticón enojado de color rojo. Estás a punto de tomar la medida radical, la que no sueles emplear más que en situaciones de urgencia extrema: marcar y hablar con él. Cuando estás a punto de hacerlo recibes por fin su respuesta: “perdón, tenía mi celular en silencio porque estaba en la reunión, pero ya se terminó, ¿por qué no viniste?”.
Ni duda cabe, la comunicación entre personas tiene ahora una nueva forma y un nuevo vehículo llamado teléfono móvil, pero con la propagación de los servicios de mensajería instantánea, cada vez se usa menos como teléfono, que para eso se inventó, ¿o no? Hablar, hablar, lo que se dice hablar, hablamos poco, pero mensajeamos y whatsappeamos que es un contento, si me permiten estos neologismos que seguramente ponen los pelos de punta a los lingüistas, que, dicho sea de paso, para estos efectos sí tienen pelos en la lengua.
Más que un teléfono con el que también enviamos mensajes escritos, el celular se ha convertido en un dispositivo emisor de mensajes de texto con el que adicionalmente podemos hablar, en casos muy necesarios.
Los textos que intercambiamos diariamente no tienen por sí mismos un tono, una intención sonora, ni mucho menos una mirada que ponga el registro anímico de lo expresado, por lo que muchas veces quien recibe el mensaje tiene que recurrir al bufet emocional que su imaginación y estado de ánimo del momento le ponen a disposición, lo cual se presta a conjeturas y malentendidos.
Aquí es donde los emoticones salen al rescate, ellos son los emisarios de nuestros sentimientos, deseos, sueños, pasiones, ambiciones, miserias, filias y fobias. Hay gente que sabe usar los emoticones con maestría, eligiendo siempre el dibujito preciso. En esas artes yo me considero bastante plano y repetitivo. No salgo de la carita chapeteada que sonríe, la que deja ver la dentadura o la que ríe hasta las lágrimas. Elijo siempre el mismo mono para ciertos temas. Es decir, soy mono-temático.
La comunicación se ha vuelto impersonal en un sentido pero muy directa en otro. Impersonal porque -reitero- cada vez usamos menos la voz, herramienta fundamental de las relaciones interpersonales, pero a la vez se ha vuelto caprichosamente personal porque con los mensajes de texto podemos irrumpir de forma casi inmediata en la vida del otro. El mensaje escrito no necesita permiso para ser entregado al receptor. Lo enviamos y listo, en algún momento el destinatario lo leerá. Que nos quiera responder es otra historia.
Con el celular podemos estar en contacto con otras personas y con el mundo entero hasta cuando vamos al baño. En la calma soledad de un sanitario podemos hablar (eso sí, con ese delatador eco de los baños), intercambiar textos, ponerle me gusta a una foto en Facebook o ver un video. Tener revistas o libros en los baños para aligerar el momento ya es cosa del pasado.
En fin, al igual que en los mensajes de texto, hay tanto que decir y es tan poco el espacio que mejor le sigo en otra entrega. Una última reflexión: si las personas riéramos el mismo número de veces que escribimos “jajaja” en los mensajes, el mundo sería más feliz. (Emoticón sonriente y chapeteado).
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Ni duda cabe, la comunicación entre personas tiene ahora una nueva forma y un nuevo vehículo llamado teléfono móvil, pero con la propagación de los servicios de mensajería instantánea, cada vez se usa menos como teléfono, que para eso se inventó, ¿o no? Hablar, hablar, lo que se dice hablar, hablamos poco, pero mensajeamos y whatsappeamos que es un contento, si me permiten estos neologismos que seguramente ponen los pelos de punta a los lingüistas, que, dicho sea de paso, para estos efectos sí tienen pelos en la lengua.
Más que un teléfono con el que también enviamos mensajes escritos, el celular se ha convertido en un dispositivo emisor de mensajes de texto con el que adicionalmente podemos hablar, en casos muy necesarios.
