jueves, 4 de diciembre de 2014

Así veo a Chespirito.

Al iniciar los setentas la televisión masiva mexicana era una y se llamaba Telesistema Mexicano, más tarde Televisa, con sus canales 2 y 5 a todo color y en cadena nacional. Los que vivíamos en ciudades más bien medianas o pequeñas, Hermosillo en mi caso, donde la televisora local era un insípido y chafa complemento regional de la implacable señal que nos venía de la capital del país, no teníamos alternativa suficiente y nuestro destino era soplarnos, con gusto o no, todo lo que la televisión chilanga (dicho con cariñito) nos metía por los ojos y los oídos. Con nostalgia podemos recordar las telenovelas lacrimógenas, las tardes con el Tío Gamboín acompañado de Pancholín y Salchichita, los domingos setenteros que no se pueden concebir sin Raúl Velasco, el programa de concursos Sube Pelayo Sube, La Cosquilla con Raúl Astor y un elenco fantástico (Héctor Suárez, Héctor Bonilla, Raquel Olmedo, Nacho Méndez, entre otros), La Criada Bien Criada con Maria Victoria, el noticiero de Jacobo Zabludovsky y un interminable etcétera. En esa masacre televisiva destacaba Chespirito.

La muerte de Roberto Gómez Bolaños ha despertado a Tirios y Troyanos. Se han puesto a peso las controversias y pasiones en torno a su obra y a sus personajes, se cuestiona si son buenos, apropiados para los niños, si el balance en la generación que nos tocó vivirlo en su momento es positivo o nefasto, si al final fue un producto más de la tele comercial, en fin, parece que es el momento de hablar de Chespirito, y como me gusta vivir el momento y tengo alma de borrego, no me quiero quedar atrás.

Reconozco que siempre me ha sorprendido la capacidad que tenía de escribir dos programas a la semana, con historias diferentes, con una carga suficiente de diálogos ingeniosos, esgrimiendo memorables juegos de palabras, muchos de ellos recurrentes hasta el cansancio, es verdad, pero ése era el camino para conseguir que los televidentes acabáramos repitiendo sin darnos cuenta frases como “que no panda el cúnico”, “Síganme los buenos” o “eso, eso,eso”. Recuerdo que allá por los años noventas, mi papá, que acumulaba ya sesenta y tantos y  sufría en el cuerpo y en el alma las complicaciones de una diabetes perniciosa, cuando se sentía mal repentinamente, decía que le estaba dando la chiripiorca

En el caso de el programa El Chavo, escribir historias que están circunscritas al patio de una vecindad no es cosa fácil. Todo tiene que pasar en ese lugar, con un limitado número de recursos: la cubeta, la fuente, la escoba, la pelota, el tendedero. Si bien con el tiempo se fueron añadiendo escenarios como el patio de al lado, el interior de las casas de los personajes o la calle que estaba afuera de la vecindad, el capital de trabajo principal eran los personajes y sus diálogos. 

Por su parte, el Chapulín Colorado requería de una producción más elaborada. A veces la historia se desarrollaba en el Viejo Oeste o en algún país europeo de algún siglo pasado, y eso requería otro tipo de escenografía y vestuarios de época. Los efectos especiales estaban en pañales y tuvo que hacer escenas con la burda tecnología que tenía a su alcance para superponer imágenes, hacerse invisible o reducirse de tamaño, previa ingesta de una pastilla de Chiquitolina. A propósito, no debe ser nada sencillo que tus colaboradores te tomen en serio como director cuando les das órdenes mientras traes puestos unos pantalones cortos de color rojo con mallitas, unos tenis amarillos y un gorro con antenas.  A menos que seas el Chapulín Colorado, claro.

Con los años, los contenidos mediáticos han cambiado. Lo políticamente correcto se puso de moda, y si lo vemos fríamente, en la actualidad un programa como El Chavo no saldría bien librado en materia de bullying. El Señor Barriga, que en el nombre llevaba el karma, era blanco de cualquier cantidad de burlas y alusiones a su peso corporal de talla extra, por otro lado Quico era el cachetes de marrana flaca, según palabras del propio Chavo, Don Ramón tenía patas de chichicuilote, Doña Florinda era la vieja chancluda y además tenía la cara de vela derretida, y si le buscamos podríamos seguir con los bonitos apodos. El mismo Chespirito nombró a uno de los personajes que interpretaba Chaparrón Bonaparte, en referencia a su estatura.

