Afirma el dicho que chango viejo no aprende maroma nueva, y los que tenemos cierta edad (eufemismo para definir a cualquier etapa de la vida en la que no se es joven) nos ponen a reaprender cosas que ya ni nos cuestionábamos. A raiz de las revueltas en el medio oriente -que más bien anda medio desorientado- han vuelto a salir a la luz de los medios los nombres de viejos dictadores como el de Gadafi. Me lleva, ¿por qué me cambian la pichada?, si ya tenía bien macheteado que su apellido era Kadafi.
Otro cambio brusco en mi acervo de nombres de la infancia, aunque en rubros menos turbulentos, fue el que se le hizo a Aladino el de la lámpara maravillosa que luego, gracias a la magia de Disney resultó ser Aladín. Algo parecido le ocurrió al perro con cretinismo que varias generaciones conocimos como Tribilín y que de buenas a primeras nos avisaron que su verdadero nombre era Goofy.
Las marcas reconocidas no se escapan de estos movimientos: Nike, pasó de decirse Naic a Naiqui¨; Nissan, que antes pronunciábamos Nissán, ahora se les ocurrió que se oye más chic si decimos Níssan, con acento en la i.
Lo mismo sucedió con la capital china Pekín, que sin más ni más pasó a ser Beijing por decisión de no sé quién. Qué, ¿ahora los famosos perritos se denominarán beijingeses?
Si seguimos así, al rato tendremos que decirle al mundo que el nombre de nuestro país no se pronuncia Méjico, ni mucho menos Mecsicou, sino Méshico, en apego al fonema SH que los españoles no supieron escribir y acabaron endingándole la X.
Juan Miguel Portillo