Los textos que intercambiamos diariamente no tienen por sí mismos un tono, una intención sonora, ni mucho menos una mirada que ponga el registro anímico de lo expresado, por lo que muchas veces quien recibe el mensaje tiene que recurrir al bufet emocional que su imaginación y estado de ánimo del momento le ponen a disposición, lo cual se presta a conjeturas y malentendidos.
Aquí es donde los emoticones salen al rescate, ellos son los emisarios de nuestros sentimientos, deseos, sueños, pasiones, ambiciones, miserias, filias y fobias. Hay gente que sabe usar los emoticones con maestría, eligiendo siempre el dibujito preciso. En esas artes yo me considero bastante plano y repetitivo. No salgo de la carita chapeteada que sonríe, la que deja ver la dentadura o la que ríe hasta las lágrimas. Elijo siempre el mismo mono para ciertos temas. Es decir, soy mono-temático.
La comunicación se ha vuelto impersonal en un sentido pero muy directa en otro. Impersonal porque -reitero- cada vez usamos menos la voz, herramienta fundamental de las relaciones interpersonales, pero a la vez se ha vuelto caprichosamente personal porque con los mensajes de texto podemos irrumpir de forma casi inmediata en la vida del otro. El mensaje escrito no necesita permiso para ser entregado al receptor. Lo enviamos y listo, en algún momento el destinatario lo leerá. Que nos quiera responder es otra historia.
Con el celular podemos estar en contacto con otras personas y con el mundo entero hasta cuando vamos al baño. En la calma soledad de un sanitario podemos hablar (eso sí, con ese delatador eco de los baños), intercambiar textos, ponerle me gusta a una foto en Facebook o ver un video. Tener revistas o libros en los baños para aligerar el momento ya es cosa del pasado.
En fin, al igual que en los mensajes de texto, hay tanto que decir y es tan poco el espacio que mejor le sigo en otra entrega. Una última reflexión: si las personas riéramos el mismo número de veces que escribimos “jajaja” en los mensajes, el mundo sería más feliz. (Emoticón sonriente y chapeteado).
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Vacaciones en la ciudad
Llegó una de los momentos más esperados del año: la Semana Santa. Unos la aguardan por razones espirituales y otros, creo que los más, por un motivo más profano: porque con ella llegaron las vacaciones. Y me atrevo a decir que la mayoría la espera con gusto laico porque, si tomo como muestra el entorno de gente con quien trabajo y convivo -y me incluyo-, tengo la impresión de que lo que les mueve a salir de la ciudad hacia Puerto Vallarta con la cajuela del auto rebosante de enseres para el desparpajo, como cervezas y botanas, no es propiamente el deseo de beber hasta la inconsciencia para poder sobrellevar el duelo de La Pasión de Cristo; y tampoco veo a mis amigos rentando cabañas en Tapalpa con el fin de encerrarse en ellas a practicar el ascetismo que los conduzca a la purificación del espíritu; y de igual modo me cuesta trabajo pensar en quienes acuden los días de vigilia a restaurantes de mariscos para aniquilar con místico apetito un monumental robalo al mojo de ajo, no sin antes haberse azotado con él 39 veces en la espalda para purgar sus pecados carnales. Pero de eso no quiero hablar porque es muy espinoso. No me refiero al robalo, que sí lo es, sino al tema que, como todos los que tienen que ver con religión, puede terminar en una santa polémica que Dios guarde la hora.
La materia de mi breve reflexión es concerniente a las vacaciones de la Semana Santa.
Mi papá, un hombre entregado a su trabajo día con día en la banca central -solo como aclaración, sé que muchos de ustedes podrían estar pensando que él trabajaba boleando zapatos en alguna banca del centro de la ciudad, pero no, él trabajaba como funcionario en el Banco de México, conocido como la banca central de nuestro país—, no era muy amigo de las vacaciones en general, me atrevería a afirmar que en algún grado era eso que conocemos con el anglicismo de workaholic. En nuestra familia no tomábamos muchos días al año para salir de la ciudad, pero si habríamos de hacerlo, él pensaba que los días indicados eran de jueves a domingo en Semana Santa y que el destino ideal era la playa más cercana. En la teoría ese plan se antojaba fantástico, pero en la práctica era terrible dado que era el mismo plan de turbas de entusiastas vacacionistas que salían y regresaban en tropel el mismo día y a la misma hora que nosotros. Autopistas repletas, hoteles a reventar, albercas con más gente que agua, restaurantes con listas de espera desesperantes no aptas para hambrientos ansiosos, largas filas y precios altos hasta en el carrito de los elotes, etcétera.