Si hablamos de violencia, no hay forma de ayudarle. Los personajes de Chespirito usaban el coscorrón y la cachetada como instrumento de comunicación. Para qué discutir lo que se podía arreglar a fregadazos. Doña Florinda a Don Ramón, Don Ramón al Chavo, El Chavo a Quico, El Botija a El Chómpiras, y así. Pero antes de correr en pos de estos personajes para llevarlos ante la justicia y pedir su decapitación, echemos un somero vistazo a  dibujos animados como Tom y Jerry, El Correcaminos o Silvestre y Piolín. Estas caricaturas tenían como eje central la persecución del aparentemente débil por un personaje tan siniestro como estúpido que siempre terminaba siendo la víctima de sus propias maquinaciones y celadas. Para lograr los efectos humorísticos, los productores no escatimaban en golpes estruendosos, escopetazos y toda suerte de porrazos, patadas, guamazos y mordidas. Y nadie se tiraba al piso elevando la voz al creador ante tantas atrocidades cometidas contra la niñez. Los mocosos  consumíamos eso porque era lo que había. Era el humor de la época. Sucedía lo mismo en las series japonesas que en las comedias rancheras mexicanas llenas de balazos, en los filmes de Tin-Tan y en los de Cantinflas. Bueno, hasta Francisco Gabilondo Soler, Cri-Cri, agarra a moquetazos al niño llorón en su canción La Merienda. Ésas eran las reglas del juego.

Podríamos hacer un profundo análisis discursivo de la obra de Chespirito, pero qué flojera. Además ya se me olvidó cómo se hacen esas cosas. Hace ya mucho tiempo que salí de la carrera de Ciencias de la Comunicación de mi querido ITESO.

No sé si Chespirito era el escritor, guionista y comediante que México necesitaba, no sé si detrás del artista había un hombre ambicioso y calculador, no sabré si ver sus programas me causó algún daño cerebral. De lo que sí estoy seguro es que era un tipo con talentos fuera de lo común, y para colmo tuvo a sus pies a la televisora más grande de América Latina por 25 años. Y vaya que lo aprovechó. No contaban con su astucia.

Chespirito fue un hombre de su tiempo. Veámoslo así.










miércoles, 19 de noviembre de 2014

Yo sí hablo de Belice.

La geografía latinoamericana -por no hablar de la europea, la asiática o la africana-nunca fue mi fuerte en tiempos de estudiante. Con el paso de los años, vaya usted a saber por qué, surgió en mí el deseo de ojear mapas y adquirir algunos conocimientos sobre el tema, unos útiles y otros nada más para hacerme el ilustrado en charlas de desinformados . Fue entonces que supe, por ejemplo, que La Guyana Francesa no está en Francia sino pegadita a Brasil, descubrí también que Trinidad y Tobago no era un dueto musical de antaño sino una isla en el Caribe, que por el Canal de Panamá no pasan programas de televisión de música guapachosa, que Chile es un país más bien alargado y angosto, como algunos chiles, que en Jamaica no conocen el agua fresca que lleva su nombre ni en la Habana el chile habanero.

Pues bien, el otro día, practicando la olímpica disciplina del zapping televisivo -la cual me ha recompensado con un pulgar fuerte, entrenado y obediente- me topé con un documental donde hablaban de obras del gobierno mexicano  y me percaté que estaban dedicando un espacio a las vías de comunicación que conectan a nuestro país con el vecino Belice. 

La curiosidad que desde hace tiempo me produce mi desconocimiento acerca de Belice me hizo detenerme en el programa, interesado en tener un poco de información sobre el territorio vecino. Pero una vez más me quedé con las preguntas sin resolver porque ahí no se hablaba de Belice ni de su gente, ni de sus riquezas naturales o su cultura; la materia en cuestión eran las carreteras -que en México no gozan de buena fama- y que desembocaban en esa frontera, nada más. Entonces mi incultura beliceña y yo continuamos la procesión de los canales. 

No es que me atormente la intriga, no es que por las noches me fustigue el insomnio por la duda cruel, pero sí me provoca curiosidad que nadie, o casi nadie, habla en México de Belice, uno de los 2 países -Guatemala es el otro- con los que compartimos las fronteras del sur. 

Con mucho de extrañeza y sin asomo de denostación, por supuesto, puedo decir que no conozco a ninguna persona que haya nacido en esas tierras o que tenga algún antepasado o pariente beliceño. No conozco a alguien que me haya referido que tiene un amigo que a su vez haya oído hablar siquiera de otro que haya dicho ser originario de esas tierras. Bueno, ni siquiera he tenido ningún tipo de aproximación, que yo sepa, con terrícola alguno que haya pisado Belice. 

