Enero, la cuesta que cuesta mucho subir por variadas razones. Por los consabidos gastos que se hicieron en diciembre y que en realidad uno termina pagando este mes; por los kilos adicionales que los ágapes decembrinos nos dejan distribuidos graciosamente en barriga, cachete y papada; por los propósitos de año nuevo que la tradición obliga plantear y que la misma tradición nos hace deshonrar olímpicamente no bien entrado febrero, o antes de ser posible; y también porque algo han de tener las vacaciones que es muy difícil sacarlas de nuestra trastocada agenda de fin de año. Cuando menos así me pasa a mi, que soy bastante proclive a eso de acostumbrarme a lo que me resulta placentero y sabrosón. Y las vacaciones me dejan muy mal habituado, sobre todo aquellas donde hay tiempo suficiente para practicar la haraganería, el ocio y la holganza sin culpas perniciosas.
Ni siquiera tengo que salir de la ciudad para experimentar ese gozo vacacional; todo lo contrario, cuando la ciudad se vacía disfruto extraordinariamente andar -o rodar, según el caso- por sus calles. En ellas descubro con asombro edificios, jardines, comercios, grafiti y baches que en tiempos regulares no había advertido. Es como esa refrescante sensación de novedad que experimentas cuando vuelves a leer un libro, ves una peli en la repetición de la madrugada, disfrutas el recalentado de la Nochebuena, o tienes sexo en segundas nupcias, supongo.
Salir del frenesí del tráfico normal, descansar del ir y venir cotidiano, del subir y bajar, y, muy en especial, apartarme de las rutinas relacionadas a la vida académica de Santiago -mi pequeño bachiller en entrenamiento, de diez años de edad- así como de los habituales zipizapes a la hora de hacer las tareas, hacen que las vacaciones sean como un Disneylandia en casa, sólo que sin tanta parafernalia. De hecho ninguna, y gratis.
Porque lo mío, lo mío, es el estrés, esa entidad inasible que, a decir de los médicos que no encuentran una mejor y más científica razón, es la culpable de todos mis males: los físicos, los químicos, los históricos y los matemáticos, por mencionar sólo algunas de mis materias afectadas. Quién soy yo para decirlo pero mis amigos concuerdan en que soy un hombre de principios. De principios de úlcera y enfermedad coronaria. Por eso afirmo que eso lo dicen mis amigos, mis amigos médicos. Y todo a causa del estrés que me gobierna con mano dura.
Para atenuar la tensión nerviosa me doy mis mañas, como escuchar música relajante mientras trabajo o voy manejando, defender a puño feroz la oportunidad de dormir una siesta, incluso por un tiempo traje conmigo una pelotita de goma que apretujaba con las manos para evitar llegar al punto de jalarme los cabellos -que a partir de cierta edad más nos vale empezar a atesorar uno a uno-. He empleado también algunos métodos más orgánicos: en esos momentos en que preciso relajamiento, confieso que he recurrido a los encantos y poderes de mis amigas Ignacia y Melisa, quienes por cierto gozan de buena fama en el mercado de San Juan de Dios, y que junto con Valeriana y Pasiflora me han brindado sus artes hechiceras, pero a veces ni el trabajo de todas juntas ha sido suficiente. Estas hierbas, dicen los que saben, tienen efectos probados sobre el sistema nervioso, pero mi sistema es tan nervioso que resulta un paciente muy difícil de tratar.
Tampoco el yoga y la meditación han logrado regresarme a un estado de equilibrio. Claro, concediendo que sería mucho mejor que los practicara.
Lo que sí he usado eficazmente en repetidas veces es una técnica que aprendí de mi madre. Se llama Yamikemi, que aunque suene muy oriental es solamente una contracción de la frase “Y a mi qué me importa” que mi mamá solía proferir como una suerte de conjuro contra el agobio y la imposibilidad de modificar el estado de las cosas que le provocaban angustia. Así, si alguna discusión en la que participaba se complicaba al grado de empezar a alterar su buen ánimo, tomaba la salida de emergencia con la práctica del Yamikemi. Finalmente, qué tópico, problema o diferencia de opinión podía ser más valioso que su paz espiritual.
El Yamikemi es una buena alternativa en una gran cantidad de situaciones. Mi mamá me la inculcó desde la infancia. La mía, desde luego. Cuando era niño y algo me preocupaba o entristecía hasta el llanto, ella me consolaba diciéndome que todos los problemas habidos y por haber podían solucionarse, menos uno: la muerte. Esa afirmación, que a mi me sonaba brillante y lapidaria (bueno, si hablamos de muerte, lo de lapidario queda muy bien), me hizo tal efecto que hasta la fecha, ya muy lejos de mi niñez, sigue sonando en mi cabecita loca. A mis hijos, que no elaboran quesos de mala calidad en materia de agobios -dignos hijos de su padre-, les repito esa máxima materna.
Por otra parte, cuando la dificultad parecía no tener solución, Decía mi mamá, “si no tiene solución, no es un problema”, entonces, si no había problema, el asunto era caso cerrado, y a otra cosa. Una vez más, lo que correspondía era usar la receta: Yamikemi.
Hablando en plata, esta filosofía no es otra cosa que desarrollar la habilidad de hacernos los occisos ante los conflictos de la vida cotidiana con el fin supremo de salvaguardar nuestra salud emocional y la de nuestros prójimos, próximos y anexos. Por lo tanto el Yamikemi no es una técnica que funcione para todo, porque conlleva una buena dosis de displicencia, evasión y soslayo, en defensa propia, cierto, pero hay circunstancias de las que uno no puede fugarse así nomás; cabría primero poner un poco de orden antes de salir corriendo. De cualquier manera, estoy convencido que el Yamikemi es un buen aliado contra el cochino estrés.
Llegado el caso, también puede recurrirse a una variante que funciona muy bien en situaciones más perturbadoras: el Yamikeka, contracción de “Y a mí qué carajos” (me importa, me dicen, me preguntan, me joroban, me vienen con chismes, y un etcétera totalmente al gusto).
Y finalmente un método más extremo aún, el Yamikeching, donde el sufijo ching es eso que están pensando.
Como siempre, un placer leerte, cuanto gozo y disfrute. ¡Excelente año! Abrazos.
ResponderEliminarMuchas gracias, Dinah. Un abrazo para ti también.
ResponderEliminarJajajajaja... muy bien, de aquí en adelante aplicaré el Yamikemi... Yamikeka... y Yamikeching.... Bendiciones y gracias por tan valiosa aportación!!
ResponderEliminarGracias a ti por leerme y por tu comentario.
EliminarPrem Dayal en su libro "Me Vale Madres", nos explica que para llegar a la plenitud espiritual existen tres mantras: el de desapego (me vale madres), el de purificación (a la chingada) y el de desidentificación (no es mi pedo). Veo que la sabiduría se transmite de generación en generación... jejejeje
ResponderEliminarUn abrazo y mis mejores deseos. Y muchas gracias por tantas sonrisas a través del tiempo.
No he leído el libro pero sé de su existencia. Al final, todos acabamos practicando intuitivamente mantras liberadores, si no, nos volveríamos más locos. Gracias, Guillermo, ¡saludos!
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