Suena muy radical y gruñón pero, como no tengo la dicha de poseer una casa en la playa ni en la montaña donde pasar unas vacaciones a mi gusto y sin aglomeraciones, en la Semana Santa prefiero quedarme a disfrutar Guadalajara. Pocas oportunidades tenemos en el año para sentir que la ciudad nos pertenece a unos cuantos y me gusta aprovecharlas con alborozo y candoroso gozo (con rima y toda la cosa).
Cuando la ciudad se vacía disfruto enormemente andar por sus calles, esas calles señoriales que en tiempos regulares de prisa y estrés no volteamos a ver con el deleite y el orgullo que merecen. En ellas descubro, no sin asombro, edificios, jardines, parques, fuentes, monumentos, comercios, grafiti, baches y hasta cámaras para fotomultas que no había advertido. Es como esa refrescante sensación de novedad que experimentas cuando vuelves a leer un libro, ves una peli en la repetición de la madrugada o disfrutas el recalentado en la Navidad.
Apartarse del frenesí del tráfico normal, descansar del ir y venir cotidiano, del subir y bajar, y redescubrir nuestra ciudad con todas sus monerías y taras, no tendrá que ver nada con la fe ni la religión, pero son ocasiones que no se dan en maceta y que, cuando menos para este servidor, sí le hacen mucho bien al espíritu. A todos los que no saldrán a ningún lado, felices vacaciones en la ciudad.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
La materia de mi breve reflexión es concerniente a las vacaciones de la Semana Santa.
Mi papá, un hombre entregado a su trabajo día con día en la banca central -solo como aclaración, sé que muchos de ustedes podrían estar pensando que él trabajaba boleando zapatos en alguna banca del centro de la ciudad, pero no, él trabajaba como funcionario en el Banco de México, conocido como la banca central de nuestro país—, no era muy amigo de las vacaciones en general, me atrevería a afirmar que en algún grado era eso que conocemos con el anglicismo de workaholic. En nuestra familia no tomábamos muchos días al año para salir de la ciudad, pero si habríamos de hacerlo, él pensaba que los días indicados eran de jueves a domingo en Semana Santa y que el destino ideal era la playa más cercana. En la teoría ese plan se antojaba fantástico, pero en la práctica era terrible dado que era el mismo plan de turbas de entusiastas vacacionistas que salían y regresaban en tropel el mismo día y a la misma hora que nosotros. Autopistas repletas, hoteles a reventar, albercas con más gente que agua, restaurantes con listas de espera desesperantes no aptas para hambrientos ansiosos, largas filas y precios altos hasta en el carrito de los elotes, etcétera.
Suena muy radical y gruñón pero, como no tengo la dicha de poseer una casa en la playa ni en la montaña donde pasar unas vacaciones a mi gusto y sin aglomeraciones, en la Semana Santa prefiero quedarme a disfrutar Guadalajara. Pocas oportunidades tenemos en el año para sentir que la ciudad nos pertenece a unos cuantos y me gusta aprovecharlas con alborozo y candoroso gozo (con rima y toda la cosa).
Cuando la ciudad se vacía disfruto enormemente andar por sus calles, esas calles señoriales que en tiempos regulares de prisa y estrés no volteamos a ver con el deleite y el orgullo que merecen. En ellas descubro, no sin asombro, edificios, jardines, parques, fuentes, monumentos, comercios, grafiti, baches y hasta cámaras para fotomultas que no había advertido. Es como esa refrescante sensación de novedad que experimentas cuando vuelves a leer un libro, ves una peli en la repetición de la madrugada o disfrutas el recalentado en la Navidad.