Mi asombro, pues, tiene su principal origen en la inmediatez geográfica que nos vincula y que a nosotros nos parece absolutamente antiflogestínica, como dicen los entendidos para referirse a lo que por ser simplemente irrelevante, falto de interés y venial, acaba resultando descarapirofléctico, insipidificante y subestratodérmico.

Pues bien, ante esta curiosidad geográfico cultural y solamente para documentar mi ignorancia, me zambullí virtualmente por unos minutos en un poco de información sobre la nación que colinda con Guatemala, con nuestro país y con nuestra indiferencia.

Permítanme 5 minutos de su lectura -no se van a arrepentir- para compartirles 10 datos interesantes que encontré y les prometo que ya me voy.  

  1. Belice alcanzó su independencia de Gran Bretaña en 1981, hace apenas 33 años.
  2. A pesar de ser un país soberano, su Jefe de Estado sigue siendo Isabel II de Inglaterra. God Save the Queen.
  3. Su extensión es de 22,966 KM2, comparable al estado de Tabasco.
  4. Su población es de 335,000 habitantes, según el censo de 2011, equivalente a la población de una ciudad como Irapuato, Guanajuato.
  5. El 22.34% del territorio de Belice. es reclamado por Guatemala. Dice que es suyo pero no se ponen de acuerdo, ni se pondrán, supongo.
  6. Menos del 5% de sus importaciones provienen de México, mientras que casi el 50% son de Estados Unidos. Los tenemos a un lado y prácticamente no les exportamos nada.
  7. En cambio, ellos sí exportan a nuestro país muchos turistas. Cada año, aproximadamente 900 mil beliceños cruzan a México con el fin de hacer compras y visitar playas turísticas como Cancún y Playa del Carmen.
  8. Por su parte, Belice recibe cada año un millón de turistas. El 70% de los cuales proceden de… adivinen… claro, de Estados Unidos.
  9. Belice es el único país de Centroamérica que tiene al inglés como idioma oficial. A pesar de ser oficial, el inglés es lengua materna de menos del 4%. El español es el idioma predominante. 
  10. El 54% de la población habla muy bien el inglés, ya sea como lengua materna o secundaria. Por cierto, en México el 9% dice que habla inglés, pero solamente el 2% lo domina. Oh, my God.

Hay otros países cercanos a nosotros -muchos, muchísimos- de los cuales sé también muy poco, El Salvador, Nicaragua, Haití, Surinam, Bahamas. Pero Belice es mi vecino y es bueno que los vecinos se conozcan aunque sea para, llegado el caso, pedirse una tacita de azúcar. Y no lo digo nomás porque sí. En realidad me acabo de enterar que el azúcar es un producto base -no sólo en las recetas de muchos postres-  sino también en la economía de ese país. 

Y como lo prometido es deuda, ya me voy.



Fuentes
http://www.belice.bz
http://es.wikipedia.org/wiki/Belice
http://eleconomista.com.mx/caja-fuerte/2014/01/02/we-don-t-speak-english-no-aprovechamos-tlc
http://www.jornada.unam.mx/2009/09/10/sociedad/035n2soc
 http://es.wikipedia.org/wiki/Lenguas_de_Belice
http://www.sre.gob.mx/revistadigital/images/stories/numeros/n81/hidalgo.pdf
http://es.wikipedia.org/wiki/Econom%C3%ADa_de_Belice

lunes, 10 de noviembre de 2014

Memorias de mi antimemoria.

Me considero una persona curiosa, no en el sentido de causar curiosidad -espero-, sino de sentirla por las cosas que me rodean.

Pero como en la vida siempre hay algún antídoto contra lo bueno, en contraposición a mi deseo de saber, padezco de una malísima memoria, sólo comparable a la de una PC de los ochentas. A esta calamidad individual yo la llamo antimemoria. Es como la sombra que me acompaña a todas partes, hasta en la más absoluta ausencia de luz. Es como el futbolista oponente que me aplica marcaje personal para dar al traste a mis jugadas, es como mi ángel de la guarda, pero en mala onda. 

La memoria, según entiendo, es una función cerebral que nos permite almacenar y clasificar vivencias, conocimientos y en general información del pasado. La parte del cerebro que se ocupa de esta función es el hipocampo -sí, homónimo del caballito de mar-. Hay memoria de corto, mediano y largo plazo, como los créditos de los bancos. Por su parte, mi antimemoria no es como los mencionados créditos, es un poco más siniestra, más bien es como el SAT: no avisa cuando va a atacar y lo hace sin piedad.

