Cuando llegué a Guadalajara a finales de los años setentas, procedente de Hermosillo, donde las lluvias suelen ser efímeras y no muy abundantes, me causaba espanto lo duro y tupido de las tormentas tapatías. Era como experimentar dos fenómenos naturales a la vez, cuando llovía yo temblaba. Por aquél tiempo era un chamaco temeroso e imberbe. De chamaco ya no me queda nada, de temeroso un poco y lo imberbe nunca se me quitó.
El día que arribé a esta ciudad, llovía, lo que le daba un toque melancólico a aquella tarde de agosto. También llovía la mañana que fui por primera vez a la escuela en mi nueva ciudad. Era la prepa del Colegio Cervantes Costa Rica que, dicho de paso, aún era solo para varones y por ende un poco aburrido para una horda de adolescentes calenturientos que no podía aspirar a más que verles las nachas a los propios compañeros, lo cual no resulta nada inspirador. Pero esa es otra historia.
Rápidamente me acostumbré a las lluvias de Guadalajara. Les tomé cariño. Me gustan, las disfruto y las espero con ilusión, entre otras razones porque anuncian el fin del soleado calor de nuestro verano, que por cierto es de risa si lo comparamos con el verano hermosillense, donde no se andan por las ramas y las temperaturas pueden subir a 45 y hasta 50 grados centígrados. Un día vayan en julio o agosto para que se den un quemón.
La tradición pluvial de Guadalajara es tan importante que hasta la venerada Virgen de Zapopan recibió el título de “Patrona contra Rayos, Tempestades y Epidemias”, un encargo nada fácil en estas tierras donde el gran Tláloc parece hacer su santísima voluntad, valga la ironía.
Y es que cada año es lo mismo. Al llegar la temporada de lluvias la ciudad se sumerge literalmente en una alberca llena de aventuras al más puro estilo Chimulco.
Solo como dato curioso, el nombre Guadalajara tiene su etimología en el árabe wādi al-ḥiŷara que significa río que corre entre piedras, y pareciera que la ciudad año con año se empeña en hacerle honor a ese origen etimológico, convirtiéndose precisamente en un río que corre entre piedras, autos y seres humanos. Pero la verdad es que nuestra capital en realidad a lo que le hace honor es a la ciudad homónima de España, donde nació el conquistador Nuño de Guzmán.
¿Por qué entonces Guadalajara, famosa por sus aguaceros, rayos y truenos de proporciones bíblicas parece nunca estar preparado para la ocasión?
Hay algunas razones fundamentales para ello. En primer lugar podemos destacar la mala planeación con que se ha urbanizado la ciudad. Y esto no es un problema de unos años para acá. Bueno, sí, de unos 500 años para acá.
Resulta que Guadalajara está asentada sobre antiguos ríos y arroyos, como el Río San Juan de Dios y el Río Atemajac, cuyos cauces subsisten y tienen muy buena memoria y muy mal genio; y además la ciudad presenta desniveles y pendientes que conducen el agua hacia zonas que resultan vulnerables. Por su parte, los colectores y drenajes han sido siempre por demás insuficientes. Y si a eso le agregamos que los tapatíos pensamos que las coladeras son basureros empotrados en el piso, la cosa se pone peor.
Resulta que Guadalajara está asentada sobre antiguos ríos y arroyos, como el Río San Juan de Dios y el Río Atemajac, cuyos cauces subsisten y tienen muy buena memoria y muy mal genio; y además la ciudad presenta desniveles y pendientes que conducen el agua hacia zonas que resultan vulnerables. Por su parte, los colectores y drenajes han sido siempre por demás insuficientes. Y si a eso le agregamos que los tapatíos pensamos que las coladeras son basureros empotrados en el piso, la cosa se pone peor.
Y por supuesto, el principal motivo de las inundaciones que nos azotan año con año es que en Guadalajara -disculpen la expresión- llueve a madres.
Si parece que va a llover y el cielo se está nublando, y usted tiene cosas que hacer en la calle, lo más sensato es que lo haga en otro momento, asumiendo que le tiene un mínimo de aprecio a su vida.
Cuando llueve en Guadalajara, uno no sabe con qué tormentosas contingencias se puede enfrentar al navegar por las avenidas del área metropolitana:
- Un tráfico que avanza a la velocidad de la economía del país.
- Automóviles varados porque ya se les metió el agua por debajo del chasis y a sus tripulantes hasta por las orejas.
- Árboles que se caen sobre las casas, calles y vehículos que algunas desafortunadas veces llevan gente en su interior.
- A los peatones y usuarios del transporte urbano les toca una de las peores partes del problema. No solo tienen que lidiar con el aguacero feroz sino también con la metralla hidráulica que lanzan los autos al pasar por los charcos.
- Los baches se esconden bajo el agua y se vuelven traicioneros y ventajosos .Cuando creo haberme aprendido los puntos donde están los agujeros más canijos, éstos se camuflan en los encharcamientos y terminan siendo un peligro mortal. Y qué decir de los baches que se multiplican por todos lados. Una nueva lluvia fertiliza el pavimento y vemos como nacen un montón de rozagantes baches en toda la ciudad que luego crecen y florecen. Es conmovedor.
Hay zonas de la ciudad y avenidas que tradicionalmente se convierten en lagunas con más centímetros cúbicos que el mismísimo Chapala. Vienen a mi mente el área de Plaza del Sol, el paso a desnivel de Ocho de Julio y Washington, el de los Arcos del Milenio, donde los autos quedan bajo el agua y alcanzar a sacar solo el parabrisas como ojitos de cocodrilo, Avenida Patria a la altura del Bosque de Los Colomos, y muchos puntos más.
Si las autoridades no hacen más inversión en crear infraestructura para evitar inundaciones, si funcionarios omisos o corruptos (o ambos) siguen dando permisos de construcción en áreas donde no se crean nuevos y mejores sistemas de drenaje y absorción, si no se da adecuado mantenimiento a las alcantarillas, si no se cuidan y se prevén los árboles con riesgo de caer, y si nosotros seguimos tirando basura por doquier, seguiremos expuestos a los castigos de Tláloc. Ni la Virgen de Zapopan, Patrona de Guadalajara contra Rayos y Tempestades, podrá defendernos. Hay de milagros a milagros.