Apartarse del frenesí del tráfico normal, descansar del ir y venir cotidiano, del subir y bajar, y redescubrir nuestra ciudad con todas sus monerías y taras, no tendrá que ver nada con la fe ni la religión, pero son ocasiones que no se dan en maceta y que, cuando menos para este servidor, sí le hacen mucho bien al espíritu. A todos los que no saldrán a ningún lado, felices vacaciones en la ciudad.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
¿Hace cuántos kilos que no te veía?
Hay comentarios que nunca deben hacerse si se quiere la sana convivencia, preservar la buena estima y la autoestima.
Apostaría que a algunos de ustedes les ha pasado que después de no ver a alguien por un tiempo, digamos cuando ese tiempo ya dejó algunas huellas en la región abdominal, dicha persona lo primero que les dice con irónico asombro es “¿Hace cuantos kilos que no te veía?” O el clásico comentario “te veo más repuestito”, así con ese odioso diminutivo que lo único que hace es agrandar la herida. ¿Y no les ha pasado que al escuchar eso ustedes sienten unas espeluznantes ganas de cachetear, picarle (o sacarle) un ojo (o los dos) y espetarle alguna respuesta peor de ponzoñosa al interlocutor? Sé de gente que tiene la costumbre de saludar así y créanme que antes me causaba un poco de gracia pero ahora no, en lo absoluto.
¿A alguno de ustedes le han dicho alguna vez “te ves muy bien para la edad que tienes”. ¿Se supone que el depositario de tal gentileza debe sentirse muy halagado porque a pesar de su avanzada edad no se ve tan jodido? Disculpe usted.
¿No les ha pasado, estimados lectores, que van a comer con un grupo de amigos o familiares a algún restaurante, una taquería por ejemplo, y sienten esa pecaminosa sensación de antojo irrefrenable por despacharse solamente un par de taquitos más para llenar ese pequeño hueco en el estómago, y después de haber pasado por el escrutinio de su propia conciencia, que de por sí es bastante regañona y antipática, no falta algún zopenco que les diga en tono sarcástico “ay, papáaa, ¿en serio vas a seguir comiendo?”. A mí me ha pasado muchas veces y créanme que en esas ocasiones también se despiertan mis más salvajes instintos en contra de esa persona, así se trate de un amigo, mi hermano o mi abuela.
Acabo de regresar de un viaje por tierras sonorenses donde las exquisiteces culinarias saltan a la vista y luego al plato con facilidad asombrosa. Por aquellos lugares las buenas carnes se encuentran por doquier en todas sus formas. Y no pude resistirme a la tentación de sucumbir a esos placeres, pero no en todas sus formas, solo en la gastronómica, otra de mis debilidades favoritas. Y como la carne no se come sola, sino con tortillas de harina sobaqueras, frijoles de la olla, una cerveza helada y coyotas por postre, es de lo más fácil cometer algunos excesos, deliciosos todos ellos. Dado que a mí no me gusta en lo absoluto que mis contertulios me anden fiscalizando las carnes que me echo al plato, y a mis amigos tampoco, entre ellos y yo sellamos un pacto muy saludable durante este viaje: queda estrictamente prohibido emitir opiniones, críticas y disquisiciones inhibidoras del gusto por comer. Cuando uno está bajo la lupa de los acompañantes, por más buenos amigos que sean, se quitan las ganas de comer. Y si se quitan las ganas de comer, la vida pierde todo sentido.
Lo más incómodo de estos comentarios es que muchas veces son ciertos y nos dan en esas fibras sensibles. Eso es lo peor.