Me sucede muy a menudo que interesado leo sobre tal o cual tema, descubro datos, lugares, fechas y anécdotas que me resultan fascinantes y me mantienen con la cavidad bucal dilatada y vulnerable al ingreso de un díptero distraído. Pero en el instante en que cierro el libro o revista, ¡pum!, mi antimemoria le propina una certera cachetada al hipocampo y destruye el 52.75% de la información leída minutos antes. Ustedes se preguntarán por qué cito ese porcentaje tan preciso. Yo también.

Mi antimemoria es muy socarrona y está lista para cumplir su cometido en los momentos clave, sobre todo cuando hay público de por medio y requiero rapidez de respuesta. Estoy seguro que encuentra divertido verme hacer el ridículo cuando, contando alguna anécdota, olvido algunos de los elementos sustanciales de la historia, por ejemplo: el quién, el qué, el dónde o el cómo. O todas las anteriores. Cuando estoy en alguna tertulia con amigos y trato de aportar un dato pertinente a propósito de algún tema musical o una película que surge en la conversación, y necesito recordar el nombre de el cantante o el actor, no sólo no recuerdo al cantante y al actor, sino acabo también olvidando a la canción y la película que dieron origen a la charla y a la consecuente indagatoria. 

Cosa parecida me ocurre cuando alguien me pide que cuente un chiste. La primera batalla es localizar el mejor chistorete disponible en mis archivos mentales. Pero para ese momento mi antimemoria ya  se me adelantó y se está regocijando poniendo en desorden dichos archivos, mezclando las clasificaciones temáticas y a los personajes típicos de los chistes, obligando así a convivir en lujuriosa promiscuidad a los borrachos con los gallegos, a los maridos cornudos con los argentinos, a los tipos feos -tan feos, tan feos- con las suegras entrometidas y no menos feas, a Pepito con la Pilarica, etcétera. Una vez que consigo que algún chascarrillo se asome tímidamente en el caos y me dispongo a contarlo, mi antimemoria hace su siguiente jugada y pone a prueba mi seguridad lanzándome dardos en forma de preguntas tan perturbadoras como: ¿cómo empieza?, ¿ya se lo sabrán mis amigos?, ¿cómo termina?, ¿se reirán?, ¿cómo me metí en este aprieto?, ¿dónde está la vía de escape más cercana?

Para colmo de desgracias, a mi antimemoria hay que sumarle mis rasgos obsesivos. Esta bonita combinación me ha provocado incontables noches de insomnio. Paso a explicar el fenómeno. Muchas veces, estando ya recostado en mi cama, dispuesto a entregarme sin pudor a los brazos de Morfeo, aparece súbita e insospechadamente alguna pregunta de vital importancia y trascendencia, y que por lo tanto es urgente responder. Dichas interrogantes son, por citar sólo un puñado de ejemplos: ¿qué ropa usé ayer?, ¿qué desayuné el jueves de la semana antepasada?, ¿a quién le presté el Album Blanco de Los Beatles en la prepa y nunca me lo devolvió?, ¿en qué restaurant de qué ciudad -que prometí no olvidar jamás- comí la mejor sopa de tortilla de mi vida?, ¿cómo se llaman la canción y la película que cité dos párrafos arriba y cuyos cantante y protagonista tampoco recuerdo? Toda vez que es impostergable encontrar las respuestas a estas cuestiones filosóficas, mi obstinado cerebro se entrega a la tarea de zambullirse en los archivos que mi antimemoria ya revolvió con anticipación y hasta escondió vaya usted a saber dónde. ¿Por qué lo hace? Supongo que por joder. Es entonces que mi parte obsesiva entra en encarnizado duelo con mi antimemoria. Una no cesa de buscar y la otra no suelta prenda. La contienda puede prolongarse por varias horas y sólo el encontrar el dato requerido puede ponerle punto final al combate. Y, como sucede en las noches de placer carnal, lo que sigue es quedarse profundamente dormido.

Esta debilidad mnemológica me ha obligado a desarrollar mis propios sistemas de defensa contra mí mismo, dado que no confío ni tantito en mi memoria. Así que desde hace muchos años las cosas que deseo recordar en el corto plazo, como citas de trabajo, nombres de personas con las que tengo relación de cualquier índole, artículos que tengo que comprar, domicilios importantes, libros que me han recomendado para leer -generalmente los libros se escriben para leerse-ideas para escribir algún texto, mejor las anoto, ora en papel, ora en alguno de mis dispositivos electrónicos. El problema es que con alarmante frecuencia no recuerdo qué anoté en papel  y qué en el dispositivo electrónico. 

Por todo esto, he llegado a la conclusión de que los sabios no son los que saben más, sino los que recuerdan lo que saben.




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