Por todo ello sostengo que los mejores amigos no son los que siempre hablan claro o tienen un consejo para todo, sino los que saben callar cuando pido una ronda más de tacos. Buen provecho.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Apostaría que a algunos de ustedes les ha pasado que después de no ver a alguien por un tiempo, digamos cuando ese tiempo ya dejó algunas huellas en la región abdominal, dicha persona lo primero que les dice con irónico asombro es “¿Hace cuantos kilos que no te veía?” O el clásico comentario “te veo más repuestito”, así con ese odioso diminutivo que lo único que hace es agrandar la herida. ¿Y no les ha pasado que al escuchar eso ustedes sienten unas espeluznantes ganas de cachetear, picarle (o sacarle) un ojo (o los dos) y espetarle alguna respuesta peor de ponzoñosa al interlocutor? Sé de gente que tiene la costumbre de saludar así y créanme que antes me causaba un poco de gracia pero ahora no, en lo absoluto.
¿A alguno de ustedes le han dicho alguna vez “te ves muy bien para la edad que tienes”. ¿Se supone que el depositario de tal gentileza debe sentirse muy halagado porque a pesar de su avanzada edad no se ve tan jodido? Disculpe usted.
¿No les ha pasado, estimados lectores, que van a comer con un grupo de amigos o familiares a algún restaurante, una taquería por ejemplo, y sienten esa pecaminosa sensación de antojo irrefrenable por despacharse solamente un par de taquitos más para llenar ese pequeño hueco en el estómago, y después de haber pasado por el escrutinio de su propia conciencia, que de por sí es bastante regañona y antipática, no falta algún zopenco que les diga en tono sarcástico “ay, papáaa, ¿en serio vas a seguir comiendo?”. A mí me ha pasado muchas veces y créanme que en esas ocasiones también se despiertan mis más salvajes instintos en contra de esa persona, así se trate de un amigo, mi hermano o mi abuela.
Acabo de regresar de un viaje por tierras sonorenses donde las exquisiteces culinarias saltan a la vista y luego al plato con facilidad asombrosa. Por aquellos lugares las buenas carnes se encuentran por doquier en todas sus formas. Y no pude resistirme a la tentación de sucumbir a esos placeres, pero no en todas sus formas, solo en la gastronómica, otra de mis debilidades favoritas. Y como la carne no se come sola, sino con tortillas de harina sobaqueras, frijoles de la olla, una cerveza helada y coyotas por postre, es de lo más fácil cometer algunos excesos, deliciosos todos ellos. Dado que a mí no me gusta en lo absoluto que mis contertulios me anden fiscalizando las carnes que me echo al plato, y a mis amigos tampoco, entre ellos y yo sellamos un pacto muy saludable durante este viaje: queda estrictamente prohibido emitir opiniones, críticas y disquisiciones inhibidoras del gusto por comer. Cuando uno está bajo la lupa de los acompañantes, por más buenos amigos que sean, se quitan las ganas de comer. Y si se quitan las ganas de comer, la vida pierde todo sentido.
Lo más incómodo de estos comentarios es que muchas veces son ciertos y nos dan en esas fibras sensibles. Eso es lo peor.
Por todo ello sostengo que los mejores amigos no son los que siempre hablan claro o tienen un consejo para todo, sino los que saben callar cuando pido una ronda más de tacos. Buen provecho.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Gracias, Mr. Trump
No quisiera hablar de usted, Sr. Trump, corro el riesgo de caer en los lugares comunes. Los medios de comunicación del mundo ya le dedican miles de páginas y minutos y parece que el consenso no lo deja muy bien parado. Si empezara a injuriarlo, mi opinión solo se sumaría a la de la masa que lo repudia. Por eso de ninguna manera diré que me parece un tipo profundamente pedante y grotesco, fatuo y fanfarrón, que despilfarra no solamente dinero sino antipatía a raudales.
No tengo intenciones de entrar en su oprobioso juego de insultos, ni caer en la lúdica tentación de hacer referencia a su aspecto físico ya tan satirizado. Sería un desquite muy barato decir que cuando gesticula da la impresión de que el estreñimiento le causa retortijones o que parece que trae un gato alopécico muerto en la cabeza.
En verdad que me parecería una pérdida de tiempo y espacio en esta columna, en la que puedo verter otro tipo de ideas, escribir con rencor sobre sus diatribas en contra de los inmigrantes aún cuando usted es hijo de su mamacita escocesa con quien no me voy a meter –aunque resultaría muy tentador–, nieto de inmigrantes alemanes y esposo de una modelo eslovena, sin olvidar a su primera esposa que era de Checoslovaquia.
En lugar de proferir ofensas hacia su persona, prefiero agradecerle lo que ha hecho en esta campaña hacia la presidencia.
Gracias, Mr Trump, porque nos ha dado patéticos pero jocosísimos momentos en cada uno de sus discursos y con ello ha fomentado la creatividad de los ya de por sí ingeniosos profesionales de los memes, youtubers, comediantes e imitadores.
Gracias, señor Trump, porque con sus expresiones racistas ha logrado hacer que el mundo voltee con una inusitada empatía –limítrofe con la simpatía– hacia nosotros los mexicanos, y eso no nos viene nada mal en estos tiempos en que pasamos por una devaluación galopante, no solo del peso sino de nuestra reputación. Ya sabe usted: el narco, la delincuencia organizada, el gobierno desorganizado, la pobreza, la corrupción, y demás monerías con las que siempre sacamos primeros lugares internacionales, nos afean la cara, y usted, que pretende desarreglarla más con sus ataques bravucones, nos ha puesto en la marquesina y ha contribuido a resaltar los aportes de México al mundo y la colosal importancia de la fuerza de trabajo mexicana –y latina en general– a su país.
Gracias por recordarnos los errores del pasado y encarnar lo que no debe repetirse en la historia. De veras, qué detallazo de su parte. Claro que también hay mucha gente que tiene miedo de usted, de la posibilidad de que siga ascendiendo en la escalera de sus aspiraciones y llegue a la gran final. Pero eso no podrá ser, ¿verdad, Mr Trump? Usted es un farsante experto en reality shows y su campaña ha sido eso, un reality que terminará cuando sea sentenciado y expulsado, como usted mismo lo hizo con los participantes de su programa The Apprentice, sólo que en esta ocasión usted es el aprendiz y el juez serán los votantes de su país, entre los cuales, para nuestra fortuna, hay millones de latinos, así como simpatizantes de la diversidad racial y cultural y sobre todo, gente con cordura y memoria histórica.
Por todo lo anterior, mejor no hablo mal de usted. Uff, estuve a punto.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
No tengo intenciones de entrar en su oprobioso juego de insultos, ni caer en la lúdica tentación de hacer referencia a su aspecto físico ya tan satirizado. Sería un desquite muy barato decir que cuando gesticula da la impresión de que el estreñimiento le causa retortijones o que parece que trae un gato alopécico muerto en la cabeza.
En verdad que me parecería una pérdida de tiempo y espacio en esta columna, en la que puedo verter otro tipo de ideas, escribir con rencor sobre sus diatribas en contra de los inmigrantes aún cuando usted es hijo de su mamacita escocesa con quien no me voy a meter –aunque resultaría muy tentador–, nieto de inmigrantes alemanes y esposo de una modelo eslovena, sin olvidar a su primera esposa que era de Checoslovaquia.
En lugar de proferir ofensas hacia su persona, prefiero agradecerle lo que ha hecho en esta campaña hacia la presidencia.
Gracias, Mr Trump, porque nos ha dado patéticos pero jocosísimos momentos en cada uno de sus discursos y con ello ha fomentado la creatividad de los ya de por sí ingeniosos profesionales de los memes, youtubers, comediantes e imitadores.
Gracias, señor Trump, porque con sus expresiones racistas ha logrado hacer que el mundo voltee con una inusitada empatía –limítrofe con la simpatía– hacia nosotros los mexicanos, y eso no nos viene nada mal en estos tiempos en que pasamos por una devaluación galopante, no solo del peso sino de nuestra reputación. Ya sabe usted: el narco, la delincuencia organizada, el gobierno desorganizado, la pobreza, la corrupción, y demás monerías con las que siempre sacamos primeros lugares internacionales, nos afean la cara, y usted, que pretende desarreglarla más con sus ataques bravucones, nos ha puesto en la marquesina y ha contribuido a resaltar los aportes de México al mundo y la colosal importancia de la fuerza de trabajo mexicana –y latina en general– a su país.
Gracias por recordarnos los errores del pasado y encarnar lo que no debe repetirse en la historia. De veras, qué detallazo de su parte. Claro que también hay mucha gente que tiene miedo de usted, de la posibilidad de que siga ascendiendo en la escalera de sus aspiraciones y llegue a la gran final. Pero eso no podrá ser, ¿verdad, Mr Trump? Usted es un farsante experto en reality shows y su campaña ha sido eso, un reality que terminará cuando sea sentenciado y expulsado, como usted mismo lo hizo con los participantes de su programa The Apprentice, sólo que en esta ocasión usted es el aprendiz y el juez serán los votantes de su país, entre los cuales, para nuestra fortuna, hay millones de latinos, así como simpatizantes de la diversidad racial y cultural y sobre todo, gente con cordura y memoria histórica.
Por todo lo anterior, mejor no hablo mal de usted. Uff, estuve a punto.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
¿Cómo dices que te llamas?
La vida nos obliga a tomar decisiones bien pensadas. Elegir una carrera o a la persona con la que te vas a casar son, sin duda, decisiones que habría que someter al concilio de todas nuestras capacidades cerebrales, pero regularmente esas determinaciones nos agarran inexpertos o con más hormonas que neuronas. Hay una decisión que es virtualmente irreversible y no tiene que ver con nuestro futuro sino con el de los hijos: los nombres que les ponemos.
Hay muchas motivaciones para elegir un nombre, pero, sólo por decir algo, distinguiré algunas clasificaciones.
Nombres tributo
Son los que les endilgamos a nuestros hijos para homenajear a la ascendencia familiar. En un derroche de ingenio acostumbramos ponerles los nombres de nosotros, los padres, sin importar las confusiones que se provoquen en casa al tener nombres feos y por duplicado. En algunas familias, que el abuelo se llamara Randulfo o Mamerto puede ser razón suficiente para arruinarle la existencia al nene. Y qué decir de los tíos Eustaquio y Falopio, o la abuela Eduarda que Dios tenga en su seno. También se suele homenajear a admiradas figuras públicas. Sé de un caso en que a los dos hijos, al varoncito y a su hermanita, los bautizaron con nombres homenaje a célebre futbolista: Diego el niño y Mara Dona la niña.
Nombres de moda
Cada generación se distingue por sus gustos cambiantes. En nuestros ancestros encontraremos nombres en desuso como Remedios, Eduwiges, Buenaventura, Hermenegildo, Fortunato, Margarito y tantos otros que antaño eran la cosa más normal y que hoy suenan a personajes de película de Joaquín Pardavé. Actualmente están de moda nombres recios como Emiliano, Ximena, Maximiliano y Valentina. También vemos carretadas de niños y jóvenes con nombres de prosapia ibérica como Rodrigo, Diego y Santiago.
Nombres de pila No me refiero a la pila bautismal sino a la pila de nombres que un cristiano puede cargar sobre sus hombros. Hay gente que tiene un verdadero catálogo en su acta de nacimiento, y todo porque sus indecisos padres no se pusieron de acuerdo. Recordemos a Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que terminó firmando como Juan Rulfo, o Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, a quien en su infancia le daba por hacer grafiti en casa, y quien era mejor conocido en la cuadra como Diego Rivera.
Nombres aspiracionales Jocelyn, Jennifer, Christopher, Brayan, Beverly, Jonathan,y así, mientras más “haches” y “yes” pongamos en medio, mejor. El apellido no importa, puede ser López, García o Martínez, y mucho menos es relevante si el mentado Brayan no tiene pinta de europeo, sino, por el contrario, es un morenazo con un cepillo de púas por cabellera.
Nombres nomás por joder
Aniv de la Rev, Disney Landia, Robocop, Hitler, Cafiaspirina, Batman, One Dollar, Cicuncisión, Masiosare, Brhadaranyakipanishadvivekachuda, y otras monadas se pueden encontrar en el Registro Civil de nuestro país. ¡Castigo para esos padres!
Estoy consciente que con estas reflexiones me llevé al baile a más de una docena de familiares y amigos. Que nadie se ofenda, lo digo yo que en esa materia tengo mis filias y mis fobias. Llamarse Juan Miguel puede parecer inocuo pero no lo es tanto. Infinidad de veces, al decir mi nombre de primera vez, basta un pestañeo para que ¡pum! el interlocutor me lo cambie a Juan Manuel.
Papás, cuando piensen en un nombre para su hijo tomen en consideración por lo menos dos cosas: que no provoque risa ni lástima y, algo muy importante, que quepa en un cheque y en una credencial del INE.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
Hay muchas motivaciones para elegir un nombre, pero, sólo por decir algo, distinguiré algunas clasificaciones.
Nombres tributo
Son los que les endilgamos a nuestros hijos para homenajear a la ascendencia familiar. En un derroche de ingenio acostumbramos ponerles los nombres de nosotros, los padres, sin importar las confusiones que se provoquen en casa al tener nombres feos y por duplicado. En algunas familias, que el abuelo se llamara Randulfo o Mamerto puede ser razón suficiente para arruinarle la existencia al nene. Y qué decir de los tíos Eustaquio y Falopio, o la abuela Eduarda que Dios tenga en su seno. También se suele homenajear a admiradas figuras públicas. Sé de un caso en que a los dos hijos, al varoncito y a su hermanita, los bautizaron con nombres homenaje a célebre futbolista: Diego el niño y Mara Dona la niña.
Nombres de moda
Cada generación se distingue por sus gustos cambiantes. En nuestros ancestros encontraremos nombres en desuso como Remedios, Eduwiges, Buenaventura, Hermenegildo, Fortunato, Margarito y tantos otros que antaño eran la cosa más normal y que hoy suenan a personajes de película de Joaquín Pardavé. Actualmente están de moda nombres recios como Emiliano, Ximena, Maximiliano y Valentina. También vemos carretadas de niños y jóvenes con nombres de prosapia ibérica como Rodrigo, Diego y Santiago.
Nombres de pila No me refiero a la pila bautismal sino a la pila de nombres que un cristiano puede cargar sobre sus hombros. Hay gente que tiene un verdadero catálogo en su acta de nacimiento, y todo porque sus indecisos padres no se pusieron de acuerdo. Recordemos a Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno, que terminó firmando como Juan Rulfo, o Diego María de la Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez, a quien en su infancia le daba por hacer grafiti en casa, y quien era mejor conocido en la cuadra como Diego Rivera.
Nombres aspiracionales Jocelyn, Jennifer, Christopher, Brayan, Beverly, Jonathan,y así, mientras más “haches” y “yes” pongamos en medio, mejor. El apellido no importa, puede ser López, García o Martínez, y mucho menos es relevante si el mentado Brayan no tiene pinta de europeo, sino, por el contrario, es un morenazo con un cepillo de púas por cabellera.
Nombres nomás por joder
Aniv de la Rev, Disney Landia, Robocop, Hitler, Cafiaspirina, Batman, One Dollar, Cicuncisión, Masiosare, Brhadaranyakipanishadvivekachuda, y otras monadas se pueden encontrar en el Registro Civil de nuestro país. ¡Castigo para esos padres!
Estoy consciente que con estas reflexiones me llevé al baile a más de una docena de familiares y amigos. Que nadie se ofenda, lo digo yo que en esa materia tengo mis filias y mis fobias. Llamarse Juan Miguel puede parecer inocuo pero no lo es tanto. Infinidad de veces, al decir mi nombre de primera vez, basta un pestañeo para que ¡pum! el interlocutor me lo cambie a Juan Manuel.
Papás, cuando piensen en un nombre para su hijo tomen en consideración por lo menos dos cosas: que no provoque risa ni lástima y, algo muy importante, que quepa en un cheque y en una credencial del INE.
Juan Miguel Portillo.
Twitter: @jmportillo
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